2. Un monstruo

Alejandro Montenegro 

El asfalto estaba frío. La lluvia me calaba hasta los huesos, pero no me importaba. Desde el suelo, empapado y con el cuerpo temblando por el esfuerzo, solo podía mirarla.

Lisseth.

Ella estaba allí, a solo unos pasos de mí. Su pecho subía y bajaba con fuerza, la respiración agitada por el miedo, la furia… o quizá la tristeza. Durante un segundo —uno tan corto y tan largo a la vez— nuestras miradas se encontraron. Y entonces lo vi. Lo supe. El debate en sus ojos.

Quería huir. Quería ser libre. Pero algo dentro de ella la frenaba. Tal vez fue la culpa. 

La vi agacharse. Con las manos temblorosas, recogió la pequeña bolsa de ropa. Su mirada volvió a la mía por un momento. Sus ojos brillaban por la lluvia… o por las lágrimas que no dejaba caer.

Y entonces lo hizo.

Dio media vuelta y caminó hacia la mansión.

No dijo nada. No gritó. Solo caminó de regreso, con pasos lentos, pesados. Como si cada uno le costara la vida. La vi entrar y desaparecer detrás de esa puerta que ambos odiábamos. Y con ella se llevó algo de mí.

Tragué saliva. Sentí el sabor del agua mezclado con mi propia rabia. Me arrastré hasta la silla de ruedas. Las manos me dolían, los brazos me ardían. No era fácil mover un cuerpo que ya no respondía como antes. Pero lo hice. Porque tenía que hacerlo.

Una vez en la silla, respiré hondo. Me tomé un segundo. No para calmarme. No para pensar. Solo… para no gritar.

Mis ruedas crujieron al girar sobre el pavimento mojado. Volví a la mansión. Entré por la misma puerta por la que ella acababa de desaparecer. El silencio del lugar me recibió como un viejo enemigo. Frío. Cortante.

Avancé por los pasillos dejando un rastro de agua detrás de mí. El cabello empapado me chorreaba sobre el rostro, pero no me molesté en secarlo. El cuerpo temblaba, pero no era por el frío. Era por ella. Por mí. Por todo lo que esto se estaba volviendo.

Mis manos se aferraban con fuerza a los brazos de la silla, y apreté la mandíbula. Quería gritar. Patear algo. Aunque ya no pudiera. Aunque mis piernas fueran solo un recuerdo. Pero no lo hice.

Me mantuve en silencio.

Frío.

Controlado.

Era lo que había aprendido a ser desde aquel maldito día. Desde que la silla de ruedas reemplazó mis pasos. Desde aquel accidente que me lo arrebató todo , Mi felicidad , mi dignidad , mis padres .

Recuerdo como el mundo se detuvo.

El chirrido de los frenos aún me perseguía en mis  sueños. Un sonido agudo, desesperado, que cortaba el aire como un grito que nadie podía evitar. Apenas tenía ocho años. Era solo un niño sentado en el asiento trasero, con su cinturón mal puesto y una risa a medio terminar. Recuerdo las voces de mis padres, hablando al frente. El canto suave de mi madre, los dedos de mi padre moviéndose sobre el volante al ritmo de una canción que ya he olvidado.

Y luego, todo cambió.

Un golpe. Un ruido seco. El crujir del metal. El mundo se volcó en un instante.

Los cuerpos de mis padres se estrellaron con fuerza contra el parabrisas. La sangre manchando el vidrio. Los gritos llenando el aire durante una fracción de segundo… y luego vino el silencio.

Oscuridad.

No recordaba  cómo me sacaron del auto. No recuerdo si alguien gritó mi nombre. Solo se que , cuando abrí los ojos, estaba en una cama de hospital, rodeado de paredes blancas que olían a desinfectante y a soledad. No sentía las piernas. Lo supe de inmediato. Las tocaba con mis  manos pequeñas, con los dedos temblorosos, pero no hubo respuesta. Nada. Era como si no me pertenecieran .

—¿Por qué no puedo moverme? —pregunte una y otra vez.

Nadie me respondía con la verdad.

Los doctores hablaban en voz baja, como si no quisieran que escuchara. Mis abuelos  me acariciaban la cabeza, decían que todo iba a estar bien. Pero sus ojos no mentían. Estaban llenos de pena. De lástima. De algo que no decían en voz alta.

Sabía que algo estaba mal. Algo más allá de mis  piernas inmóviles.

—¿Dónde están mamá y papá? —insistí .

El silencio fue más fuerte que cualquier respuesta.

La verdad cayó por su propio peso días después. Habían muerto. Los dos. En ese instante. En ese maldito accidente que me había dejado roto por dentro y por fuera.

No llore. No al principio. Me  quedé mirando el techo blanco, con la garganta seca y los puños apretados. Luego vinieron las noches sin dormir. El llanto ahogado en la almohada. La rabia. Una furia sin dirección. Gritó. Maldiciones. Quise morir.

El mundo seguía, pero yo ya no era el mismo. Mi alma, como mis piernas, había quedado atrapada en el accidente. Nada volvió a ser igual.

El dolor se volvió parte de mi .

 Como un golpe seco en el estómago, me vino otra verdad. Una más reciente. Una que no sangraba, pero dolía igual.

¿Por qué me casé con Lisseth?

La respuesta era simple. Y cruda.

La necesitaba.

No por amor. No por ternura. No porque su risa iluminara mis días ni su mirada me diera paz.

La necesitaba porque su apellido era la llave.

La puerta a lo que siempre había querido: poder.

Y su familia lo tenía . El respeto. Y sobre todo… la fortuna .  Desde que murió mi padre, mi tío  hizo todo para quedarse con el control de lo que me correspondía. Me miraba como si fuera débil, como si estar en una silla de ruedas me hiciera menos hombre, menos capaz. Pero yo aprendí a luchar en silencio. A construir estrategias cuando todos pensaban que ya estaba vencido.

Lisseth era parte de eso.

Un trato.

Su padre ahora estaba enfermo, su herencia ya casi escrita. Y su empresa… un diamante que solo necesitaba las manos correctas. Yo me aseguré de estar en el lugar indicado. Hice lo que tenía que hacer. Jugué el papel.

Y me casé con ella.

No fue difícil. Lisseth siempre buscó amor, buscó a alguien que la quisiera  Y yo… supe cómo fingir que la amaba  . Le ofrecí lo que quería escuchar, le di sonrisas a medias y promesas con doble filo. Me siento sucio por eso, no lo voy a negar. Pero en esta vida aprendí que la piedad es un lujo que los débiles se permiten. Yo no podía darme ese lujo. No cuando mi tío seguía respirando en mi nuca, esperando que yo fallara.

El matrimonio fue mi jugada más fuerte. Me abrí paso a la mesa donde se toman las decisiones, donde se mueve el dinero, donde se escribe el futuro.

Lisseth fue la llave, y yo la usé.

Y mientras lo hacía, me convencí de que todo valía la pena. Que el fin justificaba los medios. Que algún día, cuando estuviera en la cima, solo y libre, todo tendría sentido.

Pero ahora… ahora no estoy tan seguro.

Abrí la puerta de la habitación que compartimos en el primer piso. La madera crujió bajo mi mano, pero no fue el sonido lo que me detuvo. Fue la imagen frente a mí.

Lisseth estaba en el suelo.

Arrodillada, con los hombros temblando. Las lágrimas caían en silencio por su rostro, resbalando por sus mejillas como si su cuerpo ya no pudiera sostener tanto dolor. Sus ojos estaban enrojecidos, pero no por el cansancio. Era otra cosa. Era algo más profundo. Algo que quemaba desde adentro.

Y entonces me vio.

Alzó la mirada y me miró como si yo fuera el enemigo más cruel que había pisado su vida. Como si verme de pie ahí fuera otra herida. Otra traición.

Yo no dije nada.

Me quedé quieto en el marco de la puerta. Podría haber caminado hacia ella. Podría haberme agachado, haber intentado fingir consuelo, pero no lo hice. No me moví.

Vi cómo sus manos temblaban sobre su regazo, cómo se abrazaba a sí misma, como si buscara protegerse de algo .

Di un paso dentro de la habitación. Cerré la puerta detrás de mí, con calma. No porque no me doliera. Sino porque aprendí a no mostrar lo que siento. Porque mostrarlo es peligroso. Porque cuando lo hice… me destruyeron.

—Eres un monstruo —escupió, con una voz que no le conocía. Y esas palabras no eran un insulto. Eran una sentencia.

Y fue entonces cuando hablé.

Sin alzar la voz.

Sin gritar.

Solo dejé salir la verdad. La que nadie quería escuchar.

—No nací así, Lisseth. Me hicieron. Me construyeron pedazo a pedazo, con mentiras… y silencio.

Vi cómo parpadeaba. Cómo esa frase la desarmaba un poco, aunque intentara mantenerse fuerte.

—Era un niño —continué—. Y nadie vino por mí. Nadie me salvó. Perdí todo lo que amaba en un solo segundo. Y después… vinieron los años de oscuridad. De indiferencia. De aprender a tragarme las lágrimas para que no me vieran débil. Me enseñaron que el mundo no era un lugar seguro. Me enseñaron a endurecerme… a sobrevivir.

Tragué saliva, pero no desvié la mirada.

—Así que no, Lisseth. No soy un monstruo por gusto. Soy lo que la vida me obligó a ser. Y tú… tú solo apareciste cuando ya no me quedaba nada bueno dentro.

Ella negó con la cabeza, con más dolor que rabia esta vez. Como si aún esperara encontrar algo de luz en mí. Algo que no existía.

Yo la miraba y por dentro una parte de mí quería acercarse… pero la otra, la que ha vivido entre sombras, sabía que era demasiado tarde para redimirme. Sabía que entre nosotros ya había una herida que no cerraría.

Entonces bajé la mirada, respiré hondo y dejé que saliera lo que llevaba días mordiéndome por dentro.

—Tú también estás atrapada, Lisseth. Solo que aún no lo sabes.

Ella frunció el ceño. Por un instante, pareció olvidar su dolor para mirarme con verdadera confusión.

—¿Qué estás diciendo?

No respondí de inmediato. Me acerqué a la ventana de la habitación y aparté apenas un poco la cortina. Mientras observaba la lluvia caer a cántaros .

—Hay cosas que no te han contado —dije, con la voz baja, casi en un susurro—. Secretos que tu familia ha guardado .

—¿De qué estás hablando, Alejandro? —exigió, levantándose del suelo con torpeza, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano—. ¿Ahora vas a culpar a mi familia de todo esto?

Me giré para enfrentarla. Mi mirada se encontró con la suya. Vi su enojo, su confusión, su deseo de entender.

Y entonces solté la pregunta.

—¿Nunca te preguntaste por qué tu madre murió tan sorpresivamente?

Su rostro se congeló.

—Fue un accidente… —susurró, como si estuviera repitiendo una verdad aprendida.

—Eso es lo que te hicieron creer —murmuré, sin apartar los ojos de los suyos—. Pero en este mundo, Lisseth, nada es tan simple como parece.

Ella dio un paso hacia atrás, tambaleante, como si mis palabras hubieran abierto una grieta bajo sus pies……

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