04.

SARA

El olor a desinfectante siempre me resulta insoportablemente brillante, como si tuviera una luz propia que se mete por la nariz y se expande hasta la mente. Estoy acostada en la camilla, con la bata a medio cerrar y una manta fina sobre las piernas. El médico revisa lentamente mi tobillo, girándolo con cuidado, preguntándome si duele, anotando cosas en su tablet que yo no alcanzo a leer. Lo observo moverse con esa eficiencia automática de alguien que ha examinado miles de lesiones iguales, pero aun así mantiene el tono de voz amable, como si cada paciente fuera especial. Es extraño: me siento más sostenida por él que por el hombre que está sentado a tres pasos de mí.

Michael está a mi derecha, con la cabeza gacha, los hombros tensos, las manos aferradas al teléfono como si fuera un salvavidas o un secreto. La pantalla ilumina su cara de forma intermitente, cada vez que bloquea y desbloquea el aparato, cada vez que revisa algo que no es urgente, algo que no es yo. Su dedo se desliza con rapidez, automático, nervioso. No sé qué mira, pero sí sé qué —o quién— le provoca ese gesto que él cree que no noto: esa mezcla de inquietud, culpa y ansiedad contenida que intenta esconder detrás de exhalaciones lentas y un ceño que finge preocupación médica, pero no logra engañarme.

Siempre he sido buena leyendo sus silencios, incluso cuando sus palabras suenan perfectas. Y en este momento, su silencio grita más de lo que me gustaría admitir.

El médico aprieta un punto en mi tobillo y yo suelto un jadeo.

—¿Eso duele? —pregunta.

—Un poco —respondo, mientras trato de acomodarme.

Michael levanta la mirada por un segundo, solo un segundo, como si mi voz lo hubiera interrumpido en un pensamiento demasiado importante para posponerlo. Y después, como si nada hubiese ocurrido, como si aquel fugaz contacto visual hubiera sido un error del destino, vuelve la vista al celular.

Lo observo. Lo observo mucho más de lo que debería. Y cuanto más lo miro, más pequeña me siento en esta camilla, con el pie hinchado, la ropa arrugada y el corazón recogido en un rincón del pecho. Me haría bien un abrazo suyo, una mano sobre la mía, un gesto de esos que tenía cuando recién nos casamos, cuando la idea de cuidarnos era un pacto sagrado entre los dos. Pero lo único que recibo es la luz fría de su teléfono rebotando en la pared blanca.

—No parece fractura —dice el médico, acomodando mis dedos con suavidad— pero sí hay un esguince moderado. Voy a inmovilizarlo por unos días y recomendar reposo. Nada de cargar peso.

Asiento. No hay mucho más que decir. Él sigue explicándome cosas: hielo, elevación, antiinflamatorios, fisioterapia si el dolor persiste. Sus palabras me llegan como si atravesaran agua, lentas y distorsionadas, porque mi atención está dividida entre intentar seguir las indicaciones y vigilar a mi esposo, que sigue navegando por su mundo digital como si estuviera resolviendo un asunto vital para la humanidad.

—¿Tiene preguntas, señora Banks? —me pregunta el médico.

Me sorprende lo rápido que respondo:

—No. Estoy bien. Muchas gracias.

Estoy bien. Qué frase más fácil y más falsa. La digo hace tantos años que ya podría bordarla en las almohadas. Estoy bien cuando las pruebas de fertilidad salen mal. Estoy bien cuando Michael llega tarde sin explicación clara. Estoy bien cuando la casa se llena de silencios tensos disfrazados de rutina. Estoy bien, estoy bien, estoy bien. Una letanía de resignación perfecta.

El médico se aparta para escribir la receta y yo miro de nuevo a Michael. Él bloquea la pantalla, respira hondo, la desbloquea otra vez. Le tiembla un poco la mano, aunque intenta disimularlo cruzando las piernas. Ese temblor no es nuevo. Lo he visto antes: cuando miente. Cuando oculta algo. Cuando quiere decir una verdad pero no se atreve porque destruiría la fachada que tanto esfuerzo le cuesta sostener.

La enfermera entra para colocarme la férula y Michael, por fin, levanta la vista.

—¿Estás bien? —me pregunta, en un tono tan neutro que podría repetirlo cualquier desconocido en la sala de espera.

—Sí —respondo, aunque sé que él no está escuchando de verdad.

La enfermera me acomoda el pie con cuidado, envuelve el tobillo y me pide que no me levante aún. Cuando sale, el silencio queda suspendido entre nosotros como un puente roto.

Michael guarda el teléfono en el bolsillo, pero solo por unos segundos. Sus dedos se quedan cerca del aparato, como si cualquier vibración fuera una llamada de emergencia.

—Perdón… por tardar —dice, mirando al suelo.

—No tardaste —le contesto—. Llegaste rápido.

Lo digo porque es verdad. Apenas mencioné “accidente” y “ayuda”, él tomó el auto sin dudar. Y aunque ese gesto debería darme paz, algo dentro de mí se retuerce. Tal vez porque sé que esa reacción urgente solo existe cuando se trata de mí en el plano público, en su rol de esposo, en su obligación moral. Pero cuando se trata de mí como mujer, como pareja, como compañera que ha llorado tantos negativos en las pruebas de embarazo… ahí no hay urgencia. No hay impulso. No hay manos temblando por llegar a casa y abrazarme.

Hay distancia. Hay evasión. Hay pantallas.

—¿Querés agua? —pregunta, moviéndose en su silla como si necesitara hacer algo, cualquier cosa, para no quedarse quieto.

—No.

Su incomodidad crece. Y la mía también.

El médico regresa, nos entrega la orden, hace un par de recomendaciones más y finalmente se despide. Michael asiente en automático, sin registrar realmente nada. Yo agradezco con la sonrisa educada que practico desde que aprendí a ser la esposa perfecta en todas las fotos familiares.

Cuando quedamos solos otra vez, él vuelve a tomar su celular. Lo abre. Lo revisa. Nada. Lo cierra. Suspira. Lo abre de nuevo. Una coreografía constante que revela más de lo que quisiera que se notara.

—¿Tenés que irte a algún lado? —pregunto de forma suave, aunque por dentro se me deshace algo.

Él parpadea, sorprendido, como si no hubiera esperado que yo dijera nada.

—No. No… no es eso.

Miente tan mal cuando no prepara el terreno. Y lo sé porque llevo quince años viendo cómo elige cuando mira y cuando finge mirar.

—Te veo inquieto —agrego, sin acusarlo. Solo constatando.

Él frota su rodilla con la palma de la mano.

—Estoy preocupado por vos.

Y aunque sus palabras suenan correctas, la dirección de su mirada —hacia la pantalla negra del celular— las debilita.

—Estoy bien —repito, porque ya no tengo fuerza para decir nada distinto.

El médico nos autoriza a irnos. Michael se levanta y se acerca finalmente a mí. Me ofrece su brazo. Lo acepto. No por necesidad física, sino porque necesito sentir algo suyo, lo que sea. Pero incluso así, mientras me ayuda a incorporarme, siento la tensión bajo su piel, el peso de un pensamiento que no compartió conmigo.

Caminar es incómodo, pero no imposible. Aun así, él actúa como si yo pudiera romperme en cualquier momento. Me sostiene por la cintura, demasiado firme, demasiado cuidadoso, como si estuviera recordándose a sí mismo que debe parecer un buen esposo en público.

Llegamos al auto y él abre la puerta como si quisiera recuperar puntos que nadie está contando. Me ayuda a sentarme, acomoda mi pierna, cierra la puerta con cuidado. Rodea el vehículo y se sienta al volante. Suspira. Mira hacia adelante. Luego mira el celular. Otra vez.

Yo lo observo desde el asiento, con el pecho lleno de una sospecha que ya dejó de ser un presentimiento y se transformó en una certeza incómoda: Michael está en otro lugar emocional. No aquí. No conmigo. Y no se trata del accidente. No se trata del susto. Se trata de alguien más. O de algo más. Algo que vibra en su bolsillo con la fuerza exacta para desplazarme a mí.

—Michael —susurro—, ¿está todo… bien?

Su reacción es casi imperceptible. Apenas un leve endurecimiento del cuello, un pestañeo lento.

—Sí. Solo… muchas cosas del trabajo.

Trabajo. La palabra comodín. La excusa más limpia, más fácil, más irrefutable. La usó tantas veces que dejó de significar algo verdadero. Me pregunto, en un rincón oscuro de mi cabeza, si acaso alguna vez significó lo que decía.

Arranca el auto sin agregar nada más. El silencio se adhiere a nosotros como una segunda piel. Yo miro por la ventana mientras las luces de la ciudad se estiran hacia atrás, y trato de no derrumbarme por dentro. Podría preguntarle directamente. Podría decirle: “¿Quién es? ¿Qué ocultás? ¿Por qué tu teléfono te importa más que yo?” Pero no lo hago. Porque también tengo dignidad. Porque también conozco el peligro de hacer preguntas para las que no estoy lista para escuchar la respuesta.

Miro mi tobillo inmovilizado, mi reflejo en el vidrio, la línea tensa de su mandíbula. Y entonces, en un instante cruel de lucidez, entiendo algo que preferiría no entender: no es que Michael no me quiera. Es que no me quiere como solía hacerlo. O como yo necesito que lo haga. Y lo más duro no es eso, sino que él ni siquiera parece darse cuenta.

Cuando llegamos a casa, me ayuda a entrar. Me acomoda en el sillón. Me trae un vaso con agua. Me pregunta si quiero algo más. No levanto la mirada cuando respondo:

—No. Gracias.

Él se queda un rato parado frente a mí. Lo siento observarme, pero no sé qué busca. Culpas. Señales. Permisos. Quizás está evaluando cuánto puedo ver, cuánto puedo adivinar, cuánto tiempo podrá sostener su doble vida sin que se le derrumbe encima. Y aunque no debería pensarlo —porque sería injusto sin pruebas—, algo en su inquietud me confirma que no estoy equivocada.

—Voy a… ir al despacho un momento —dice de pronto.

Asiento sin mirarlo.

Él camina hacia su refugio favorito: ese cuarto donde guarda más secretos que documentos, donde puede encerrarse con el teléfono sin testigos incómodos.

Cuando cierra la puerta, el sonido se siente como un punto final.

Respiro hondo y apoyo la cabeza en el respaldo. El tobillo late con un pulso tibio, pero el dolor no está ahí. Está más arriba. Mucho más hondo.

En algún lugar entre la camilla de la clínica y esta sala silenciosa, algo dentro de mí se quebró con un ruido seco, invisible, íntimo. Ya no puedo ignorarlo.

Porque mi marido, el hombre con quien compartí quince años llenos de sueños rotos y esperanzas reconstruidas, está a tres metros de mí, pero a un universo de distancia.

Y ya no sé si quiero seguir intentando alcanzarlo.

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