Mundo ficciónIniciar sesiónRAQUEL
No sé cuántas veces he caminado de un lado al otro del departamento, pero siento que ya desgasté la alfombra. La tarde está detenida, como si el reloj se hubiese aferrado con uñas y dientes al minuto exacto en el que Michael dejó de contestar mis mensajes. Aún tengo el eco de su voz en la cabeza, ese murmullo contenido que solo usa conmigo, la promesa escueta: “Estoy llegando, mi amor.” Pero no llegó. Nunca llegó. Y lo peor es que no tengo ninguna explicación más allá de la imagen mental de él mirando el celular, decidiendo si escribir o no, si justificar o callar, si mentirme con delicadeza o sencillamente desaparecer por unas horas, como ha hecho tantas veces que ya perdí la cuenta. Paso la mano por el borde de la mesada de la cocina, fría como un reproche. El departamento entero parece otra cosa cuando él no está; silencioso, amplio, casi incómodo. Es irónico, porque fue él quien lo eligió, él quien lo amuebló, él quien insistió en pagar cada detalle como si el lujo pudiera reemplazar la vida real, como si un departamento nuevo pudiera ocultar la naturaleza de lo que somos. Me doy cuenta de que sus regalos siempre tuvieron esa intención: mantenerme cómoda, brillante, cuidada… contenida. Como si yo fuese un objeto delicado que no debe moverse demasiado fuera de su lugar. Como si mis emociones fueran una caja que él abre solo cuando se siente fuerte, o excitado, o culpable. Pero hoy… hoy es distinto. Hoy lo necesito. Hoy él debería estar aquí. Y sin embargo, estoy sola. Me detengo frente a la ventana del living. Desde el piso dieciocho, la ciudad parece una maqueta, autos diminutos superponiéndose, luces naranjas que se encienden anticipándose a la noche. Respiro profundo e intento ordenar mis pensamientos, pero cada vez que cierro los ojos veo la escena repetirse: Michael en su auto, la voz de Sara al otro lado de la línea, un temblor en su frase, un accidente, una urgencia, un “te necesito”. Y él respondiendo sin dudar, sin siquiera pensar en mí, sin recordar que estaba a minutos de llegar, que yo estaba esperándolo, que todavía no me había dicho nada sobre nuestro hijo. Me siento en el borde del sillón, abrazando mis rodillas, y la angustia me sube como una marejada. Intento convencerme de que no debería sorprenderme. Que este es el precio de ser su amante. Que la prioridad siempre será ella. Que yo soy una esquina de su vida, no el centro. Pero la convicción se me deshace; suena a mentira vieja, usada demasiado. Antes podía repetírmelo sin quebrarme. Antes podía ver todo esto como un acuerdo. Pero ahora… ahora tengo una vida creciendo dentro de mí, una vida que no cabe en la sombra donde él me mantiene. Me toco el abdomen, todavía plano, todavía sin señales, pero presente, vivo, insistente. Y es como si esa pequeña certeza, ese milagro silencioso, me dijera: “Basta.” Basta de esperar. Basta de conformarme. Basta de permitir que la vida se me escape entre los dedos mientras él intenta ser dos hombres a la vez: el esposo ejemplar y el amante apasionado. Basta de ser la mujer oculta. Me levanto, inquieta otra vez. Voy hacia la cocina y tomo un vaso de agua, pero me sabe amarga. Enciendo la luz del pasillo, la apago, vuelvo al living, reviso el celular por enésima vez. Ningún mensaje. Ninguna llamada. Nada que indique que recuerda que existo. Nada que sugiera que está preocupado, o arrepentido, o siquiera consciente de que me dejó esperando como si fuera algo normal, como si fuera mi deber aceptarlo sin chistar. Y entonces empiezo a pensar —quizás demasiado— en los primeros días, cuando todavía no sabía que yo era capaz de terminar así: caminando de un lado al otro de un departamento que no es realmente mío, esperando a un hombre que pertenece a otra vida. Recuerdo la primera vez que me invitó a salir, su voz grave, su mirada fija, esa mezcla de autoridad y vulnerabilidad que siempre me desarmó. Recuerdo la cena donde me confesó que su matrimonio estaba agotado, que dormían como compañeros de piso, que ya no hablaban de nada que no fueran cuentas o rutinas. Recuerdo también cómo me dijo que yo era “un aire nuevo”, “una luz inesperada”, palabras envueltas en un encanto peligroso que yo, tonta, confundí con promesa. Me apoyo contra la pared y cierro los ojos con fuerza. ¿Cómo llegué a esto? Quiero intentar ser justa: tuvo un accidente. Eso me digo, lo repito, lo mastico. Su esposa lo llamó porque necesitaba ayuda. Y él hizo lo que cualquier persona decente haría. No puedo culparlo por eso. No sería humana si lo hiciera. Pero entonces… ¿por qué me lastima tanto? ¿Por qué siento esta punzada, una mezcla de celos y miedo que me revuelve el estómago? Lo sé. Lo sé demasiado bien. Porque si hubiera sido yo la que llamaba con una urgencia, él no habría llegado tan rápido. Porque él nunca se mueve por mí con esa inmediatez. Porque cuando se trata de mí, primero viene su agenda, su trabajo, su imagen, su comodidad. Porque aunque me repita que me ama, la estructura de su vida está construida alrededor de otra persona, no de mí. Camino hacia la habitación. Allí, la cama está impecable, la colcha estirada como si fuera la habitación de un hotel. Nunca puedo dormir realmente cuando él no viene. Me siento en el borde y dejo que mi cuerpo se hunda un poco en el colchón. El silencio se hace más pesado, más insistente, como si me rodeara para hacerme ver lo obvio: estoy sola. De nuevo. Como tantos otros viernes en los que él promete aparecer y termina inventando una reunión o una obligación repentina. Levanto el celular otra vez. Nada. Ni siquiera un “perdón, no voy a poder”. Me muerdo el labio inferior, conteniendo la mezcla de tristeza y rabia que amenaza con derramarse. Entonces me escucho pensar algo que me asusta por lo claro que suena: No quiero pasar el fin de semana rogándole atención. No quiero seguir justificando ausencias, ni construyendo excusas por él, ni inventando motivos nobles donde solo hay prioridades desbalanceadas. No quiero perderme más en un amor que me pide paciencia mientras me ofrece migajas. Aun así, una parte de mí, frágil y terca, espera escuchar su llave en la puerta. Espero ese mensaje que diga “voy ahora”. Ese mensaje que siempre llega tarde, pero llega. Esa frase que me sostiene aunque ya no debería hacerlo. Soy consciente de ello, y aun así no puedo evitarlo. Me odio un poco por eso. Me recuesto de espaldas y miro el techo. La habitación está oscura salvo por la luz tenue que entra desde la calle. El reloj marca las nueve y cuarto. Él debería haber llegado a las seis. Han pasado tres horas, y cada minuto ha sido una gota más cayendo sobre mi paciencia ya desbordada. Me cubro los ojos con el antebrazo. Quisiera llorar, pero las lágrimas no salen. Es como si mi cuerpo estuviera cansado incluso de llorarlo. Me incorporo de golpe y camino hasta el baño, prendiendo la luz que me lastima un poco la vista. El reflejo en el espejo me devuelve una imagen agotada: cabello recogido a medias, ojeras marcadas, la blusa que elegí para él casi arrugada. Me toco el pelo con una mueca amarga. Me arreglé para una cita que nunca ocurrió. Para un hombre que nunca llegó. La frustración se transforma en una decisión silenciosa que se instala en mí sin pedir permiso. Agarro el cepillo, lo dejo. Camino de nuevo al living. Apago las luces. Las vuelvo a encender. La habitación parpadea como si compartiera mi inquietud. Y entonces lo hago: tomo el celular, abro nuestra conversación y escribo un mensaje corto, casi automático. “Avisame cuando puedas.” Lo miro. Lo borro. Es patético. No quiero sonar disponible, ni paciente, ni comprensiva. No esta vez. Escribo de nuevo. “Espero que esté todo bien.” Lo envío antes de poder arrepentirme. Pasaron dos minutos. Cuatro. Ocho. Nada. El silencio me confirma lo que sospechaba: no va a contestar. No esta noche. Me dejo caer en el sillón. Es un golpe suave, más anímico que físico. Siento el pecho pesado, como si llevara horas sosteniendo algo que ahora empieza a romperse. “Va a venir mañana”, susurro para convencerme. “Va a explicarme todo. Va a decirme que Sara está bien, que el accidente fue leve, que no pudo contactarme porque…” Porque qué, Raquel. Siempre tiene una excusa. Siempre suena creíble hasta que se repite demasiado. Miro alrededor: todo sigue igual, pero algo en mí ya no. Siento un cansancio profundo, casi espiritual, como si finalmente hubiera visto el esqueleto de nuestra relación sin adornos: él se va cuando ella lo necesita. Y cuando necesita elegir, siempre elige lo mismo. Y yo quedo acá, en este departamento brillante que brilla más cuando él no está, porque se transforma en recordatorio. Cierro los ojos. Respiro hondo, lenta. La decisión que se forma en mí no es impulsiva; es la acumulación de muchas noches como esta, muchas madrugadas sola, muchas conversaciones a medio decir, muchas esperas eternas que ya no tienen sentido. No le voy a hablar. No por enojo infantil. No por castigo. Por dignidad. Por mi hijo. Por mí. Si quiere saber de mí, que sea él quien busque. Si quiere hablar de nuestro bebé, que sea él quien dé el primer paso. Si quiere un lugar en esta historia, que empiece a ganárselo. Me levanto, camino hacia la habitación y apago todas las luces. El apartamento queda en penumbra. La noche entra suave por la ventana, acompañándome. Me recuesto, por fin. El silencio no duele tanto cuando se transforma en frontera. Esta vez, no voy a escribirle más. No voy a llamarlo. No voy a buscar explicaciones donde ya no hay espacio para ellas. Lo quiero. Lo amo más de lo que debería. Pero el amor no puede seguir siendo esta habitación fría donde siempre soy yo la que espera. Cierro los ojos y dejo que la firmeza se asiente en mí como un abrigo nuevo. Todo el fin de semana, voy a guardarme en silencio. Y si él quiere estar, va a tener que demostrarlo.






