Lisseth Lancaster nunca imaginó que casarse con Alejandro Montenegro sería el inicio de su peor pesadilla. Lo conoció roto, en una silla de ruedas, con una mirada que ocultaba cicatrices más profundas que su cuerpo. Él la enamoró con palabras suaves, con promesas envueltas en ternura… pero todo fue una mentira. Un plan perfectamente calculado. Porque Alejandro no buscaba amor. Buscaba poder. La necesitaba. No a ella, sino a su apellido. Su herencia. Su empresa. Todo lo que lo acercara a arrebatarle a su tío el control de la dinastía Montenegro. Para Alejandro, Lisseth era una ficha en su tablero. Y lo peor de todo es que ella firmó su condena sin saberlo. Pero el juego se complica cuando las emociones que ninguno esperaba comienzan a despertar. Lisseth, marcada por un pasado de abusos y desprecios, descubre que Alejandro no solo es su verdugo… también es prisionero de sus propios fantasmas. Y cuando los secretos de su madre muerta y la verdad detrás del accidente que destruyó a la familia Montenegro salen a la luz, todo se desmorona.....
Leer másLisseth avanzó en silencio por los pasillos oscuros de la mansión, con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho. Sostenía con una mano temblorosa el pequeño bulto de ropa y con la otra, una vieja fotografía de su madre, desgastada por el tiempo y el dolor. Cada paso era un riesgo, cada crujido del suelo una amenaza. Su esposo cruzó por su mente quien estaba atrapado en su silla de ruedas , pero eso no lo hacía menos peligroso. Aun sin moverse, su sombra la perseguía, su voz seguía retumbando en su mente como un eco cruel.
Cuando por fin cruzó la puerta principal, el aire frío de la noche le golpeó el rostro, pero no la hizo sentir libre. Sus ojos, grandes y apagados, mostraban el vacío de quien ha sufrido demasiado en silencio. En su pecho, la tristeza pesaba como una piedra, y el miedo le oprimía el alma. Temía que él la encontrara, que volviera a atraparla. La desesperación la impulsaba a seguir, pero los recuerdos... esos la herían con cada paso: las noches de gritos, el dolor escondido tras una sonrisa obligada, y el anhelo de una madre que ya no estaba para protegerla. Desde pequeña, Lisseth había aprendido a guardar las lágrimas muy dentro de sí, como si llorar fuera un pecado que nadie debía ver. Había crecido en un ambiente donde cada gesto de ternura era una rareza y cada día se sentía como una lucha para seguir respirando. Y aun así, respiraba… aunque doliera. A veces sentía que el aire le cortaba el pecho como si tragara cristales rotos, y los recuerdos venían de golpe, como un castigo que no terminaba nunca. A los doce años, con la inocencia de una niña que soñaba con un futuro diferente, se atrevió a pedirle a su padre que la dejara estudiar. No quería lujos, solo libros, solo aprender. Pero su voz fue un disparo en medio del silencio, y la respuesta fue un estallido de platos contra la pared. Él giró con furia y, sin pensarlo, le cruzó el rostro con una bofetada tan fuerte que le dejó el alma temblando. —¡Basura ingrata! —le gritó con los ojos llenos de un odio que ella jamás entendió—. ¡Tú solo sirves para callar y obedecer! Desde entonces, Lisseth guardó silencio. Aprendió a caminar en puntillas, a no preguntar, a esconder sus sueños. Pero esas palabras, y esa mirada que la hizo sentirse menos que nada, nunca se fueron. Le ardían en el pecho como si aún estuvieran frescas. Por eso escapaba ahora. Porque sabía que, si se quedaba, le esperaba el mismo destino, el mismo infierno… solo que con otro nombre. Alejandro. Él no alzaba la mano para golpearla como su padre, pero sus palabras eran igual de cortantes. Lo recordó tan claramente como si hubiese pasado ayer: su rostro frío como el hielo, sus labios apenas moviéndose después de firmar los papeles del matrimonio y con el pesado vestido de novia puesto . —No eres mi esposa —dijo con desprecio—. Eres sólo un trámite. No hubo beso. No hubo promesa. Solo una sentencia. Y estaba Renata. Su madrastra. Una mujer que la miraba como si le diera asco, que encontraba placer en lastimarla, no con golpes, sino con palabras que dolían más. Una vez, acercándose a su oído, le dijo con una sonrisa venenosa: —Hasta tu madre supo morirse a tiempo. Era cruel. Cada vez que recordaba esa frase, algo dentro de Lisseth se rompía. Porque su madre era su única luz, y hasta eso se lo habían arrebatado. Aún podía oír los gritos de Renata cuando era niña, gritos que se le quedaron clavados en la memoria, como un eco que no se apagaba nunca: —Maldita mocosa, jamás debiste haber nacido. Cada palabra fue una herida que no sangró por fuera, pero le marcó por dentro. Cada noche, el anillo de compromiso en su dedo le recordaba que no era un símbolo de amor sino una cadena. No brillaba: apretaba, dolía, recordaba lo que estaba perdiendo… o lo que nunca tuvo. Si no huía ahora, si no se alejaba de esa vida, su futuro sería como un ataúd de seda: bonito por fuera, vacío por dentro, y sellado con el escudo Montenegro, como una jaula de la que nunca podría escapar. La lluvia empezó a caer sin aviso, como si el cielo también se hubiera roto por dentro. Fría, repentina, como una advertencia. Lisseth ya había salido de la mansión. Sus pasos eran torpes por la desesperación, por el peso del bulto que cargaba y del miedo que sentía. Pero no se detuvo. Iba a correr. A escapar. A respirar, aunque fuera por primera vez en su vida. Pero justo al llegar al asfalto, sus pies tropezaron con algo duro. Una sombra la esperaba. La silla de ruedas de Alejandro estaba ahí, en medio del camino, como una trampa. Y él, con el rostro empapado y los ojos inyectados de furia, la miraba como si fuera un enemigo que acababa de traicionarlo. Con una fuerza que parecía imposible para su estado, él estiró la mano y la sujetó del suéter con rabia. —¡Lisseth! —gruñó, con la voz llena de dolor y furia. Ella intentó soltarse, pero él la aferraba como si su vida dependiera de ello. El corazón de Lisseth latía desbocado. El sonido de la lluvia sobre el suelo se mezclaba con el eco de su respiración agitada. —¡No voy a seguir atada a ti! —gritó ella, con la voz rota—. ¡No más, Alejandro! ¡No más! Pero él no se detuvo. Sus ojos oscuros brillaban con locura. —¡Tú no tienes escapatoria! —rugió—. ¡Tu destino está conmigo, hasta que yo diga lo contrario! Ella forcejeó, y logró soltarse. Dio dos pasos atrás, respirando agitada, sintiendo el agua recorrerle el rostro como si el cielo llorara con ella. Sus pies pisaban el asfalto mojado, pero no le importaba. Nada le importaba más que alejarse. Entonces, algo inesperado sucedió. Alejandro, con un grito gutural, se lanzó al pavimento. Su cuerpo cayó con fuerza, la silla de ruedas quedó atrás, y sus manos, desesperadas, lograron sujetarla del tobillo. —¡No te vas a ir! —gritó desde el suelo, con una mezcla de rabia y dolor que estremecía—. ¿Crees que solo tú sabes lo que es estar atrapada? No era amor lo que brillaba en sus ojos, sino el pánico de perder aquello que creía suyo. Lisseth se congeló. La lluvia caía con más fuerza, oscureciendo el mundo a su alrededor. El viento soplaba con violencia, y el frío le calaba hasta los huesos. Pero nada dolía tanto como esa escena. Alejandro estaba en el suelo, empapado, sucio, mirándola con ojos que no suplicaban… exigían. Ella intentó zafarse de su agarre, temblando, con el corazón en un hilo. Pero él no la soltaba. La atrapaba no solo con su mano, sino con todo lo que ella había intentado dejar atrás: el miedo, el control, la culpa, los años de silencio……Esa noche no pude dormir.Daba vueltas en la cama, una y otra vez, mirando el techo oscuro de la habitación como si las sombras que se deslizaban por las paredes pudieran darme respuestas. Pero no había respuestas. Solo más preguntas. Las palabras de Alejandro seguían golpeando mi mente como un eco lejano que se hacía cada vez más fuerte : Hay algo más que debes descubrir Lisseth.Tenía que haber una razón por la que él dijo eso… una intención detrás de su mirada cuando lo pronunció. ¿Por qué ahora? ¿Por qué después de todo este tiempo? Algo se movía por dentro de mí, como una alarma silenciosa que no podía ignorar.Tenía un mal presentimiento. Algo me decía que lo que fuera que estuviera oculto… no solo cambiaría lo que sabía de Alejandro, sino también lo que sabía de mí misma.Me senté en la cama, con el corazón acelerado, la boca seca. No podía quedarme así, sin hacer nada. Tenía que averiguar qué me estaba ocultando. Qué era eso que parecía saber y que yo no.Miré el reloj. Las do
Al día siguiente desperté con el cuerpo entumecido y la mente nublada. No reconocí la habitación de inmediato. Tardé unos segundos en recordar lo que había pasado. Después del último enfrentamiento, Alejandro no volvió a mirarme, ni siquiera cruzamos palabra. Solo me llevaron a este cuarto, sin explicaciones, pero, intuía que ya no me quería cerca de él . Y eso dolía como el demonio. Al bajar al comedor . El desayuno estaba servido como siempre, pero no probé bocado. El aroma del pan recién hecho me revolvió el estómago. Me quedé de pie al lado de la mesa, sintiéndome fuera de lugar. Fue entonces cuando lo vi. Alejandro apareció en el marco de la puerta, vestido impecablemente, como siempre, pero había algo en su mirada que no había visto antes. Estaba sereno, frío… calculador. No había rastro del hombre que, en algún momento, llegó a tocarme con ternura. Sus ojos me recorrieron con una calma que me hizo estremecer.—Esta noche hay una reunión familiar —dijo con voz seca—. Es muy im
—¿Por qué te quedas callado? —exigió —. Dímelo de una vez, ¿a qué te refieres con todo eso?La miré, respirando con dificultad. Las palabras se enredaban en mi garganta, y aunque ardían por salir, sabía que aún no era el momento de decirle toda la verdad. —No es nada. Duérmete ya —murmuré, como si esas palabras fueran suficientes para apagar el incendio que acababa de provocar.Pero no lo fueron.Una almohada voló por el aire, impactando contra mi espalda. Me giré con furia, los ojos como cuchillas, pero no dije nada. No porque no quisiera, sino porque algo en su mirada me paralizó. No era miedo. Era rabia. Dolor. Una súplica disfrazada de furia.—¡No me vengas con que no es nada, Alejandro! —gritó Lisseth, avanzando hasta quedar frente a mí—. ¿A qué te referías con eso de que la muerte de mi madre no fue un accidente ?No respondí. Mis labios permanecieron sellados como si su voz no me alcanzara. Pero por dentro, cada palabra suya era un golpe seco.Entonces lo hizo.Con una determi
Alejandro Montenegro El asfalto estaba frío. La lluvia me calaba hasta los huesos, pero no me importaba. Desde el suelo, empapado y con el cuerpo temblando por el esfuerzo, solo podía mirarla.Lisseth.Ella estaba allí, a solo unos pasos de mí. Su pecho subía y bajaba con fuerza, la respiración agitada por el miedo, la furia… o quizá la tristeza. Durante un segundo —uno tan corto y tan largo a la vez— nuestras miradas se encontraron. Y entonces lo vi. Lo supe. El debate en sus ojos.Quería huir. Quería ser libre. Pero algo dentro de ella la frenaba. Tal vez fue la culpa. La vi agacharse. Con las manos temblorosas, recogió la pequeña bolsa de ropa. Su mirada volvió a la mía por un momento. Sus ojos brillaban por la lluvia… o por las lágrimas que no dejaba caer.Y entonces lo hizo.Dio media vuelta y caminó hacia la mansión.No dijo nada. No gritó. Solo caminó de regreso, con pasos lentos, pesados. Como si cada uno le costara la vida. La vi entrar y desaparecer detrás de esa puerta qu
Lisseth avanzó en silencio por los pasillos oscuros de la mansión, con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho. Sostenía con una mano temblorosa el pequeño bulto de ropa y con la otra, una vieja fotografía de su madre, desgastada por el tiempo y el dolor. Cada paso era un riesgo, cada crujido del suelo una amenaza. Su esposo cruzó por su mente quien estaba atrapado en su silla de ruedas , pero eso no lo hacía menos peligroso. Aun sin moverse, su sombra la perseguía, su voz seguía retumbando en su mente como un eco cruel.Cuando por fin cruzó la puerta principal, el aire frío de la noche le golpeó el rostro, pero no la hizo sentir libre. Sus ojos, grandes y apagados, mostraban el vacío de quien ha sufrido demasiado en silencio. En su pecho, la tristeza pesaba como una piedra, y el miedo le oprimía el alma. Temía que él la encontrara, que volviera a atraparla. La desesperación la impulsaba a seguir, pero los recuerdos... esos la herían con cada paso: las noches de gritos, el dolor
Último capítulo