Esa noche no pude dormir.
Daba vueltas en la cama, una y otra vez, mirando el techo oscuro de la habitación como si las sombras que se deslizaban por las paredes pudieran darme respuestas. Pero no había respuestas. Solo más preguntas. Las palabras de Alejandro seguían golpeando mi mente como un eco lejano que se hacía cada vez más fuerte : Hay algo más que debes descubrir Lisseth. Tenía que haber una razón por la que él dijo eso… una intención detrás de su mirada cuando lo pronunció. ¿Por qué ahora? ¿Por qué después de todo este tiempo? Algo se movía por dentro de mí, como una alarma silenciosa que no podía ignorar. Tenía un mal presentimiento. Algo me decía que lo que fuera que estuviera oculto… no solo cambiaría lo que sabía de Alejandro, sino también lo que sabía de mí misma. Me senté en la cama, con el corazón acelerado, la boca seca. No podía quedarme así, sin hacer nada. Tenía que averiguar qué me estaba ocultando. Qué era eso que parecía saber y que yo no. Miré el reloj. Las dos de la madrugada. La casa estaba en completo silencio, como si todos los secretos que albergaba durmieran también. Me puse una bata y caminé en puntillas hasta la puerta. La abrí con cuidado, intentando no hacer ruido. El pasillo estaba oscuro, apenas iluminado por la tenue luz de emergencia que venía desde el vestíbulo. El suelo crujía con suavidad bajo mis pies descalzos, y cada paso era un latido más fuerte en mi pecho. Me dirigí hacia la oficina de Alejandro. Sabía que era un riesgo. Si me descubrían ahí dentro… no quería pensar en eso. Pero era más fuerte que yo. La puerta estaba cerrada, pero no con llave. Entré, cerrando con cuidado detrás de mí. El olor a cuero y papel viejo me envolvió de inmediato. Había una lámpara de escritorio que encendí, solo lo suficiente para ver sin despertar sospechas. Comencé a revisar los cajones. Uno por uno. Encontrando …. Documentos. Contratos. Papeles firmados por empresarios con apellidos pesados. Montenegro. Hernández. Valverde. Nombres que me resultaban desconocidos . Había carpetas marcadas con fechas de años atrás . Noticias recortadas. Fotografías amarillentas. Todo apuntaba a una red de empresas conectadas entre sí, muchas de ellas ahora cerradas o vendidas. Todo giraba alrededor de una sola familia: los Montenegro. Tragué saliva. Pero fue entonces que lo vi. Una carpeta más delgada, metida en la parte más profunda del último cajón. Sin nombre en la portada, sin etiquetas. Al abrirla, sentí como si la habitación entera se encogiera. Ahí estaba el nombre de mi madre. Isabella Lancaster . Una copia de una denuncia. Fechada muchos años atrás. Decía que había estado involucrada en una investigación relacionada con la empresa de mi padre… y con los Montenegro. Corrupción. Desvío de fondos. Encubrimiento. Pero lo más extraño era que la investigación no tenía un cierre. No había resolución. Solo una nota al margen, escrita a mano, donde alguien había escrito: “Caso suspendido por falta de pruebas. Mantener en confidencialidad.” Sentí un vértigo tan fuerte que tuve que apoyarme en el escritorio. Mi madre. ¿Qué tenía que ver ella con todo esto? ¿Por qué nunca me dijo nada? ¿Por qué ese expediente estaba en la oficina de Alejandro? Me llevé una mano al pecho, intentando calmar los latidos descontrolados de mi corazón. Nada tenía sentido. Hasta que lo decidí iba a enfrentar a Alejandro , una determinación surgió en mi y salí de la oficina dando un portazo Camine rápido, con los ojos llenos de rabia y el corazón latiendo tan fuerte que casi me dolía. Tenía los papeles en la mano y sentía que me quemaban. No podía quedarme callada. No después de lo que acababa de descubrir. Atravesé la casa en silencio. Cada rincón me parecía oscuro, como si algo me siguiera. Pero no paré. No me importaba si alguien me veía. Esta vez no. Esta vez tenía que enfrentarlo. Abrí la puerta de su habitación sin tocar. Él estaba ahí, sentado en su silla de ruedas, mirando por la ventana. La luz de la luna entraba y lo bañaba de un modo extraño. Se veía solo, frío. No se dio vuelta, pero sé que sintió que estaba ahí. Su cuerpo se tensó. —¿Qué haces aquí? —dijo con el ceño fruncido. No le contesté. Solo me acerqué y le tiré los papeles encima. —Dime qué significa esto —le dije con la voz temblando por la rabia. Él los miró. Su expresión cambió al instante. Luego alzó la voz. —¿Estuviste en mi oficina? ¿Con qué derecho? ¿Cómo te atreves, Lisseth? Gritaba como nunca antes lo había escuchado. Pero ya yo no tenía miedo. —Con el derecho de alguien que está cansada de que le mientan. ¡Quiero la verdad! ¡Estoy harta de vivir entre cosas escondidas! ¡Quiero saber qué pasó con mi madre! ¡Qué relación tenía con tu familia! ¡Por qué nadie me lo dijo! Alejandro guardó silencio. No dijo ni una palabra. Solo bajó la cabeza. No me miraba. —¡Dime algo! —grité—. ¡No te quedes callado! No pude aguantar más. Lo abofeteé. Mi mano temblaba, pero no me arrepentí. Y ahí fue cuando todo cambió. Él gritó. Como si algo dentro de él se rompiera. Y luego, se levantó. Sí, se levantó de su silla. Mis ojos se abrieron de golpe. Era alto. Fuerte. Su sombra me cubría por completo. Sentí miedo. Se acercó rápido y me agarró del brazo. Me jaló hacia él con fuerza. Yo forcejee. Me dolía el brazo, pero no me importaba. —¡Estoy harta! ¡Quiero irme de aquí! ¡No soporto más esta casa, tus secretos, tus gritos! ¡No quiero vivir así! —¿Tú crees que puedes irte así nada más? —me dijo, con los dientes apretados. —¡Tú ya no puedes irte! —gritó—. ¡Ya formas parte de esto! Lo miré, confundida. Y entonces lo dijo. Con los ojos llenos de algo que no entendía del todo. Ni rabia ni odio. Era otra cosa. Algo más triste. —Tú me perteneces, Lisseth. —… —Estarás atada a mí… hasta que yo lo decida. Lo dijo con la voz dura, pero no se sentía fuerte. Parecía herido. Roto. por primera vez, entendí algo. Él también estaba atrapado. En su vida. En sus decisiones. En todo eso que a mí me estaba destruyendo. Pero yo no quería seguir ahí. No quería terminar vacía como él. Y aunque no sabía cómo… Tenía que encontrar la forma de escapar. Antes de que su oscuridad me apagara por completo. —¡No me importa lo que digas! ¡Me voy, Alejandro! —grité, con el cuerpo temblando y las lágrimas a punto de salirse. Él aún me sujetaba el brazo con fuerza, pero yo no dejaba de forcejear. Sentía que si no salía de ahí, si no escapaba, iba a romperme en mil pedazos. Me dolía todo. El alma, el pecho, la garganta. No quería seguir en esa casa. No quería seguir a su lado. Entonces, sin decir nada, Alejandro me soltó. Dejó caer su mano, como si ya no tuviera fuerza para sostenerla. Sus ojos me miraron con algo raro… no era dolor. Era enojo . Dio unos pasos hacia atrás, y con dificultad, volvió a sentarse en su silla de ruedas. Su respiración era pesada. Pero no dijo nada. Solo fue hasta su mesa de noche y abrió el cajón. Yo me quedé de pie, sin moverme. Con el corazón latiendo como un tambor. Lo observaba con desconfianza, con rabia… y con miedo. Sacó unos papeles. Los mismos que firmamos el día de la boda. El famoso acuerdo matrimonial que yo apenas había leído. Porque confiaba en él. Porque pensé que era solo un trámite. Los dejó sobre la cama y buscó una hoja en especial. Me la tendió sin mirarme. —Léelo —murmuró, con la voz baja, pero firme. Me acerqué despacio. Tomé el papel con las manos temblorosas. Mis ojos se clavaron en la cláusula señalada. Las letras parecían bailar. Me costaba respirar. "En caso de disolución del matrimonio sin causa comprobada, la familia de la esposa perderá todo derecho de participación en la sociedad Montenegro. Además, cualquier intento de abandono podrá ser considerado como acto de mala fe, susceptible de revisión judicial bajo sospecha de fraude empresarial." Me quedé helada. —¿Qué… qué es esto? —susurré, sin poder alzar la voz. —¡Es una trampa! —le grité—. ¡Me hiciste firmar esto sin saber lo que escondía! Me dijiste que me amabas, Alejandro… me dijiste que todo esto era por nosotros. —Lo era… para ti. Para mí, era la única forma de asegurarte a mi lado. No podía creer lo que estaba escuchando. Sentía que me faltaba el aire. Mi estómago se encogió como si me hubieran dado un golpe. Volví a leer la cláusula, una y otra vez, esperando que fuera un error. —Si me voy… lo pierdo todo —dije, apenas en un hilo de voz. —Sí. —¿Y podrían demandarme ? ¿Ponerme en la cárcel? Él guardó silencio. Y fue ese silencio lo que más me dolió. Porque yo lo creí. Cuando me tomó de la mano en el altar, cuando me miró con esos ojos que ahora se sienten tan vacíos… Yo juré que me amaba. Pensé que el hombre frente a mí era alguien que me protegía. Que quería cuidarme. Pensé que era real. Y era mentira. Todo. Me caí de rodillas frente a la cama. El papel se me resbaló de las manos. Ya no veía bien por las lágrimas. —¿Por qué…? —murmuré, sin esperanzas—. ¿Por qué me hiciste esto? No tuve respuesta. Solo el eco de mi dolor. Y el sonido del papel cayendo al suelo. Ese contrato que me ató a una mentira. A un hombre que no me amó. Solo me usó. Como todos. Como siempre.