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Capítulo 2: El Fantasma de Sofia

El rugido de los motores era el único lenguaje que Adriano De'Santis comprendía sin lugar a dudas. A treinta mil pies de altura, en la cabina de su jet privado, el mundo se reducía a datos, coordenadas y control. Aquí, encajado en el asiento del capitán, no era el hombre roto por el abandono, ni el padre sobreprotector, ni el hijo cuya familia le recordaba constantemente su fracaso. Era simplemente un piloto, dueño de su destino y de la máquina que lo llevaba.

—Aproximación final a Linate, señor —anunció el copiloto, un hombre joven y eficiente que mantenía una respetuosa distancia profesional.

Adriano asintió, sus manos, fuertes y con cicatrices casi invisibles de un pasado menos pulido, se cerraron con firmeza sobre los mandos. Sus ojos, del color del ámbar y con una intensidad que podía ser tanto fascinante como aterradora, escanearon los instrumentos. A los 31 años, su rostro era un mapa de triunfo y amargura. Líneas marcadas alrededor de la boca, no de sonrisas, sino de apretar la mandíbula. Una frente surcada por la preocupación constante. Y un aura de autoridad impenetrable que hacía que hasta sus ejecutivos más experimentados se pusieran tensos en su presencia.

"De'Santis Holdings" no era solo una cadena hotelera; era un imperio. De Venecia a Tokio, de Nueva York a Dubái, sus hoteles eran sinónimo de lujo absoluto, de una excelencia implacable que él personalmente vigilaba. El trabajo era su refugio, su monasterio, su campo de batalla. Cada contrato firmado, cada hotel adquirido, cada competidor aplastado era un ladrillo más en el muro que construía alrededor de lo que quedaba de su corazón.

El aterrizaje fue tan suave como era de esperar, una maniobra perfecta. Mientras el jet rodaba por la pista, Adriano permitió que su mente, por un brevísimo instante, se desviara del protocolo. Hoy era viernes. Y los viernes significaban una cosa: Aurora.

La ira y la tensión que siempre llevaba en los hombros parecieron suavizarse levemente. Aurora. Su única razón. Su único amor verdadero.

Dos horas después, su chofer lo dejaba en la entrada de su penthouse en Milán, una obra maestra de diseño minimalista y cristal, con vistas panorámicas de la ciudad que parecían pintadas. El interior era frío, impecable, más parecido a la suite presidencial de uno de sus hoteles que a un hogar. Le faltaba el desorden, el calor, la vida.

—Signore Adriano!  —la voz cálida y llena de alivio de Clara, la niñera de Aurora desde que era un bebé, lo recibió en el vestíbulo.

—Clara —asintió él, dejando su maletín de cuero sobre una consola—. ¿Dónde está?

—En su habitación, *signore*. Terminó sus deberes hace rato. Está… esperándolo.

Adriano no necesitó más. Sus pasos, rápidos y decididos, resonaron en el suelo de mármol pulido. La puerta del dormitorio de Aurora estaba entreabierta. Empujó suavemente.

La habitación era un oasis de color en medio del gris y blanco de la residencia. Dibujos de arcoíris, animales y una casa con tres figuras (papá, Aurora y Clara) colgaban de las paredes. Y allí, sentada en la alfombra, concentradísima en armar un puzzle de un castillo de Disney, estaba su hija.

Aurora, de cinco años, era su viva imagen. Tenía su mismo cabello oscuro y rebelde, sus mismos ojos ámbar, pero donde los de él eran duros y escrutadores, los de ella eran enormes, luminosos y llenos de una curiosidad sin mancha. Al verlo, su carita se iluminó.

—¡Papá!

Se levantó de un salto y corrió hacia él. Adriano se agachó, abriendo los brazos, y la levantó en el aire como si fuera una pluma. La apretó contra su pecho, enterrando la nariz en su suave cabello. El olor a champú de fresa y a niña pequeña era el único perfume que podía penetrar su armadura.

—*Principessa mía* —murmuró, y por un raro instante, su voz perdió su aspereza habitual—. ¿Cómo estuvo tu día?

—¡Aburrido! —declaró ella, rodeando su cuello con sus bracitos—. Clara no me deja ver más de una hora de dibujos. Y extrañaba que me leyeras un cuento.

—Esta noche te leo dos —prometió, llevándola de vuelta hacia el puzzle—. ¿Qué estás construyendo?

—El castillo de la Cenicienta. Donde el príncipe la rescata y son felices para siempre —dijo Aurora, con una fe absoluta en la fórmula del cuento de hadas.

Una punzada, aguda y familiar, atravesó el pecho de Adriano. *Felices para siempre*. Tres palabras que para él eran una mentira peligrosa, un veneno disfrazado de promesa.

—Los príncipes no siempre rescatan a las princesas, *cucciola* —dijo, suavemente, sentándose en la alfombra junto a ella, su traje carísimo arrugándose sin importarle—. A veces, las princesas tienen que ser fuertes por sí mismas

Aurora lo miró, confundida. —¿Como la Reina Elsa?

—Exacto. Como la Reina Elsa —asintió él, encontrando un paralelo inesperado en el mundo animado.

Mientras ayudaba a su hija a encontrar la pieza correcta para la torre del homenaje, su mente, contra su voluntad, retrocedió en el tiempo. No al castillo de Cenicienta, sino a su propia y fallida versión de un cuento de hadas.

Todo había comenzado con la luz cegadora del amor juvenil. A los 22, Adriano era heredero de una fortuna, sí, pero también era un romántico. En un viaje a París, conoció a Sofia Moreau. Era artista, libre, con una sonrisa que desarmaba todas sus defensas. Él, acostumbrado a que lo buscaran por su apellido, se encontró por primera vez con alguien que parecía quererlo a él, Adriano, el hombre. O eso creyó.

A los 24, Sofia quedó embarazada. Para Adriano, no fue una tragedia, sino un regalo. Se casaron en una ceremonia íntima en la costa de Amalfi. Él veía un futuro de familia, de risas, de construir algo juntos que fuera más valioso que cualquier hotel.

Aurora nació, y Adriano sintió un amor tan feroz y protector que lo asustó. Se sumergió en su papel de padre con una devoción absoluta. Pero Sofia… Sofia empezó a cambiar. La responsabilidad de ser madre y esposa a los 25 años se le hizo una cadena. Los llantos de la bebé la exasperaban. Las demandas de la vida conyugal la aburrían. Soñaba con su estudio en Montmartre, con las fiestas hasta el amanecer, con la libertad que, según ella, le había sido arrebatada.

Adriano, ciego de amor, no quiso ver las señales. Atribuyó su distanciamiento al cansancio, le compró un estudio en Milán, contrató a la mejor niñera. Intentó, desesperadamente, encajar el molde de su esposa en la vida que él les ofrecía.

La noche de su primer cumpleaños, Aurora tuvo una fiebre alta. Adriano estaba en una reunión crucial en Nueva York. Sofia estaba a cargo. Al llegar, en el primer vuelo posible, encontró a su hija sudorosa y llorando en su cuna, y a Sofia… ausente. Había salido con unas "amigas". Esa fue la gota que colmó el vaso. La discusión fue monumental, llena de reproches acumulados.

—¡No soporto esta vida! ¡No soy tu empleada! ¡Eres aburrido, Adriano, solo piensas en trabajo y en esta niña! —le gritó Sofia, con los ojos inyectados en sangre.

—¿"Esta niña"? ¡Es tu hija! —rugió él, con un dolor que le desgarró el alma.

Al día siguiente, Sofia se fue. No con unas amigas, sino con un galerista español con el que llevaba meses teniendo una aventura. Se fue sin dejar una nota para Aurora. Sin mirar atrás. Como si su hija de un año fuera solo un error de juventud del que deseaba desentenderse.

El abandono fue una explosión que destrozó a Adriano por dentro. La persona en quien había depositado toda su fe, su amor, su futuro, lo había despreciado y, lo que era peor, había despreciado a su propia hija. La amargura se instaló en él como un huésped permanente. El romántico de 22 años murió esa noche, y en su lugar nació el cínico que no creía en "esas chorradas del amor o los compromisos".

Se refugió en el trabajo con una ferocidad que asustaba a sus competidores. Cada hotel nuevo era un muro más alto. Cada éxito empresarial era un "¡ja!" silencioso dirigido a la mujer que lo había considerado "aburrido". Pero nada llenaba el vacío que Sofia había dejado, excepto Aurora.

—Papá, ¿estás triste?

La vocecita de Aurora lo sacó de su amargo viaje mental. Ella estaba mirándolo con esos ojos que parecían verlo todo.

—No, *principessa* —mintió, forzando una sonrisa que no llegaba a sus ojos—. Solo estoy pensando.

—¿Pensando en la mamá?

La pregunta, inocente y directa, lo golpeó como un puño. Aurora sabía que tenía una madre, por las fotos que Clara le mostraba a escondidas, por las preguntas que hacían los otros niños en el parque. Adriano siempre respondía con una evasiva. "Tu mamá se fue a un viaje muy largo".

—A veces —admitió, con la garganta extrañamente seca.

—La nonna dice que necesitas una nueva mamá para mí —continuó Aurora, jugando con una pieza del puzzle—. Dice que estás solo.

Adriano apretó la mandíbula. Sus padres, Bianca y Luigi, y su hermana, Giulia, eran una fuente constante de "preocupación" bienintencionada que se sentía como un acoso. Cenas con hijas de amigos, "encontronazos casuales" en el club de yates, constantes recordatorios de que "la vida sigue" y que "Aurora necesita una figura materna". Él se resistía con uñas y dientes. Su vida, tal cual era, le parecía suficiente. Tenía a su hija, tenía su imperio. No necesitaba el caos, la vulnerabilidad, la potencial traición que venía con abrir su corazón a otra mujer.

—La nonna se preocupa demasiado —dijo, con un tono final—. Tú y yo estamos bien así, ¿verdad? Somos un buen equipo.

—El mejor equipo —asintió Aurora, sonriendo, y volvió a su puzzle, satisfecha.

Más tarde, después de leerle dos cuentos (ninguno sobre príncipes rescatando princesas) y arroparla, Adriano se quedó de pie en la puerta, observándola dormir. Su pequeña respiración era el sonido más pacífico del mundo. Ella era su único amor, su única verdad.

Se dirigió a su estudio, una habitación vasta y oscura con una sola pared de cristal que daba a las luces de Milán. Se sirvió un whisky, solo, sin hielo. El silencio del penthouse era absoluto, opresivo. En ese momento, su teléfono vibró. Era un mensaje de su hermana Giulia: "Cena familiar el domingo. He invitado a la hija de los Conti, es encantadora. ¡No faltes!".

Suspiró, bebió un trago largo. El mundo no se cansaba de intentar meterle una mujer en la vida. Lo que ellos no entendían, lo que él jamás permitiría, era que nadie volviera a tener el poder de herirlo así. Y mucho menos, de herir a Aurora.

El fantasma de Sofia, pálido y burlón, merodeaba por cada rincón de esa casa perfecta y vacía. Y Adriano había jurado, sobre los frágiles hombros de su hija dormida, que ningún otro fantasma ocuparía jamás ese lugar. El riesgo era demasiado alto. El precio, una vez pagado, había sido casi mortal.

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