Mundo ficciónIniciar sesiónRachel se enamoró de su jefe, un hombre casado, quien desde el principio le dejó en claro que sería solo su amante. Y ella aceptó, hasta que quedó embarazada. Deseando más y por primera vez exigiendo que decida, Raquel no está dispuesta a recibir un no como respuesta lo que va a convertirla en una victimaria. Esta es la otra parte de la historia. La parte de la villana. ¿Estás dispuesta a leerla
Leer másRAQUEL
El silencio del departamento parece más grueso que el aire. Se siente como una manta pesada que me envuelve los hombros y me aprieta el pecho mientras sostengo la prueba de embarazo entre los dedos. Dos líneas rosadas, nítidas, firmes, imposibles de negar. La miro como si pudiera convencerla de que se equivoca, como si algún error microscópico hubiera alterado el resultado. Pero no. Es real. Las dos líneas están ahí, perfectamente dibujadas, como dos puertas que se abren y me obligan a cruzarlas sin mirar atrás. No tiemblo, aunque mi pulso late con furia, con esa mezcla de vértigo y lucidez que aparece justo antes de que algo en la vida cambie para siempre. Me siento en el borde de la cama, todavía con la bata del baño mal ajustada, el pelo húmedo pegado a la nuca. Afuera llueve; ese tipo de lluvia fina y persistente que parece un murmullo constante contra los ventanales. No sé si el sonido me calma o me desespera. Lo único que sé es que, desde hace cinco minutos, mi vida dejó de ser lo que era. Estoy embarazada. Cierro los ojos y exhalo, buscando algún punto fijo al cual aferrarme, porque de pronto todo se mueve dentro de mí: la sorpresa, el miedo, la emoción, la rabia, la esperanza. Emociones contradictorias chocando como olas desordenadas. Me abrazo el estómago por puro instinto, aunque todavía no haya nada que abrazar. O tal vez sí. Tal vez, incluso ahora, haya algo más que un signo positivo. Algo que late. Algo que cambia por completo la forma en que veo mi presente y mi futuro. Y también cambia a Michael. Aunque él aún no lo sabe. El nombre me atraviesa con la fuerza de un recuerdo. Michael Banks. Cuarenta años. Director de una de las compañías petroleras más grandes del país. Elegante, impenetrable, con esa calma autoritaria que hace que todos, incluso los que lo detestan, le tengan respeto. O miedo. No sé. Desde el primer día que lo conocí, supe que había algo en él que no se explicaba con palabras, algo que te atraía y te ponía alerta al mismo tiempo, como una corriente eléctrica debajo de la piel. Abro los ojos y la prueba sigue en mi mano. Dos líneas. Dos. Es ridículo que algo tan pequeño pueda decidir el curso de una vida. Pero así es. Me levanto y camino hacia la cocina, sin saber exactamente por qué. Tal vez busco agua, o tal vez busco algo más inútil y frágil: orden. Normalidad. Pero este departamento —ese que él me compró hace más de un año, con vista al río y detalles minimalistas que nunca aprendí a querer del todo— parece distinto hoy. Como si estuviera esperando mi próxima reacción. Como si también supiera que esta noticia va a sacudirlo todo. Apoyo la prueba sobre la mesada de mármol y la observo desde la distancia, como si fuera una bomba a punto de explotar. Me paso las manos por el rostro y me dejo caer en una de las sillas, respirando hondo. Entonces, inevitablemente, la memoria me arrastra hacia atrás, hacia ese primer día en que todo comenzó, mucho antes de que supiéramos que estábamos tomando una decisión enorme sin darnos cuenta. --- Tenía veintitrés años cuando entré por primera vez a las oficinas de Banks Industries, con un currículum simple y una ansiedad que me apretaba la garganta. No sabía qué esperar de la entrevista; ni siquiera entendía del todo por qué me habían llamado. La recepcionista me pidió que esperara, y cada minuto que pasaba me convencía más de que había sido un error. Yo no era la persona indicada para ese tipo de empresa. No tenía experiencia suficiente, ni la actitud fría y calculadora que parecía flotar en el aire de ese edificio como un perfume caro. Pero entonces, la puerta del ascensor se abrió y él salió. Michael. Recuerdo el instante con una claridad extraña, como si lo estuviera viendo ahora mismo. Llevaba un traje oscuro, un abrigo sobre el brazo y un gesto concentrado que no se alteró cuando la recepcionista le informó que la candidata para asistente ya había llegado. Él levantó la vista. Nuestras miradas se encontraron. Y algo se detuvo. No fue amor a primera vista. Ni atracción inmediata. Fue… otra cosa. Como si alguien hubiera girado una llave dentro de mí. Una sensación de reconocimiento inexplicable, casi absurda, que me incomodó tanto como me intrigó. —Rachel, ¿verdad? —dijo, ofreciéndome la mano. Su voz era grave, controlada, con esa suavidad que solo tienen las personas acostumbradas a que los demás las escuchen. Asentí sin poder hablar, sintiendo un calor inesperado subir por mi cuello. La entrevista duró quince minutos, quizá veinte, pero yo no recuerdo casi ninguna palabra específica. Recuerdo más las pausas. La forma en que él me observaba, analizando cada gesto, cada respuesta. Recuerdo que, cuando salí de su oficina, supe con una certeza peligrosa que ojalá me eligiera. Y lo hizo. Dos días después, ya estaba trabajando junto a él. Al principio era solo trabajo: agendas, reuniones, viajes, informes. Yo intentaba mantener distancia, aunque no sabía muy bien de qué me estaba protegiendo. Michael era educado, respetuoso, exigente y completamente inalcanzable. Siempre hablaba de manera formal, como si hubiera una línea invisible entre nosotros que él jamás cruzaría. Pero yo… yo empezaba a cruzarla desde adentro, en silencio, sin darme cuenta. Recuerdo la primera vez que lo vi quitarse la corbata, agotado, después de una reunión interminable. Estábamos solos en su oficina, revisando unos contratos urgentes. Él se llevó los dedos al puente de la nariz, cerrando los ojos un segundo, y ese pequeño gesto —tan humano, tan vulnerable— me perforó el pecho. Pensé, por un instante torpe y casi infantil, que quería ser la persona capaz de aliviarle ese cansancio. Fue ridículo. Y peligroso. Yo sabía que estaba casado. Todos lo sabían. Sara Banks, la esposa perfecta. Hermosa, elegante, filántropa. Llevaban quince años juntos y, según los periódicos, eran una de esas parejas que lo tienen todo. Pero en la oficina se comentaba otra cosa: que hacía años dormían en habitaciones separadas; que ella vivía más en eventos sociales que en casa; que él parecía cada vez más distante. Nunca supe qué era verdad y qué no. Lo único real para mí era la forma en que me miraba cuando creía que yo no lo notaba. Pequeñas cosas. Miradas fugaces. Silencios que pesaban más que cualquier palabra. Y una noche, cuando la oficina ya estaba casi vacía, él me pidió que me quedara para terminar un informe urgente. Trabajamos hasta tarde, repasando papeles y estrategias. Yo estaba concentrada, o al menos intentaba estarlo, cuando de pronto noté que él me observaba con una intensidad que me dejó sin aliento. —Eres muy buena en lo que haces, Rachel —dijo. No era su tono habitual. Había algo más ahí. Algo cálido. Algo que no debía estar. La historia podría haber terminado ahí, como un momento incómodo que ambos decidimos olvidar. Pero no fue así. Porque una semana después, después de un almuerzo de trabajo en un restaurante discreto, sucedió. No el beso, ni un toque imprudente. No. Algo más sutil. Al despedirnos, él me rozó la mano con la suya. Fue un roce mínimo, casi accidental, pero la electricidad que me recorrió fue tan inmediata que supe, sin que él lo dijera, que aquello ya había comenzado. Y comenzó. No me engaño. No fui una víctima inocente. No caí sin darme cuenta. Yo acepté. Yo seguí adelante. Yo elegí. Podría decir que la culpa era solo suya, que fue él quien me buscó, quien me ofreció un mundo de atenciones, quien abrió la puerta que yo atravesé con más deseo que prudencia. Pero no sería verdad. Yo también quise. Quise sentirme elegida, vista, necesitada. Quise la intensidad que él me daba en cada gesto, en cada palabra, cuando estábamos solos. Acepté ser su amante. Acepté verme con él en secreto. Acepté los regalos, el apartamento, la vida cómoda que él me ofrecía como si fuera una constelación diseñada únicamente para mí. Y ahora, dos años después, estoy aquí, con una prueba de embarazo en la mano y un nudo en la garganta que no sé si es miedo o valentía. --- La lluvia arrecia un poco más de lo necesario, golpeando los ventanales con una constancia furiosa. Me levanto y camino hacia el living, esa sala amplia que siempre me pareció demasiado grande para mí sola. El departamento entero está en silencio, como si esperara que yo hablara primero. Me acerco al vidrio y apoyo la frente en el cristal frío. Pienso en Michael. ¿Cómo reaccionará cuando le diga? ¿Me creerá? ¿Se alegrará? ¿O hará ese gesto suyo —ese leve apriete de mandíbula— que aparece cada vez que se siente atrapado? Hasta este instante, nunca me había permitido imaginarlo como padre. Nunca me atreví a pensarlo realmente. Tal vez porque sabía que, de hacerlo, tendría que enfrentar preguntas para las cuales no tenía respuestas. Pero ahora… ahora es imposible no imaginarlo. Veo, en mi mente, sus manos grandes y seguras sosteniendo algo delicado. Veo su expresión seria suavizarse. Veo un futuro que nunca me atreví a pensar en voz alta. Pero también veo a Sara. La esposa. La mujer que ha ocupado su vida por quince años. La que, según él, ya no comparte su cama, ni sus deseos, ni su visión del futuro. La mujer de quien siempre me dijo que se alejaría cuando fuera el momento correcto. Ese momento nunca llegó. Y yo, durante dos años, fui paciente. O me convencí de que lo era. Acepté la sombra. Acepté las excusas. Acepté los silencios. Acepté ser el segundo plano de una vida que yo quería en primer plano. Pero ahora… no quiero más. No puedo. Siento una lágrima resbalar por mi mejilla sin que yo la vea venir. No es tristeza. No solo. Es algo más profundo, más primal. Es la súbita necesidad de proteger lo que llevo dentro, de reclamarlo, de defenderlo, de poner límites que antes no me atrevía a marcar. Pienso en lo que él siempre decía: “Dame tiempo.” “Las cosas son complicadas.” “No quiero lastimar a nadie.” “Quiero hacerlo bien.” Lo escuché todo. Lo creí. Me aferré a esas palabras como si fueran una promesa. Pero hoy, mientras observo la tormenta desde este departamento demasiado silencioso, sé que la verdad es más simple y más dolorosa: él nunca movió una ficha real. Nunca decidió nada. Nunca eligió. Vivió dividido, cómodo en una vida doble que yo misma acepté sin exigir nada a cambio. Hasta ahora. Porque esto —esta pequeña vida que apenas empieza— cambia todo. Cierro los ojos y vuelvo a sentarme. Me toco el vientre, aunque no sienta nada todavía. Y es entonces cuando lo acepto: no quiero ser la otra. No quiero criar un hijo en la sombra de un hombre que dice amarme pero no actúa como quien ama. No quiero seguir esperando a que él tenga el valor que nunca tuvo. Quiero una verdad. Aunque duela. Aunque rompa. Aunque todo estalle. Él tiene que decirle la verdad a su esposa. Y lo hará. O al menos, lo enfrentará. Porque yo ya no voy a aceptar excusas, ni tiempos indefinidos, ni promesas vacías. No mientras tenga algo más importante que proteger que mi propio miedo. La lluvia baja un tono, como si también esperara. Tomo la prueba de embarazo una vez más. Las dos líneas siguen allí, firmes, implacables. Un recordatorio de que el tiempo de esperar se acabó. De que mi vida —nuestra vida— acaba de comenzar de una forma que ninguno de los dos esperaba. Y mientras respiro hondo, las palabras empiezan a tomar forma en mi mente, claras, inevitables. Tengo que decírselo. A Michael. Y después… todo cambiará. Para bien o para mal, las dos líneas ya hicieron su trabajo. No hay vuelta atrás.SARAEl olor a desinfectante siempre me resulta insoportablemente brillante, como si tuviera una luz propia que se mete por la nariz y se expande hasta la mente. Estoy acostada en la camilla, con la bata a medio cerrar y una manta fina sobre las piernas. El médico revisa lentamente mi tobillo, girándolo con cuidado, preguntándome si duele, anotando cosas en su tablet que yo no alcanzo a leer. Lo observo moverse con esa eficiencia automática de alguien que ha examinado miles de lesiones iguales, pero aun así mantiene el tono de voz amable, como si cada paciente fuera especial. Es extraño: me siento más sostenida por él que por el hombre que está sentado a tres pasos de mí.Michael está a mi derecha, con la cabeza gacha, los hombros tensos, las manos aferradas al teléfono como si fuera un salvavidas o un secreto. La pantalla ilumina su cara de forma intermitente, cada vez que bloquea y desbloquea el aparato, cada vez que revisa algo que no es urgente, algo que no es yo. Su dedo se desli
RAQUELNo sé cuántas veces he caminado de un lado al otro del departamento, pero siento que ya desgasté la alfombra. La tarde está detenida, como si el reloj se hubiese aferrado con uñas y dientes al minuto exacto en el que Michael dejó de contestar mis mensajes. Aún tengo el eco de su voz en la cabeza, ese murmullo contenido que solo usa conmigo, la promesa escueta: “Estoy llegando, mi amor.” Pero no llegó. Nunca llegó. Y lo peor es que no tengo ninguna explicación más allá de la imagen mental de él mirando el celular, decidiendo si escribir o no, si justificar o callar, si mentirme con delicadeza o sencillamente desaparecer por unas horas, como ha hecho tantas veces que ya perdí la cuenta.Paso la mano por el borde de la mesada de la cocina, fría como un reproche. El departamento entero parece otra cosa cuando él no está; silencioso, amplio, casi incómodo. Es irónico, porque fue él quien lo eligió, él quien lo amuebló, él quien insistió en pagar cada detalle como si el lujo pudiera
MICHAELLa ciudad se extiende frente a mí como una mezcla imperfecta de ruido, tránsito y nubes. Conduzco sin prisa, aunque por dentro siento un impulso constante de acelerar, de llegar cuanto antes al departamento donde Rachel me espera. No sé por qué estoy tan inquieto. Tal vez por su mensaje breve, casi seco. Tal vez porque esta vez no siento esa expectativa ligera, casi adictiva, que me acompañaba cada vez que iba a verla. Hoy siento otra cosa. Una presión en el pecho. Un presentimiento que no puedo descifrar.El semáforo está en rojo y observo mi reflejo en el vidrio del auto de adelante. Me veo igual que siempre, pero sé que no lo estoy. Hay algo distinto en mis ojos, una especie de agotamiento silencioso que no solía estar ahí hace dos años. Desde que Rachel entró en mi vida, todo se volvió más intenso. Más vivo. Más lleno de decisiones que evité hasta que comenzaron a apilarse como deudas acumuladas.Rachel.Su nombre aparece en mi mente con la claridad de un latido. Me pregun
MICHAELLa mañana en casa tiene ese silencio extraño que aparece cuando dos personas han convivido tantos años que ya no necesitan hablar para llenar el espacio. A veces me pregunto si eso es comodidad o resignación. Hoy no lo sé. Hoy estoy más inquieto que de costumbre, sentado en la mesa del comedor mientras el aroma del café recién hecho se mezcla con el perfume suave de Sara, un perfume que conozco de memoria y que, sin embargo, ya no me dice nada. Casi puedo anticipar cada uno de sus movimientos: la forma en que se ajusta el cinturón de la bata, cómo recoge su cabello con un gesto automático, cómo evita mi mirada cuando pregunta algo que realmente no quiere saber.—¿Tienes un día complicado? —pregunta, sin levantar demasiado la vista del periódico digital que lee en la tablet.Podría decir que sí, que hay reuniones, contratos, inversiones, decisiones importantes. Y sería verdad. Pero no es eso lo que me inquieta. No es lo que me pesa en el pecho desde que desperté. Lo que realmen
RAQUELEl silencio del departamento parece más grueso que el aire. Se siente como una manta pesada que me envuelve los hombros y me aprieta el pecho mientras sostengo la prueba de embarazo entre los dedos. Dos líneas rosadas, nítidas, firmes, imposibles de negar. La miro como si pudiera convencerla de que se equivoca, como si algún error microscópico hubiera alterado el resultado. Pero no. Es real. Las dos líneas están ahí, perfectamente dibujadas, como dos puertas que se abren y me obligan a cruzarlas sin mirar atrás.No tiemblo, aunque mi pulso late con furia, con esa mezcla de vértigo y lucidez que aparece justo antes de que algo en la vida cambie para siempre. Me siento en el borde de la cama, todavía con la bata del baño mal ajustada, el pelo húmedo pegado a la nuca. Afuera llueve; ese tipo de lluvia fina y persistente que parece un murmullo constante contra los ventanales. No sé si el sonido me calma o me desespera. Lo único que sé es que, desde hace cinco minutos, mi vida dejó
Último capítulo