3.Cicatrices

—¿Por qué te quedas callado? —exigió —. Dímelo de una vez, ¿a qué te refieres con todo eso?

La miré, respirando con dificultad. Las palabras se enredaban en mi garganta, y aunque ardían por salir, sabía que aún no era el momento de decirle toda la verdad.

 —No es nada. Duérmete ya —murmuré, como si esas palabras fueran suficientes para apagar el incendio que acababa de provocar.

Pero no lo fueron.

Una almohada voló por el aire, impactando contra mi espalda. Me giré con furia, los ojos como cuchillas, pero no dije nada. No porque no quisiera, sino porque algo en su mirada me paralizó. No era miedo. Era rabia. Dolor. Una súplica disfrazada de furia.

—¡No me vengas con que no es nada, Alejandro! —gritó Lisseth, avanzando hasta quedar frente a mí—. ¿A qué te referías con eso de que la muerte de mi madre no fue un accidente ?

No respondí. Mis labios permanecieron sellados como si su voz no me alcanzara. Pero por dentro, cada palabra suya era un golpe seco.

Entonces lo hizo.

Con una determinación que no había visto antes en ella, se quitó la ropa sin titubeos, como si yo no estuviera ahí, como si no le importara. No fue una provocación. Fue una declaración de guerra. Se deslizó bajo las sábanas sin mirarme y me dio la espalda, como si mi presencia le repugnara. Como si yo ya no existiera.

El silencio se hizo denso. Pero ella no iba a dejarlo así.

—No me trates como una estúpida —dijo, sin voltearse—. Si vas a usarme, al menos ten el valor de decírmelo a la cara. No me des migajas de lo que sientes, no me mires como si yo no valiera nada… y no te atrevas a decir que fue solo una jugada. Porque yo te creí, Alejandro.

La oscuridad de la habitación era rota solo por el tenue reflejo de la lluvia en la ventana. Yo la miraba, su espalda desnuda, su cuerpo temblando no de frío… sino de indignación.

Y por primera vez en mucho tiempo, sentí algo parecido a culpa.

Me acerqué despacio con la silla. Mis dedos rozaron el borde del colchón, como si el tacto pudiera salvar lo que las palabras no.

—Lisseth… —susurré, apenas audible.

Ella no se movió.

—Callate no quiero que me hables  —dijo con voz rota .

Mi pecho se tensó. Mis muros tambalearon. Y por primera vez, pensé en responder con la verdad.

Pero aún no estaba listo. Porque si lo decía… todo cambiaría. Y tal vez, solo tal vez, ya no habría vuelta atrás.

Suspiré con resignación . Con esfuerzo, me dejé caer sobre la cama, al lado de Lisseth. Cada movimiento dolía, como si mi cuerpo me estuviera pasando factura por todo lo que había callado, por todo lo que llevaba dentro. Solté un leve quejido, pero no dije nada. No quería preocuparla más de lo que ya estaba.

Cerré los ojos con fuerza, intentando apagar el caos que tenía en la mente. Sentía su mirada sobre mí, atenta, como si esperara que dijera algo, como si pudiera leerme incluso en silencio. Pero no podía hablar… no ahora. No tenía fuerzas para enfrentar mis propios demonios, mucho menos para ponerlos en palabras.

Mi respiración era pesada. Cada latido retumbaba en mis oídos. Y sin embargo, poco a poco, sentí cómo el cansancio me vencía. Mis músculos comenzaron a aflojarse, y el peso de todo lo que cargaba pareció disiparse, aunque fuera solo por un momento.

Me hundí en el colchón, en la oscuridad, y caí en un sueño profundo… quizás el único refugio que me quedaba.

(........)

Lisseth Lancaster 

La habitación estaba en penumbra, apenas iluminada por la tenue luz que se filtraba entre las cortinas. El aire se sentía espeso, cargado, como si flotaran en él secretos que no se atrevían a hablar. Alejandro yacía a mi lado, con el rostro empapado en sudor y el ceño fruncido, murmurando palabras que no lograba entender. Me quedé quieta, observándolo, con el corazón latiéndome en el pecho como si presintiera algo que no sabía explicar. Verlo así, tan vulnerable, me estremeció. No era el hombre fuerte y callado de siempre; parecía atrapado en una pesadilla de la que no podía salir, y yo no sabía cómo ayudarlo.

—Mamá… no me dejes… —balbuceó Alejandro, la voz quebrada, casi como la de un niño perdido.

Me quedé inmóvil, sin saber qué hacer. Su rostro seguía cubierto de sudor, sus manos se movían con torpeza entre las sábanas, como si buscara aferrarse a algo que ya no estaba. Sentí un nudo en el estómago. No era solo incomodidad… era algo más. Una mezcla de confusión y una punzada de tristeza que no esperaba. Ese no era el Alejandro que conocía. Por primera vez lo vi distinto, roto, y por un segundo se desmoronó la imagen fría y distante que siempre había proyectado. Detrás de esa dureza… había alguien más. Alguien herido. Alguien humano.

Me incliné despacio para taparlo con la sábana, intentando que no se agitara más. Estaba ardiendo, y su respiración seguía pesada. En el movimiento, su camiseta se deslizó un poco, dejando al descubierto parte de su torso. Me detuve.

Había cicatrices.

No una. Varias. Algunas finas, otras más gruesas, marcadas con una claridad que hablaba de tiempo… y de dolor. No eran recientes. Eran heridas viejas, profundas, mudas. Como si su cuerpo llevara historias que nunca dijo en voz alta.

Sentí un nudo en el estómago. Por un momento, el silencio llenó toda la habitación. Me quedé mirando, sin saber bien qué pensar. No dije nada. No podía. No era lástima… era algo distinto. Algo que me hacía verlo de otra manera. Por primera vez, no lo mire con odio . No lo perdoné, pero… lo entendí un poco más.

A la mañana siguiente , la luz  se filtraba entre las cortinas, suave y cálida, y por un momento me olvidé de dónde estaba. Luego lo recordé: la noche anterior, la fiebre, sus delirios, las cicatrices… Alejandro.

Lo escuché moverse antes de abrir los ojos. Cuando lo hice, lo vi despertar lentamente, confundido. Su mirada bajó a su torso descubierto, donde las cicatrices marcaban su piel como sombras del pasado. De pronto, un grito salió de su boca, tan lleno de furia y vergüenza que me estremeció.

—¡¿Qué hiciste?! —gritó, como si yo fuera culpable de algo imperdonable.

Me enderecé de golpe, el corazón latiéndome con fuerza.

—Estabas mal… tenías fiebre. Solo te cuidé —intenté explicarle con voz temblorosa.

Pero él no me escuchó.

—No tienes nada que hacer aquí —escupió con desprecio—. No eres nadie. ¡Lárgate de mi vista!

Sus palabras me golpearon más fuerte que cualquier grito. Me quedé quieta, en silencio, tragando la rabia, la herida, el desconcierto.

—Esta también es mi habitación —murmuré, apenas audible.

Pero él se incorporó con violencia, y su mirada me atravesó como una puñalada.

—¡Fuera!

No dije nada más. Di un paso atrás. Luego otro. Mis dedos tocaron la puerta antes de que mi mente pudiera reaccionar. Salí sin mirar atrás. No lloré. Pero algo dentro de mí se rompió. Y lo que más me desconcertó fue que, por primera vez… ya no lo odiaba del todo. Y eso me dolió más que cualquier insulto.

Me alejé de la habitación con el corazón apretado, sintiendo todavía el eco de sus gritos en mis oídos. Cada paso se sentía pesado, como si arrastrara algo invisible. Y entonces, sin querer, los recuerdos me golpearon como un viento frío.

Era la primera vez que había venido a la mansión Montenegro. Iba del brazo de mi padre, con su porte orgulloso, y mi madrastra a su lado, fingiendo sonrisas que no alcanzaban los ojos. Yo tenía un vestido elegante, y un anillo que brillaba como promesa en mi dedo. Alejandro estaba allí, frente a nosotros, en su silla de ruedas. Callado. Frágil. Pero incluso así, su mirada tenía fuego.

Recuerdo cómo lo miraron todos… como si fuera menos que nada. Su tío, un hombre de rostro duro, no se contuvo. Se inclinó hacia él con la voz cargada de veneno.

—Tus genes están rotos, Alejandro. Por eso terminarás igual que tu padre.

Nadie lo defendió. Ni él pudo hacerlo. Solo bajó la cabeza, con los puños cerrados sobre sus piernas inútiles. Yo había sentido lástima. Pero luego la enterré, como todo lo que no se debía sentir en esa casa.

Ahora entendía un poco más. No lo justificaba… pero esas palabras, esa humillación, seguían marcadas en su piel, igual que esas cicatrices.

Y aún así, me dolía cómo me había echado. Porque después de todo… yo también tenía grietas.

Al salir de la mansión me senté bajo el viejo roble al fondo del jardín, donde el viento apenas movía las hojas y el silencio se sentía más denso que nunca. Dejé que mi espalda descansara contra el tronco y cerré los ojos por un momento. Aún podía sentir el peso de su mirada furiosa, su voz clavándose como cuchillos… pero más fuerte que eso, recordaba sus cicatrices. No solo las de su piel. Las otras. Las que no se ven. Las que se arrastran por dentro.

Y entonces, lo entendí.

Yo no era la única atrapada en esa casa.

Él también era un prisionero. Encerrado en su propio pasado, en su odio, en las palabras que una vez lo hicieron sentir menos. En los gritos de su tío, en la mirada de desprecio de su familia, en esa maldita silla de ruedas de la que había salido, sí, pero no del todo.

Alejandro no era libre. Y tal vez… tal vez por eso intentaba arrebatarme la libertad a mí…

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