Un año había pasado desde el nacimiento de Alessandro. Un año de noches largas y días lentos, de pequeños pasos y grandes silencios que ya no dolían, sino que sanaban. El palacio ya no era una fortaleza de mármol, sino un hogar. Las risas de Aurora y los gorjeos de Alessandro llenaban cada rincón, y el amor, ese sentimiento que una vez fue una herida abierta, se había transformado en un tejido cicatrizado, fuerte y resiliente.
Fue Aurora, con la sabiduría simple de los niños, quien plantó la semilla.
—En la escuela, la mamá de Luca se volvió a casar con su papá —comentó una noche en la cena, jugando con su pasta—. Se pusieron muy guapos y dijeron otra vez que se querían. ¿Ustedes no quieren volver a casarse?
Alexandra y Adriano se miraron por encima de la mesa. No fue una mirada incómoda, sino una de entendimiento. La idea, una vez dicha en voz alta, resonó con una verdad profunda.
Fue Adriano quien, unas semanas después, se arrodilló no con un anillo, sino con un simple pergamino ata