Mundo ficciónIniciar sesiónMICHAEL
La mañana en casa tiene ese silencio extraño que aparece cuando dos personas han convivido tantos años que ya no necesitan hablar para llenar el espacio. A veces me pregunto si eso es comodidad o resignación. Hoy no lo sé. Hoy estoy más inquieto que de costumbre, sentado en la mesa del comedor mientras el aroma del café recién hecho se mezcla con el perfume suave de Sara, un perfume que conozco de memoria y que, sin embargo, ya no me dice nada. Casi puedo anticipar cada uno de sus movimientos: la forma en que se ajusta el cinturón de la bata, cómo recoge su cabello con un gesto automático, cómo evita mi mirada cuando pregunta algo que realmente no quiere saber. —¿Tienes un día complicado? —pregunta, sin levantar demasiado la vista del periódico digital que lee en la tablet. Podría decir que sí, que hay reuniones, contratos, inversiones, decisiones importantes. Y sería verdad. Pero no es eso lo que me inquieta. No es lo que me pesa en el pecho desde que desperté. Lo que realmente me ocupa la mente desde anoche es Rachel. Rachel con su mirada intensa, su risa contenida, su juventud que a veces me hace sentir vivo y a veces, ridículamente, me hace sentir culpable. Rachel con su forma de mirarme como si yo fuera un hombre que todavía puede cambiar su destino. Rachel que me espera, que confía, que desea algo más de mí. Rachel, que no sabe que hoy… hoy podría decidir algo, aunque todavía no estoy seguro de qué. Trago saliva y le respondo a Sara con una calma que no siento. —Bastante complicado, sí. Tengo que ir a la oficina antes de lo previsto. Ella asiente, como siempre. Como si yo fuera un hombre de costumbres inquebrantables, como si cada excusa mía fuera completamente lógica. Quizá lo es, porque después de quince años, las rutinas se aceptan sin análisis. El matrimonio, a veces, no necesita explicaciones. Solo necesita constancia. —¿Otra reunión con los inversores? —pregunta ella, y hay algo en su tono que parece más automático que interesado. —Algo así. No sé si miento bien o si simplemente ella ya no busca la verdad. Sara deja la tablet sobre la mesa y se sirve café. Su mano tiembla apenas; un detalle que cualquiera pasaría por alto, pero yo lo noto. La conozco demasiado. O al menos, la conocí alguna vez. Aun así, no pregunto. No lo hago porque hace años que dejamos de hablar de lo que realmente importa, incluso antes de que Rachel apareciera en mi vida. Esta distancia no comenzó con mi infidelidad; comenzó antes, lentamente, como una grieta que nadie quiso reparar. Sara da un sorbo y finge indiferencia, aunque yo sé que detrás de sus ojos hay una pregunta que nunca formula: ¿Dónde estoy yo en tu vida? O quizá ya ni se la hace. Quizá dejó de importarle en algún punto. La observo mientras camina hacia el ventanal. La luz de la mañana ilumina su figura, siempre impecable, siempre controlada. Sara es una mujer que aprendió a sostenerse incluso cuando el suelo bajo sus pies se rompe. Cuando supimos que no podríamos tener hijos, ella no lloró. Ni una lágrima. Solo apretó los labios, me tocó la mano, y dijo: “Lo aceptaremos. Lo superaremos.” Pero nunca lo superamos. Solo lo enterramos. Es extraño. Si la miro desde la distancia, todo parece perfecto. Sara es elegante, amable, respetada en su mundo social. En las fotos de los eventos, somos la pareja ideal: él, poderoso; ella, impecable. No hay grietas visibles en esa imagen. Pero la realidad… la realidad es otra cosa. Y entonces aparece el otro rostro. El que no está aquí. El que no pertenece a esta casa ni a esta vida organizada. Rachel. Me sorprendo recordando la primera vez que la vi entrar a mi oficina. El aire cambió. No sé explicarlo. No fue deseo inmediato. Fue más… una interrupción en mi rutina mental. Ella tenía esos ojos que parecen preguntarse todo, incluso lo que no se debe preguntar. Tenía frescura, ambición, una espontaneidad que me golpeó en un punto al que no sabía que alguien podía llegar. Y sobre todo, tenía una forma de mirarme que hacía que mis silencios dejaran de ser cómodos. Sara nunca me mira así. Hace años que no lo hace. Pienso en Rachel mientras observo a mi esposa dar pequeños pasos por el salón, preocupada por algo que no comparte. Yo también tengo mis propios silencios que no comparto. Pero los míos son más graves. Los míos son decisiones, son mentiras, son vidas paralelas que no sé cuánto tiempo podrán seguir existiendo sin chocar entre sí. —Te veo tenso —dice ella de repente, dándose vuelta hacia mí—. ¿Pasa algo en la empresa? Quisiera decirle que sí, que hay algo. Que hay demasiadas cosas. Pero todo lo que sale de mi boca es un simple: —Nada fuera de lo común. Ella me estudia un segundo demasiado largo. No sé qué encuentra en mí, pero lo acepta. Sara ha aprendido a no presionar. O quizá ha aprendido que presionar no sirve de nada. Se acerca y me deja un beso breve en la mejilla. Un gesto mecánico, casi diplomático. Un gesto que antes significaba hogar, calma. Ahora solo significa hábito. Un abrazo suave a algo que se deterioró sin que quisiéramos admitirlo. —Voy a salir a almorzar con las chicas del comité —dice, tomando su bolso—. No vuelvo hasta la tarde. —Está bien —respondo. Es fácil. Demasiado fácil. Cada uno vive su vida sin interferir en la del otro. Una convivencia en paz, pero sin verdadera intimidad. Una alianza cordial entre dos personas que fueron algo hace mucho tiempo. La veo dirigirse a la puerta y dudo un instante. Me pregunto si debería decirle algo, algo que se parezca a sinceridad. Pero, ¿qué le diría? ¿Que la estoy engañando? ¿Que tengo otra vida fuera de aquí? ¿Que esa otra vida me resulta más real, más intensa? No. Nada de eso podría decirlo. No ahora. No así. Sara sale y la puerta se cierra. El silencio vuelve, más profundo, más honesto. Dejo la taza sobre la mesa y me apoyo en el respaldo de la silla. Mi celular vibra. Sé quién es antes de mirar la pantalla. Rachel: “¿Vas a venir?” Respiro hondo. El mensaje es simple, pero lo que hay detrás no lo es. Desde ayer la noto distinta, inquieta, impaciente. Hay algo en ella que me preocupa. Algo que aún no sé identificar, pero que lleva días creciendo en su voz. Algo que hace que su tono habitual —suave, vital, inquieto— esté teñido de algo nuevo. Algo serio. Le respondo: “Salgo ahora.” Guardo el teléfono en el bolsillo, me levanto y camino hacia la habitación. Tomo el saco del perchero, reviso mi reloj, ajusto la corbata. Cada movimiento es automático, pero mi mente está lejos de aquí. Está en ese departamento al que voy demasiado seguido, ese que pagué sin pensarlo demasiado, ese donde Rachel vive una vida construida a partir de mis decisiones y mis promesas. Promesas que aún no cumplo. Antes de salir, me detengo frente al espejo del pasillo. Me observo con una claridad brutal. Veo a un hombre con éxito, con prestigio, con una vida aparentemente ordenada. Pero debajo de eso… hay un hombre dividido. Un hombre que no supo irse de un matrimonio que dejó de funcionar. Un hombre que buscó en otra parte lo que no tuvo el valor de arreglar en casa. Un hombre que ahora está atrapado entre dos mundos que él mismo creó. Pienso en Rachel, en sus palabras de hace unos días: “Michael, necesitamos hablar.” No me dijo sobre qué. No quiso. Pero lo intuyo. Hay algo en su voz que no escuché nunca en estos dos años de relación clandestina. Algo que me hace pensar que lo que sea que tenga para decir… cambiará todo. Y por primera vez en mucho tiempo, siento miedo. No del escándalo, no del matrimonio, no del juicio externo. Miedo de perderla. Miedo de enfrentar lo que he postergado demasiado. Miedo de que el tiempo que le pedí —ese tiempo que siempre prometí que usaría para ordenar mi vida— finalmente se haya agotado. Tomo las llaves y abro la puerta. El aire fresco me golpea el rostro. El cielo nublado parece anunciar una tormenta inminente. Cierro la puerta detrás de mí y bajo las escaleras con un nudo en el estómago. Voy a verla. Voy a Rachel, la mujer que se convirtió en algo más que una aventura. Algo más que un escape. Algo que no sé nombrar, pero que pesa dentro de mí más de lo que estoy dispuesto a admitir. Mientras camino hacia el auto, un pensamiento se impone, claro, inevitable: No puedo seguir así. Algo va a romperse muy pronto. Y esta vez, quizá ya no haya forma de evitarlo. Arranco el motor y me dirijo hacia su departamento, sin saber si lo que me espera allí será el principio o el final. Pero voy. Porque Rachel me espera. Porque yo elegí esto. Porque, aunque trate de negarlo, parte de mí ya sabe lo que está por suceder. Y porque, aunque no quiera admitirlo, la verdad —la que he esquivado durante años— está más cerca que nunca de alcanzarme.






