La capilla privada, ubicada en una finca de la familia De'Santis a las afueras de Milán, era pequeña, antigua y bellísima. La luz del atardecer se filtraba a través de los vitrales góticos, proyectando manchas de color rubí, zafiro y esmeralda sobre las piedras centenarias. Había flores, orquídeas blancas y lirios de un costoso albino, dispuestas con una perfección impersonal. Todo era impecable, lujoso y tan frío como una tumba.
No había invitados, solo los testigos indispensables: los padres de Adriano, Bianca y Luigi, sentados con rostros entre preocupados y resignados; Victor y Amelia Devereux, rígidos y con sonrisas forzadas; y Lorenzo, el abogado, como testigo oficial. Victoria brillaba por su ausencia. Un "dolor de cabeza repentino", según Amelia. Todos sabían que era la rabia la que la mantenía alejada.
Alexandra esperaba en un pequeño antecoro, observando a través de una rendija la escena principal. Llevaba un vestido sencillo de seda color marfil, sin bordados ni pedrerías.