4. Un secreto desgarrador
Al día siguiente desperté con el cuerpo entumecido y la mente nublada. No reconocí la habitación de inmediato. Tardé unos segundos en recordar lo que había pasado. Después del último enfrentamiento, Alejandro no volvió a mirarme, ni siquiera cruzamos palabra. Solo me llevaron a este cuarto, sin explicaciones, pero, intuía que ya no me quería cerca de él . Y eso dolía como el demonio.
Al bajar al comedor . El desayuno estaba servido como siempre, pero no probé bocado. El aroma del pan recién hecho me revolvió el estómago. Me quedé de pie al lado de la mesa, sintiéndome fuera de lugar.
Fue entonces cuando lo vi. Alejandro apareció en el marco de la puerta, vestido impecablemente, como siempre, pero había algo en su mirada que no había visto antes. Estaba sereno, frío… calculador. No había rastro del hombre que, en algún momento, llegó a tocarme con ternura. Sus ojos me recorrieron con una calma que me hizo estremecer.
—Esta noche hay una reunión familiar —dijo con voz seca—. Es muy importante. Me vas a acompañar.
Intenté decir algo, no sé exactamente qué. Tal vez preguntar de qué se trataba . Pero no me dio espacio. Dio media vuelta a su silla de ruedas y se fue, como si ya supiera que no me atrevería a negarme. Y quizá tenía razón.
Me quedé sola, viendo la puerta por donde se había ido. Sentí un nudo en el estómago, no solo por lo que pudiera pasar en esa “reunión”, sino por lo que él estaba planeando. Alejandro tenía ese aire de alguien que ya ha tomado una decisión. Y eso, viniendo de él, solo podía significar una cosa: algo se avecinaba, y no sería bueno.
(.......)
La noche llegó con una pesadez difícil de describir. Me cambié sin muchas ganas, eligiendo lo primero que encontré colgado en el armario: un vestido corto, color marfil, sencillo, sin adornos. Me puse unas zapatillas bajas y dejé mi cabello suelto, sin arreglarlo demasiado. No me sentía con ánimos de fingir, y mucho menos de impresionar a nadie. En el espejo, vi reflejada a una versión apagada de mí. Mis ojos no tenían brillo. Y mi rostro… parecía el de alguien que solo esperaba sobrevivir a lo que fuera que esta noche trajera consigo.
La sala donde se celebraba la reunión estaba al otro extremo de la mansión. Nunca había estado ahí. Las paredes eran altas, cubiertas por cortinas de terciopelo oscuro, y una lámpara de cristal colgaba en el centro del techo, bañando la habitación en una luz tenue, casi dorada. Todo lucía perfecto y elegante, pero el ambiente era helado, y el silencio se rompía solo por murmullos secos.
Apenas crucé el umbral, sentí todas las miradas sobre mí. Algunas eran frías, otras juzgaban sin pena, pero todas me hicieron sentir como si no perteneciera. Me enderecé lo mejor que pude, aunque por dentro solo quería desaparecer.
El primero en acercarse fue el tío de Alejandro. Su sonrisa fue amplia, educada, casi encantadora. Pero apenas lo tuve cerca, algo en mí se tensó. No sabría explicar por qué, pero cada vez que este hombre estaba cerca, algo en mi piel se erizaba. Era como si mi cuerpo supiera lo que mi mente aún no entendía. Detrás de esa sonrisa, se escondía un demonio.
—Qué gusto verte por aquí, Lisseth —me dijo, como si fuéramos viejos conocidos—. Te ves… adecuada.
Le asentí en silencio. No iba a darle nada más.
Caminé un poco más adentro. A un costado estaba el patriarca de la familia, Ricardo Montenegro, el abuelo de Alejandro. Era un hombre de mirada dura y espalda recta, incluso a su edad. A su lado, Zara Montenegro, la abuela, de ojos fríos como el acero. Me observaban con una mezcla de indiferencia y juicio. Luego vi a Sonia Carranza, la esposa del tío, que ni siquiera intentó ocultar el desdén en su rostro. Y por último, Ares, el hijo de ambos. Tendría la misma edad que Alejandro, pero su mirada… esa astucia oscura, esa forma de observarlo todo como si ya supiera lo que iba a pasar… era inquietante. Igual a su padre.
Nadie habló mucho. Todos esperaban algo.
Y entonces, las puertas se abrieron.
Alejandro apareció empujado por un guardia. Estaba en su habitual silla de ruedas, con una manta sobre las piernas. Lucía un poco pálido… y débil. Pero sus ojos… sus ojos no combinaban con el resto. Eran dos pozos de hielo, firmes, concentrados. No era el Alejandro que había visto en los últimos días. Era otro. Un Alejandro que calculaba cada segundo.
Todos lo miraron con la misma expresión: molestia. Como si su presencia fuera una carga. Solo su abuelo se levantó levemente en señal de respeto. Los demás apenas giraron el cuello.
Alejandro se colocó al centro, frente a todos, como si aquello fuera un juicio.
—Gracias a todos por venir —dijo con voz tranquila—. No esperaba tanto entusiasmo por verme en estas condiciones.
Una sonrisa burlona cruzó su rostro por un segundo. Yo me mantuve al margen, observando. No entendía qué estaba haciendo, pero su tono… no era casual.
—Estoy seguro de que algunos ya están pensando en qué día podrán ocupar mi lugar —continuó—. Pero esta noche no se trata de eso. Se trata de verdades.
El tío de Alejandro apretó la mandíbula. Sonia se cruzó de brazos. Ares no dejó de observarlo, casi divertido.
—¿Verdades? —bufó el tío—. Lo único que vemos es un niño jugando a hacerse el mártir. Siempre fuiste débil, Alejandro. Ahora, solo lo eres más.
Alejandro sonrió. Una sonrisa tranquila, como si eso fuera justo lo que esperaba oír.
—Interesante que digas eso —replicó—. Porque llevo mucho tiempo pensando en aquel accidente. El que cambió mi vida… y terminó con la de mis padres.
Un silencio se apoderó del lugar. La tensión se podía cortar con un cuchillo.
—Y me pregunté muchas veces —siguió—, quién podría haber tenido tanto que ganar con su muerte. Quién se quedó con negocios que no le pertenecían. Quién se benefició de mi ausencia… y de mi debilidad.
El tío se levantó de golpe.
—¡Estás insinuando que yo…!
—No insinúo nada —interrumpió Alejandro—. Lo sé.
Por un instante, el mundo se detuvo. Nadie respiró.
—Sé que estuviste detrás del accidente. Sé que tú decidiste que mis padres estorbaban. Y sé que tú quisiste que yo muriera también.
Su voz seguía calma. Demasiado calma.
El tío perdió el control. Gritó, lo insultó, intentó acercarse, pero Ricardo lo detuvo con una sola palabra. Sonia se tapó la boca, sorprendida. Y Ares… Ares solo sonrió, como si finalmente el juego hubiese comenzado.
Y ahí supe la verdad.
Alejandro había planeado todo esto. Cada palabra, cada gesto, cada silencio. No era una víctima.
Era el cazador. Y acababa de exponer a su presa.
Observé en silencio, con el corazón latiéndome en los oídos. Alejandro no era el hombre roto que había imaginado. No era frágil ni débil… era un jugador astuto, frío, calculador. Cada palabra, cada gesto, habían sido parte de un plan que solo él conocía. Y mientras veía cómo todos en esa sala comenzaban a tambalearse ante su control, entendí que lo había subestimado. Estaba atrapada en un juego mucho más grande de lo que jamás imaginé… y Alejandro era quien movía las piezas.
El tío de Alejandro se levantó de golpe, con el rostro rojo de ira.
—¡Te estás cavando tu propia tumba, Alejandro! —escupió las palabras con veneno antes de girarse con furia. Su esposa Sonia lo siguió sin decir palabra, aunque su mirada me atravesó como una daga. Ares, su hijo, lanzó una última mirada arrogante y se fue detrás de ellos con paso lento, como si estuviera decidiendo si odiarnos ahora o después.
Los abuelos de Alejandro también se levantaron. Zara, su abuela, caminó con dignidad contenida, sin mirarme, como si no existiera. Ricardo, en cambio, apoyó una mano firme en el hombro de Alejandro, susurrándole algo al oído antes de irse. No escuché las palabras, pero el leve asentimiento de Alejandro me dejó claro que era importante.
Y entonces, solo quedamos él y yo.
El silencio cayó como una manta pesada entre nosotros. Alejandro seguía en su silla de ruedas, con esa calma tensa que parecía envolverlo desde hacía días. Su rostro no mostraba emoción alguna; era una máscara. Inalterable. Imposible de leer.
—¿Por qué hiciste todo eso? —me atreví a preguntar, la voz más temblorosa de lo que quería admitir.
Él giró levemente la cabeza hacia mí. Sus ojos me miraron con una frialdad que me hizo encoger los hombros sin querer.
—Porque necesitaba que las piezas empezaran a moverse —respondió con ese tono bajo y calculador que se me estaba haciendo demasiado familiar.
Mi garganta se cerró. Pero aún así, junté valor. Quise preguntar lo que desde hace mucho rondaba en mi cabeza. La cruda verdad que temía. La que dolía.
—¿Te casaste conmigo solo por la empresa de mi padre? ¿Solo Por eso?
Él soltó una risa seca, vacía. Como si le hubiera preguntado algo obvio.
—Sí. Me casé contigo para asegurarme lo que me corresponde. Tu apellido era necesario. Eso fue todo.
Sentí que algo dentro de mí se rompía. No sé qué esperaba. Tal vez una mentira piadosa, una excusa, cualquier cosa que no fuera esa frialdad.
Todo el tiempo, yo había sido solo una pieza más en su juego. Una jugada más en su tablero de ajedrez. No alguien importante. No alguien especial, como me hizo creer al principio.
—¿Y ya está? —pregunté en un hilo de voz—. ¿Eso es todo lo que significo para ti?
Alejandro negó con la cabeza. Se inclinó un poco hacia adelante. Sus ojos me miraban como si guardaran un secreto que aún no podía revelar.
—No. Hay otra razón. Una mucho más importante… pero aún no es el momento para que la sepas.
Mis piernas temblaban. Cada palabra suya me dejaba más confundida, más vacía.
—¿Qué razón? —quise saber, aunque una parte de mí tenía miedo de la respuesta.
Él se acercó solo un poco. Sus ojos seguían fijos en los míos, y su voz bajó tanto que casi fue un susurro.
—Tu padre solo fue el primer paso, Lisseth. Hay algo más que debes descubrir.
Y con eso, me dio la espalda. Como si todo lo que acababa de decir no fuera nada.
Me quedé allí, sin poder moverme, con las manos frías y el corazón pesado. Algo me decía que esto solo era el comienzo… y que estaba dentro de un juego mucho más grande de lo que jamás imaginé.