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Capítulo 6 El Encuentro

La sala de juntas del bufete de abogados "Lorenzo & Asociados" era un espacio diseñado para intimidar. Paredes revestidas de roble oscuro, una mesa de ébano pulido que parecía una pista de aterrizaje para moscas, y retratos de juristas barbudos del siglo XIX que juzgaban con mirada severa desde sus marcos dorados. El aire olía a cuero caro, a café recién hecho y a un silencio tan profundo que el zumbido del sistema de ventilación sonaba como un trueno.

Alexandra se sentía como un pajarillo arrojado a una jaula de leones. Se había puesto el vestido más sencillo y elegante que poseía, de lana color beige, con unas líneas limpias que no pedían disculpas por su falta de ostentación. Sentada en una silla gigantesca de cuero, se aferraba al brazo con una mano, mientras la otra reposaba sobre su bolso, como si fuera la única ancla a la realidad. Frente a ella, en el otro extremo de la mesa, sus padres parecían dos estatuas de la ansiedad. Victor, sudando a pesar del aire acondicionado, y Amelia, con una sonrisa tensa y fija que no llegaba a sus ojos.

La puerta se abrió y todos se pusieron en pie de un salto, como si un general hubiera entrado en la sala. Adriano De'Santis lo hizo sin hacer ruido. No era un hombre que necesitara anunciar su presencia con estruendo; su aura lo hacía por él.

Alexandra contuvo el aliento.

Él era… más de lo que había imaginado. Las fotos en blanco y negro de las revistas de negocios no le hacían justicia. No era simplemente guapo; era *intenso*. Más alto de lo que esperaba, con los hombros anchos que llenaban el marco de su traje italiano de un gris oscuro casi negro. Su rostro era una obra de ángulos afilados y líneas duras: pómulos marcados, mandíbula fuerte y apretada, y una biena delgada y expresiva que parecía predispuesta al desdén. Pero eran sus ojos los que la paralizaron. Del color del ámbar, cálidos en teoría, pero en la práctica, fríos como el hielo y penetrantes como un láser. Escudriñaron la sala en un instante, pasando por encima de sus padres como si fueran muebles, y se clavaron en ella.

Alexandra sintió que ese mirar le recorría cada centímetro, evaluando, midiendo, juzgando. Una oleada de calor, mezcla de vergüenza, indignación y algo más que se negó a identificar, le subió por el cuello hasta teñir sus mejillas de un rosa pálido. Bajó la mirada, incapaz de sostenerla por más de un segundo.

—Señor De'Santis —farfulló Victor, adelantándose con la mano extendida—. Un honor.

Adriano ignoró la mano y se dirigió directamente a la cabecera de la mesa, ocupando el trono natural que parecía haber sido diseñado para él.

—Victor. Amelia —los saludó con una inclinación de cabeza casi imperceptible. Su voz era tan profunda y grave como Alexandra había temido, una vibración que se le instaló en el pecho.

Luego, sus ojos volvieron a ella. —Señorita Devereux.

—Señor De'Santis —logró articular, forzándose a alzar la vista de nuevo. Su voz le sonó ridículamente suave y juvenil en comparación con la de él.

Él no sonrió. No asintió. Simplemente se sentó, y todos los demás, después de un titubeo incómodo, hicieron lo mismo.

—Lorenzo nos hará un resumen —anunció Adriano, y el abogado, un hombre de mediana edad con gafas de carey y una expresión impasible, comenzó a hablar.

Alexandra apenas podía concentrarse en las palabras. "Cláusulas", "compensaciones", "obligaciones contractuales". Todo sonaba a una transacción de ganado de alta gama. Pero su atención estaba fija en el hombre sentado al frente. Podía sentir la energía que emanaba de él, una fuerza centrípeta que atraía todo el oxígeno de la habitación hacia su persona. Era rudo, sí. Todo en él gritaba "mantente alejado". Desde la forma en que cruzó los brazos sobre su ancho pecho, hasta la manera en que sus dedos largos y fuertes tamborileaban con impaciencia sobre la mesa.

Sin embargo, y para su propia consternación, no podía negar el impacto físico de su presencia. Había una crudeza masculina en él, una potencia latente que era, a pesar de su evidente hostilidad, innegablemente atractiva. Era como admirar un volcán: sabías que era peligroso, que podía destruirte, pero no podías evitar sentirte hipnotizado por su poder primitivo.

—...y en lo que respecta a la interacción física —decía Lorenzo, y Alexandra volvió bruscamente a la realidad, sintiendo que se ruborizaba de nuevo—, el contrato estipula dormitorios separados y no requiere consumación.

La humillación fue un fuego que le quemó la cara. Discutir eso, aquí, delante de sus padres y de este hombre que la miraba como a un espécimen, era tan vejatorio que le picaron los ojos. Agachó la cabeza, mirando fijamente sus propias manos entrelazadas, blancas por la presión.

—Eso no será un problema —oyó la voz gélida de Adriano.

Alzó la vista, desafiante por primera vez. Sus ojos se encontraron con los de él, y esta vez no apartó la mirada. En la profundidad del ámbar, creyó ver un destello de algo… ¿curiosidad? ¿Desdén? No podía distinguirlo.

—Para ninguno de los dos —añadió él, y la frase sonó como una confirmación de su más absoluta indiferencia hacia ella como mujer.

El abogado terminó su exposición. Se hizo un silencio pesado.

—¿Alguna pregunta, Alexandra? —preguntó su madre con un tono de urgencia, como rogándole que no arruinara todo.

Ella respiró hondo. Tenía mil. ¿Por qué aceptaba esto? ¿Era un monstruo? ¿Qué le había hecho su ex esposa para dejarlo así? Pero todas esas preguntas se atascaron en su garganta. En su lugar, surgió la única que realmente le importaba, la última línea de defensa de su identidad.

—El contrato dice que debo cesar mis estudios —dijo, dirigiéndose a Adriano, no al abogado. Su voz tembló ligeramente, pero se mantuvo firme—. Es mi única condición. Quiero… necesito terminar mi carrera. Historia del Arte. Solo me queda un año.

Victor hizo un ruido de disgusto.

 —Alexandra, esto no es el momento…

Pero Adriano alzó una mano, silenciándolo. Su mirada se intensificó sobre ella, como si la estuviera viendo por primera vez. No como un accesorio, sino como una persona que hacía una petición.

—¿Para qué? —preguntó, con genuina curiosidad, como si le hubiera pedido permiso para ir a la luna.

—Para ser curadora —respondió ella, sosteniendo su mirada a pesar de que le temblaban las piernas bajo la mesa—. Es… lo que siempre he querido.

Él observó su rostro, la determinación que brillaba a través del miedo en sus ojos avellana. Vio la sinceridad allí, una chispa de pasión que no encajaba con la imagen de la cazafortunas dócil y sumisa que su padre había pintado.

Por un instante, solo un instante, algo se suavizó en la dureza de su expresión. No fue amabilidad, sino quizás… un reconocimiento tácito. Un destello de que había algo más en ella.

—Muy bien —concedió, con la misma frialdad con la que habría aprobado una cláusula menor—. Puedes terminar. Pero tu prioridad será Aurora. Cualquier conflicto se resolverá a su favor.

No era un "sí" entusiasta. Era una concesión calculada, un hueso arrojado a un perro para que se calmara. Pero para Alexandra, fue una victoria. Pequeña, insignificante para él, pero para ella era el último jirón de su sueño.

—Gracias —susurró.

Adriano asintió, una vez, y luego desvió la mirada, despidiéndola de su esfera de interés. El momento había pasado. La frágil conexión se había roto.

La reunión terminó poco después. Mientras sus padres susurraban con Lorenzo, Adriano se puso de pie y se acercó a la ventana, dándole la espalda a todos, incluyéndola a ella. Era claro que su parte en el espectáculo había concluido.

Alexandra se quedó sentada, observando su espalda ancha y rígida. El corazón le latía con fuerza. Lo encontraba desagradablemente atractivo y aterradoramente frío. Había visto un atisbo de algo en sus ojos, pero había desaparecido tan rápido como había llegado.

Él era un león, como decían los rumores. Y ella acababa de ser arrojada a su jaula. Pero mientras salía de la sala, tambaleándose por la tormenta de emociones, un solo pensamiento la sostenía: había conseguido salvar un pedazo de sí misma. Y tal vez, solo tal vez, ese pedazo fuera suficiente para sobrevivir a los próximos cinco años en la guarida del león.

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