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Capítulo 3 La Propuesta Desesperada

La lluvia fina de Milán empañaba los ventanales del "Caffè Biffi", un establecimiento históricamente elegante en la Galleria Vittorio Emanuele II. Adriano prefería estas reuniones en territorio neutral, lejos de la opresiva formalidad de su oficina y lejos del santuario de su hogar. Desde su mesa, podía observar el ir y venir de turistas y empresarios bajo la majestuosa cúpula de cristal, un recordatorio constante del espectáculo que era la vida pública, tan diferente de su privada y vigilada existencia.

Llegó puntual, como siempre. Llevaba un traje hecho a medida de un azul marino tan oscuro que casi parecía negro, sin corbata, la camisa blanca abierta en el cuello. Era su uniforme de batalla. Su postura, erguida y un tanto rígida, transmitía una impenetrabilidad que hacía que los camareros se acercaran con una mezcla de reverencia y cautela.

No tuvo que esperar. Víctor Devereux apareció en la entrada, sacudiendo con nerviosismo un paraguas empapado. A diferencia de Adriano, Víctor lucía acorralado. Su traje, aunque caro, parecía quedarle holgado, como si las preocupaciones le hubieran robado peso. Sus ojos, de un azul desvaído, escanearon el local con ansiedad hasta que se posaron en Adriano. Una sonrisa tensa, más una mueca que un gesto de genuina cordialidad, se dibujó en su rostro mientras se acercaba.

—Adriano, mi querido amigo —saludó, extendiendo una mano sudorosa que Adriano estrechó con un breve y firme contacto—. Agradezco mucho que me hayas concedido este tiempo.

—Víctor —asintió Adriano, sin ofrecer más. Señaló la silla frente a él—. Siéntate. ¿Café?

—Whisky. Necesito un whisky —rectificó Víctor, hundiéndose en el asiento de terciopelo.

Adriano no inmutó el rostro, pero interiormente elevó una ceja. A las once de la mañana, un whisky era la bandera roja de un hombre al borde del precipicio. Hizo una seña casi imperceptible al camarero y pidió dos. No porque lo deseara, sino porque no quería que el otro bebiera solo. Era una táctica, hacer que el adversario se sintiera en confianza, en deuda.

—Tu último informe trimestral fue impresionante —comenzó Victor, forcejeando por encontrar un hilo de conversación—. La expansión en Asia es… formidable.

—Los números son públicos, Victor —lo interrumpió Adriano, su voz un susurro grave que cortaba como el cristal—. No has volado desde Nueva York para halagar mi portfolio. Dime qué te trae aquí. Tengo una junta en una hora.

El directo y frío abordaje hizo palidecer a Victor. El camarero llegó con los whiskys, proporcionando un breve respiro. Victor bebió un largo trago, casi la mitad del vaso, antes de enfrentar la mirada de ámbar que lo escrutaba sin piedad.

—Muy bien, Adriano. Seré directo —dijo, jugueteando con la base del vaso—. Mi cadena hotelera… "The Oasis Group"… está al borde del colapso.

Adriano permaneció en silencio, sin mostrar sorpresa. Ya lo sabía. Su equipo de inteligencia empresarial le había entregado un dossier completo. Malas inversiones, deudas acumuladas, propiedades infravaloradas. Victor había sido un pésimo administrador, confiando en el nombre y el prestigio heredados mientras el mundo moderno del mundo hotelero lo dejaba atrás.

— Siento escuchar eso —mintió Adriano, con una cortesía vacía.

—No es solo eso —Victor bajó la voz, inclinándose sobre la mesa—. Son las deudas. Son… astronómicas. Sin una inyección de capital masiva, y un respaldo sólido, perderé todo. Todo lo que mi familia construyó durante tres generaciones.

—De nuevo, mis condolencias —repitió Adriano, tomando un sorbito mínimo de su whisky—. Pero el mundo de los negocios es despiadado. No soy una organización benéfica, Victor.

—¡Lo sé! —exclamó Victor, con un destello de desesperación—. Y no estoy pidiendo caridad. Te estoy… proponiendo una fusión.

Esta vez, Adriano sí mostró un leve interés. Cruzó los brazos sobre el pecho. —¿Una fusión? Tu empresa vale menos que la deuda que arrastra. No es una fusión, es un salvamento. Y no veo qué gano yo con ello, más que un montón de problemas y propiedades que necesitarían una renovación total.

—No es solo… las propiedades —Victor tragó saliva, su mirada evasiva—. Es… una alianza. Algo más sólido. Algo que una los nombres Devereux y De'Santis de una manera que ningún contrato comercial pueda igualar.

El aire a su alrededor pareció espesarse. Adriano lo observó, fríamente, esperando. Sabía hacia dónde se dirigía esto. Lo había visto venir desde el momento en que Victor solicitó la reunión.

Victor, al no recibir una respuesta, se lanzó al vacío. —Mi hija —dijo, la palabra saliendo como un susurro ronco—. Mi hija, Alexandra.

Adriano no se inmutó. Permaneció como una estatua, sus ojos fijos en el hombre que estaba, esencialmente, ofreciendo a su propia hija como moneda de cambio.

—Es joven, tiene 21 años —continuó Victor, hablando rápido, como si las palabras le quemaran—. Es… dócil, educada. No da problemas. Sería una esposa discreta. Una buena madre para tu Aurora. He oído… he oído que buscas estabilidad para ella.

El silencio que siguió fue tan denso que Victor pudo haberlo cortado con un cuchillo. Adriano lo estudió, desde sus sienes sudorosas hasta sus dedos temblorosos. Un asco profundo, frío, se agitó en su estómago. Había conocido a hombres sin escrúpulos, pero un padre que vendía a su hija con tan poca ceremonia era una nueva hoja en su libro.

—Me estás ofreciendo… comprar a tu hija —declaró Adriano, su voz carente de toda emoción, como si estuviera comentando el clima.

—¡No! No es eso —se defendió Victor, ruborizándose—. Es una unión estratégica. Tú obtienes una esposa que no te causará problemas, una figura materna para tu hija, y el respaldo del nombre Devereux en América, aunque esté… deslucido. Yo obtengo tu respaldo financiero, tu nombre para calmar a mis acreedores, y la seguridad de que mi hija estará… bien cuidada.

"Bien cuidada". Como si fuera un animal de raza. Adriano bebió otro sorbo de whisky, permitiendo que el líquido ardiente le diera tiempo para procesar. La propuesta era grotesca. Cínica. Y, sin embargo, una parte de su mente, la parte que calculaba riesgos y beneficios con la frialdad de una supercomputadora, comenzó a sopesarla.

Una esposa por contrato. Una transacción limpia, sin las complicaciones emocionales del amor o el romance. Una mujer "dócil" que no exigiría nada de él, excepto quizás un estatus. Y a cambio, obtenía una puerta de entrada más suave al mercado americano y la satisfacción de absorber los restos de un competidor venido a menos. Era, en esencia, el tipo de acuerdo que su yo amargado y desconfiado podía apreciar.

—¿Y ella qué dice? —preguntó Adriano, más por curiosidad morbosa que por genuina preocupación—. ¿Tu hija está de acuerdo con ser… vendida? — Victor se agitó incómodo.

—Alexandra… entiende las responsabilidades de la familia. Hará lo que sea necesario. Siempre ha sido así.

La respuesta, evasiva y poco convincente, le dijo a Adriano todo lo que necesitaba saber. La chica era una prisionera, igual que él. Una moneda de cambio en el juego de su padre. Un fantasma diferente al de Sofia, pero un fantasma al fin.

Se quedó en silencio, mirando por la ventana la lluvia que ahora caía con más fuerza. Vio el reflejo de su propio rostro, duro e impasible, y más allá, el rostro demacrado y desesperado de Victor. Dos hombres atrapados, uno por su orgullo herido y el otro por su codicia y fracaso.

—No creo en el amor, Victor —dijo Adriano, finalmente, girando su mirada de ámbar hacia el hombre—. Lo considero una falacia, una debilidad que nubla el juicio.

Victor asintió con vehemencia, como si esa fuera la mejor noticia que había escuchado.

—¡Exacto! Esto no tiene nada que ver con eso. Es un negocio.

—Entonces, tratémoslo como tal —concluyó Adriano, su decisión tomada—. No habrá cortejo, ni pretendientes, ni tonterías sentimentales. Si esto procede, será a través de un contrato. Un contrato prenupcial con condiciones muy específicas. — El alivio que inundó el rostro de Victor fue tan palpable que casi se podía tocar.

—¡Por supuesto! Lo que tú digas.

—El matrimonio tendría una duración inicial de cinco años —continuó Adriano, enumerando los puntos con los dedos—. Durante ese tiempo, ella actuará como mi esposa en público. Será una compañera discreta y una madre ejemplar para mi hija. A cambio, yo inyectaré el capital necesario para salvar tu empresa y la administraré bajo el paraguas de De'Santis Holdings. Tu nombre se salvará de la bancarrota, pero tú quedarás fuera de la operación. Serás una figura decorativa.

Cada condición era una pastilla amarga, pero Victor las tragó todas con una sonrisa de agradecimiento.

—Sí, sí. Entendido.

—Y hay una condición más —añadió Adriano, su voz gélida—. Ella debe firmar el contrato. Debe entender completamente a lo que se enfrenta. Si se niega, el trato se cancela.

—No se negará —aseguró Victor, con una confianza que sonaba falsa—. Te lo garantizo.

Adriano asintió lentamente. Se levantó, dejando su whisky casi intacto. La reunión había terminado.

—Haz que tus abogados se pongan en contacto con los míos. Ellos redactarán el borrador. No quiero verte de nuevo hasta que todo esté listo para la firma.

Sin ofrecer otra palabra ni un apretón de manos, Adriano se dio la vuelta y salió del café, dejando a un Victor Devereux aliviado y, al mismo tiempo, devastado por el costo de su salvación.

Mientras caminaba bajo la lluvia hacia su coche que esperaba, Adriano no sentía triunfo, solo un vacío familiar. Había aceptado la propuesta no por lujuria, o por deseo de compañía, sino porque encajaba perfectamente en su visión distorsionada del mundo. Las personas eran activos o pasivos, peones en un tablero de ajedrez. Alexandra Devereux era ahora un activo que adquiría, con un valor y una función claramente definidos.

Pero en lo más profundo de su cinismo, una pequeña y persistente curiosidad comenzó a brotar. ¿Quién era esta mujer que se dejaba vender tan fácilmente? ¿Era tan dócil y sumisa como su padre afirmaba? O, como Sofia había demostrado tan dolorosamente, las apariencias engañaban. Y si esta Alexandra resultaba ser otra farsante, otra cazafortunas con una máscara de inocencia, entonces él se encargaría personalmente de hacerle pagar el precio por intentar engañar a un león.

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