RAQUELNo sé cuántas veces he caminado de un lado al otro del departamento, pero siento que ya desgasté la alfombra. La tarde está detenida, como si el reloj se hubiese aferrado con uñas y dientes al minuto exacto en el que Michael dejó de contestar mis mensajes. Aún tengo el eco de su voz en la cabeza, ese murmullo contenido que solo usa conmigo, la promesa escueta: “Estoy llegando, mi amor.” Pero no llegó. Nunca llegó. Y lo peor es que no tengo ninguna explicación más allá de la imagen mental de él mirando el celular, decidiendo si escribir o no, si justificar o callar, si mentirme con delicadeza o sencillamente desaparecer por unas horas, como ha hecho tantas veces que ya perdí la cuenta.Paso la mano por el borde de la mesada de la cocina, fría como un reproche. El departamento entero parece otra cosa cuando él no está; silencioso, amplio, casi incómodo. Es irónico, porque fue él quien lo eligió, él quien lo amuebló, él quien insistió en pagar cada detalle como si el lujo pudiera
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