La esposa del Ceo Paralítico

La esposa del Ceo Paralítico ES

Romance
Última actualización: 2025-05-28
Marnie  Recién actualizado
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Resumen
Índice

Lisseth Lancaster nunca imaginó que casarse con Alejandro Montenegro sería el inicio de su peor pesadilla. Lo conoció roto, en una silla de ruedas, con una mirada que ocultaba cicatrices más profundas que su cuerpo. Él la enamoró con palabras suaves, con promesas envueltas en ternura… pero todo fue una mentira. Un plan perfectamente calculado. Porque Alejandro no buscaba amor. Buscaba poder. La necesitaba. No a ella, sino a su apellido. Su herencia. Su empresa. Todo lo que lo acercara a arrebatarle a su tío el control de la dinastía Montenegro. Para Alejandro, Lisseth era una ficha en su tablero. Y lo peor de todo es que ella firmó su condena sin saberlo. Pero el juego se complica cuando las emociones que ninguno esperaba comienzan a despertar. Lisseth, marcada por un pasado de abusos y desprecios, descubre que Alejandro no solo es su verdugo… también es prisionero de sus propios fantasmas. Y cuando los secretos de su madre muerta y la verdad detrás del accidente que destruyó a la familia Montenegro salen a la luz, todo se desmorona.....

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Capítulo 1

1.Huida

Lisseth avanzó en silencio por los pasillos oscuros de la mansión, con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho. Sostenía con una mano temblorosa el pequeño bulto de ropa y con la otra, una vieja fotografía de su madre, desgastada por el tiempo y el dolor. Cada paso era un riesgo, cada crujido del suelo una amenaza. Su esposo cruzó por su mente quien estaba atrapado en su silla de ruedas , pero eso no lo hacía menos peligroso. Aun sin moverse, su sombra la perseguía, su voz seguía retumbando en su mente como un eco cruel.

Cuando por fin cruzó la puerta principal, el aire frío de la noche le golpeó el rostro, pero no la hizo sentir libre. Sus ojos, grandes y apagados, mostraban el vacío de quien ha sufrido demasiado en silencio. En su pecho, la tristeza pesaba como una piedra, y el miedo le oprimía el alma. Temía que él la encontrara, que volviera a atraparla. La desesperación la impulsaba a seguir, pero los recuerdos... esos la herían con cada paso: las noches de gritos, el dolor escondido tras una sonrisa obligada, y el anhelo de una madre que ya no estaba para protegerla.

Desde pequeña, Lisseth había aprendido a guardar las lágrimas muy dentro de sí, como si llorar fuera un pecado que nadie debía ver. Había crecido en un ambiente donde cada gesto de ternura era una rareza y cada día se sentía como una lucha para seguir respirando. Y aun así, respiraba… aunque doliera. A veces sentía que el aire le cortaba el pecho como si tragara cristales rotos, y los recuerdos venían de golpe, como un castigo que no terminaba nunca.

A los doce años, con la inocencia de una niña que soñaba con un futuro diferente, se atrevió a pedirle a su padre que la dejara estudiar. No quería lujos, solo libros, solo aprender. Pero su voz fue un disparo en medio del silencio, y la respuesta fue un estallido de platos contra la pared. Él giró con furia y, sin pensarlo, le cruzó el rostro con una bofetada tan fuerte que le dejó el alma temblando.

—¡Basura ingrata! —le gritó con los ojos llenos de un odio que ella jamás entendió—. ¡Tú solo sirves para callar y obedecer!

Desde entonces, Lisseth guardó silencio. Aprendió a caminar en puntillas, a no preguntar, a esconder sus sueños. Pero esas palabras, y esa mirada que la hizo sentirse menos que nada, nunca se fueron. Le ardían en el pecho como si aún estuvieran frescas.

Por eso escapaba ahora. Porque sabía que, si se quedaba, le esperaba el mismo destino, el mismo infierno… solo que con otro nombre. Alejandro.

Él no alzaba  la mano para golpearla como su padre, pero sus palabras eran igual de cortantes. Lo recordó tan claramente como si hubiese pasado ayer: su rostro frío como el hielo, sus labios apenas moviéndose después de firmar los papeles del matrimonio y con el pesado vestido de novia puesto .

—No eres mi esposa —dijo con desprecio—. Eres sólo un trámite.

No hubo beso. No hubo promesa. Solo una sentencia.

Y estaba Renata. Su madrastra. Una mujer que la miraba como si le diera asco, que encontraba placer en lastimarla, no con golpes, sino con palabras que dolían más. Una vez, acercándose a su oído, le dijo con una sonrisa venenosa:

—Hasta tu madre supo morirse a tiempo.

Era cruel. Cada vez que recordaba esa frase, algo dentro de Lisseth se rompía. Porque su madre era su única luz, y hasta eso se lo habían arrebatado.

Aún podía oír los gritos de Renata cuando era niña, gritos que se le quedaron clavados en la memoria, como un eco que no se apagaba nunca:

—Maldita mocosa, jamás debiste haber nacido.

Cada palabra fue una herida que no sangró por fuera, pero le marcó por dentro. Cada noche, el anillo de compromiso en su dedo le recordaba que no  era un  símbolo de amor sino una cadena. No brillaba: apretaba, dolía, recordaba lo que estaba perdiendo… o lo que nunca tuvo.

Si no huía ahora, si no se alejaba de esa vida, su futuro sería como un ataúd de seda: bonito por fuera, vacío por dentro, y sellado con el escudo Montenegro, como una jaula de la que nunca podría escapar.

La lluvia empezó a caer sin aviso, como si el cielo también se hubiera roto por dentro. Fría, repentina, como una advertencia. Lisseth ya había salido de la mansión. Sus pasos eran torpes por la desesperación, por el peso del bulto que cargaba y del miedo que sentía. Pero no se detuvo. Iba a correr. A escapar. A respirar, aunque fuera por primera vez en su vida.

Pero justo al llegar al asfalto, sus pies tropezaron con algo duro. Una sombra la esperaba.

La silla de ruedas de Alejandro estaba ahí, en medio del camino, como una trampa. Y él, con el rostro empapado y los ojos inyectados de furia, la miraba como si fuera un enemigo que acababa de traicionarlo.

Con una fuerza que parecía imposible para su estado, él estiró la mano y la sujetó del suéter con rabia.

—¡Lisseth! —gruñó, con la voz llena de dolor y furia.

Ella intentó soltarse, pero él la aferraba como si su vida dependiera de ello. El corazón de Lisseth latía desbocado. El sonido de la lluvia sobre el suelo se mezclaba con el eco de su respiración agitada.

—¡No voy a seguir atada a ti! —gritó ella, con la voz rota—. ¡No más, Alejandro! ¡No más!

Pero él no se detuvo. Sus ojos oscuros brillaban con locura.

—¡Tú no tienes escapatoria! —rugió—. ¡Tu destino está conmigo, hasta que yo diga lo contrario!

Ella forcejeó, y logró soltarse. Dio dos pasos atrás, respirando agitada, sintiendo el agua recorrerle el rostro como si el cielo llorara con ella. Sus pies  pisaban el asfalto mojado, pero no le importaba. Nada le importaba más que alejarse.

Entonces, algo inesperado sucedió.

Alejandro, con un grito gutural, se lanzó al pavimento. Su cuerpo cayó con fuerza, la silla de ruedas quedó atrás, y sus manos, desesperadas, lograron sujetarla del tobillo.

—¡No te vas a ir! —gritó desde el suelo, con una mezcla de rabia y dolor que estremecía—. ¿Crees que solo tú sabes lo que es estar atrapada?

No era amor lo que brillaba en sus ojos, sino el pánico de perder aquello que creía suyo.

Lisseth se congeló. La lluvia caía con más fuerza, oscureciendo el mundo a su alrededor. El viento soplaba con violencia, y el frío le calaba hasta los huesos. Pero nada dolía tanto como esa escena. Alejandro estaba en el suelo, empapado, sucio, mirándola con ojos que no suplicaban… exigían.

Ella intentó zafarse de su agarre, temblando, con el corazón en un hilo. Pero él no la soltaba. La atrapaba no solo con su mano, sino con todo lo que ella había intentado dejar atrás: el miedo, el control, la culpa, los años de silencio……

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