6. Castigo

Me levanté del suelo con las manos temblorosas y la vista nublada por las lágrimas que aún no me atrevía a soltar. Apreté el papel con fuerza entre los dedos, como si de alguna forma pudiera exprimirle el dolor que acababa de sembrar en mi pecho. Lo miré una última vez, pero las palabras ya no decían nada. Se habían vuelto cuchillas.

Entonces lo arrugué con rabia, con desesperación, y lo lancé al suelo con un golpe seco. Como quien lanza una herida imposible de cerrar.

Me di la vuelta sin mirarlo. No podía. No debía. Y salí de la habitación con la cabeza baja, sintiendo que algo dentro de mí se había roto sin remedio.

—¡Lisseth! —escuché su voz detrás de mí, quebrada, urgente.

Mis pasos se detuvieron, solo un segundo. Una parte de mí quiso voltear, pero otra —la más herida, la más rota— me empujó a seguir.

—Por favor… déjame explicarte…

Pero sus palabras quedaron atrapadas en el aire. Como tantas otras cosas que se dijeron tarde. Y yo seguí caminando. Porque si me quedaba un segundo más, me quebraba entera.

(.....)

Los días siguientes fueron un castigo silencioso.

Me encerré en mi habitación como si fuera un refugio… o una celda. Solo salía cuando el encierro me ahogaba, cuando sentía que el aire entre las paredes ya no alcanzaba. No lo buscaba. No quería verlo. Ni escuchar su voz. Ni siquiera su sombra. Me dolía todo. La verdad. La traición. La forma en que me eligió y me destruyó al mismo tiempo.

Lo evitaba. Como si su presencia pudiera deshacerme.

Y sin embargo… todo en esta casa me hablaba de él.

Pasaba las horas en la cama, mirando el techo. A veces lloraba. A veces no. A veces solo sentía ese hueco en el pecho que no se llenaba con nada. Dormía poco. Comía menos. Vivía apenas.

Y entonces, una noche, pasó algo extraño.

No fue algo planeado. No pensé en hacerlo. Fue solo… instinto.

Me levanté de la cama sin saber por qué. Caminé hacia la puerta de la habitación de Alejandro y la abrí con cuidado.

Me quedé quieta, sin atreverme a respirar. La puerta apenas entreabierta. Solo una rendija… y desde ahí, lo vi todo.

 Alejandro.

Estaba de pie, frente a su cama con las manos aferradas a las paredes . Su silla de ruedas estaba unos pasos detrás, olvidada, como si no la necesitara… o como si se negara a necesitarla. Daba un paso. Luego otro. Con esfuerzo. Con dolor. Con una voluntad que dolía ver. Se tambaleaba, pero no se rendía.

Vi el temblor de sus piernas, la tensión en sus brazos, el sudor en su frente.

Vi el desorden dentro de su habitación: ropa tirada, botellas vacías, una lámpara volcada.

Y sentí, como un golpe en el pecho, la soledad. La tristeza suspendida en el aire. Ese vacío que se podía tocar.

Y, por un segundo, mi rabia se contrajo en el pecho. Porque no lo estaba viendo como al hombre que me  que me rompió, que me calló.

Lo estaba viendo… como un hombre solo. Cansado. Destrozado.

Y dolía. Dios… cómo dolía.

Dolía verlo luchar por ponerse de pie.

Dolía verlo tan frágil, tan humano.

Dolía la contradicción que me desgarraba por dentro: el deseo de correr a sostenerlo… y la necesidad de seguir odiándolo.

Y me odié a mí misma por sentir compasión. Porque no quería. Porque no debía.

Y, aunque no dije una sola palabra… las lágrimas hablaron por mí.

 Me quedé allí,  mirando  esa lucha silenciosa que Alejandro libraba con su propio cuerpo.

Cada paso que daba parecía costarle el alma. El temblor de sus piernas era evidente, y sus manos se aferraban con desesperación a los bordes del mueble más cercano. Se negaba a caer, a rendirse, como si hacerlo lo destruyera más que el propio dolor físico.

Y entonces… sucedió.

Fue como si el mundo se hiciera más lento.

Lo vi perder el equilibrio.

Vi cómo una de sus piernas se doblaba con brusquedad, cómo sus dedos resbalaron por la orilla del mueble al que intentaba sostenerse.

Su cuerpo se ladeó. Trató de sujetarse, pero no alcanzó.

Y cayó.

El golpe fue seco. Un ruido sordo que me partió el corazón .

—¡No…! —Mi voz apenas salió, pero mi cuerpo ya había reaccionado.

Di un paso hacia afuera sin pensarlo, impulsada por algo que no comprendía.

El corazón me latía con fuerza, como si quisiera salirse del pecho. Las manos me temblaban. Mi primer impulso fue correr hacia él.

Ayudarlo. Levantarlo. Sostenerlo.

Pero me detuve.

Ahí  en el suelo estaba el , furioso, golpeando el piso con los puños cerrados.

Una y otra vez.

Los nudillos rojos, los dientes apretados, los ojos llenos de rabia y derrota.

No gritaba. No pedía ayuda. Solo descargaba su dolor contra el frío suelo, como si quisiera castigar algo más que su caída.

Y verlo así… me desarmó.

Seguía allí, de pie, sin moverme.

Tirada entre el odio y la compasión.

Entre las ganas de huir y la necesidad absurda de correr a él.

E hice esto último.

Corrí de vuelta hacia mi habitación, cerrando la puerta tras de mí. Me apoyé en ella, como si necesitara sostenerme de algo, y me dejé caer lentamente hasta quedar sentada en el suelo, con las rodillas dobladas contra el pecho.

Las lágrimas inundaron mis ojos sin que pudiera evitarlo.

No entendía por qué dolía tanto.

No entendía por qué, aún con todo el rencor que cargaba, me dolía verlo así.

Me tapé la boca con una mano, intentando ahogar el llanto.

Pero ya era tarde.

Todo dentro de mí se había roto

(......)

Al día siguiente, el silencio se volvió más denso.

Pasaban las horas y no escuché ni un solo ruido proveniente de su habitación. Ni el rechinar de la silla de ruedas . Nada.

No bajó a comer.

No pidió nada.

Y aunque intentaba convencerme de que no me importaba, había algo dentro de mí que no me dejaba tranquila.

Me senté al borde de mi cama con los brazos cruzados y la mirada fija en la puerta cerrada.

“No es tu problema”, me repetí una y otra vez.

Él se lo buscó.

Pero entonces recordé cómo lo vi ayer, tirado en el suelo, golpeando con furia como si eso fuera a devolverle el control de su vida.

Recordé sus ojos.

La rabia.

La soledad.

Y el nudo en mi pecho volvió a apretarse.

Me levanté casi sin pensarlo, como si mis pies se movieran por su cuenta, y caminé hasta la cocina. Tomé una bandeja, serví algo de comida, sin prestar demasiada atención a los detalles, solo por el simple impulso de hacer algo que calmara el torbellino que sentía por dentro.

Me quedé quieta un momento frente a la puerta de la cocina con la bandeja en las manos.

“¿Y si te la lanza en la cara? ¿Y si ni siquiera te abre?”

Pensé en dar la vuelta. En dejar la bandeja ahí y olvidarme de todo.

Pero mis pasos me llevaron por el pasillo, lentamente, como si cada paso fuera una pelea contra mí misma.

No entendía qué hacía.

No entendía por qué me preocupaba si todavía me dolía lo que había hecho.

Me detuve frente a su puerta.

Respiré hondo.

Y toqué con los nudillos, apenas un roce suave.

No quería verlo. No quería hablar. Solo dejar la bandeja allí y volver a esconderme en mi rincón.

Pero mi corazón latía demasiado fuerte.

Y por dentro, todo era un desastre.

Tomé el pomo de la puerta con cuidado.

Mi mano temblaba, no sabía si por nervios o por esa sensación de que algo no iba bien. Estaba a punto de girarlo cuando escuché su voz, al otro lado.

—No voy a hacerlo, Danrrique. No me provoques , no cogeré tus amenazas infeliz ... 

Me congelé.

Su tono era cortante, duro, como un cuchillo contra el metal.

Alejandro en ese instante .

Era una tormenta contenida que ahora rugía.

—¡ A ella déjala fuera de esto! —gritó de nuevo, y pude escuchar el golpe de algo cayendo.

Tragué saliva.

La conversación se detuvo de golpe. Silencio.

Y entonces, sin pensarlo más, empujé la puerta con suavidad.

Estaba sentado en la silla, los puños apretados, la mandíbula tensa. Su mirada se clavó en mí como un golpe seco en el estómago. Fría. Vacía.

Quise dar un paso atrás.

Pero me obligué a seguir.

Me acerqué, con la bandeja en las manos, y la voz temblorosa.

—Mira… te traje tu comida —dije, sin mirarlo directamente. No quería provocarlo. No quería más gritos.

Él se quedó en silencio por un segundo. Solo uno.

Y entonces, explotó.

—¿¡Quién te crees que eres!? —su voz fue como un disparo.

—¿Crees que soy un maldito perro al que debes alimentar? ¿¡Eso piensas!?

No tuve tiempo de reaccionar.

No tuve tiempo de decir nada.

De pronto, una de sus manos se estrelló contra la bandeja con toda su fuerza.

El metal golpeó mi brazo.

La sopa hirviendo se volcó, deslizándose por mis muñecas y cayendo en mi piel.

—¡Ah! —grité, soltando la bandeja que se estrelló contra el suelo con un estruendo.

El calor me quemaba.

La piel ardía.

La respiración se me fue.

Pero dolía más su voz.

Dolía más que todo.

Me quedé quieta, con las manos enrojecidas y el corazón destrozado.

Él respiraba agitado, los ojos desbordados de rabia, pero ni siquiera me miró.

Ni siquiera preguntó si me dolía.

Di dos pasos atrás, horrorizada, con un nudo en la garganta, con la respiración entrecortada.

La piel me ardía, pero dolía más el grito que aún retumbaba en mis oídos.

Dolía más su furia, su desprecio, el hecho de que ni siquiera me mirara después de lo que hizo.

Un par de lágrimas se deslizaron por mi rostro sin que pudiera detenerlas.

Giré sobre mis talones.

Corrí.

Corrí lejos de su habitación, lejos de él, lejos de todo.

Como si el suelo quemara igual que mis manos.

Como si al escapar pudiera arrancarme el dolor de la piel, y también del alma.

Me dirigía a mi habitación arrastrando los pies, con la cabeza hecha un caos. Cada palabra de Alejandro seguía retumbando en mi mente como una campana rota. 

El pasillo estaba en penumbra, con la única luz proveniente de una lámpara vieja al fondo. Pero me detuve de golpe al escuchar voces. Provenían de una sala cercana, una puerta entreabierta dejaba escapar trozos de una conversación que, al principio, no me interesó. Hasta que oí su nombre.

—Alejandro no puede sospechar nada aún —dijo una voz áspera, tensa.

Me acerqué, casi sin querer, pegándome a la pared. Mi corazón comenzó a latir más fuerte.

—Está más débil que nunca —continuó otro hombre, con voz de autoridad—. Si logramos ponerlo en evidencia  podremos quitarle lo poco que le queda de poder. 

—¿Y si Alejandro se entera de lo que hizo con los documentos de su padre?

Hubo un silencio pesado.

—Entonces esto se convierte en una guerra. Y tú sabes que él no perdona.

Sentí que el estómago se me encogía. Di un paso atrás, con las manos frías y los pensamientos nublados.

¿ De que Alejandro tenía que enterarse ? ¿Robando, manipulando documentos?

¿Estaban hablando de quitarle lo que le pertenecía por derecho?

¿Era esa la verdadera razón del matrimonio?

Me alejé sin hacer ruido .

Había juzgado a Alejandro demasiado rápido. Tal vez su frialdad no era más que una coraza. Tal vez no estaba luchando por ambición… sino por justicia.

Y si ese tío suyo era tan peligroso como parecía…

Quizás, aliarme con Alejandro no fuera tan absurdo. Fingir estar de su lado. Ser su esposa en apariencia. Ganarme su confianza.

Y mientras tanto, buscar lo que realmente me importa: la verdad sobre el pasado de mi madre…..

Alejandro Montenegro 

Cuando la  puerta se cerró de golpe. El sonido retumbó en mi cabeza como una sentencia.

Lisseth se había ido corriendo…

Pero lo que no se fue, lo que quedó grabado en mi mente como una maldita herida abierta, fue su mirada.

La forma en que me miró…

Horror.

Tristeza.

Dolor.

Todo junto, todo en sus ojos, como si yo fuera un monstruo y ella mi última víctima.

Y tal vez lo era. Tal vez siempre lo ha sido.

Sentí un nudo en el estómago. Uno pesado, asfixiante.

Miré mis manos. Las mismas con las que volqué esa bandeja como un maldito salvaje.

El rojo en su piel… el quejido ahogado… su paso atrás.

¡¿Qué demonios hice?!

Me incliné hacia adelante, apretando los dientes, cerrando los ojos, como si eso pudiera borrar lo que acababa de pasar. Pero no se borraba. No desaparecía.

Y entonces, sin pedir permiso, llegó ese recuerdo…

Aquel día.

Aquel maldito y hermoso día en que ella apareció en esta misma casa, sonriendo como si nada en el mundo pudiera romperla.

Yo acababa de salir de una sesión de rehabilitación. Me habían hecho intentar caminar, otra vez.

No avancé más que un paso. Un solo paso antes de caer como una piedra al suelo.

Me sentí como un inútil. Como un estorbo. Como un pedazo de hombre que ya no servía para nada.

Y justo cuando estaba por encerrarme en mi miseria, apareció ella.

Lisseth.

Con ese vestido azul que tanto le gustaba, con su cabello suelto y esa risa suave que me desarmaba.

Me encontró con la mirada perdida, la cara húmeda de rabia, y en vez de salir huyendo… se sentó a mi lado.

Me habló de cualquier cosa. Me hizo bromas. Me cantó una canción ridícula que siempre desafinaba.

No me reí del todo, no.

Pero sonreí. Por ella. Solo por ella.

Me levanté de la silla con dificultad , como si algo me empujara. Me acerqué a la ventana.

Afuera llovía.

Pero la tormenta más fuerte estaba dentro de mí.

Apreté los puños con fuerza, tan fuerte que me dolieron los dedos.

—No te merezco, Lisseth. —murmuré con la voz rota—. No te merezco….

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