02.

MICHAEL

La ciudad se extiende frente a mí como una mezcla imperfecta de ruido, tránsito y nubes. Conduzco sin prisa, aunque por dentro siento un impulso constante de acelerar, de llegar cuanto antes al departamento donde Rachel me espera. No sé por qué estoy tan inquieto. Tal vez por su mensaje breve, casi seco. Tal vez porque esta vez no siento esa expectativa ligera, casi adictiva, que me acompañaba cada vez que iba a verla. Hoy siento otra cosa. Una presión en el pecho. Un presentimiento que no puedo descifrar.

El semáforo está en rojo y observo mi reflejo en el vidrio del auto de adelante. Me veo igual que siempre, pero sé que no lo estoy. Hay algo distinto en mis ojos, una especie de agotamiento silencioso que no solía estar ahí hace dos años. Desde que Rachel entró en mi vida, todo se volvió más intenso. Más vivo. Más lleno de decisiones que evité hasta que comenzaron a apilarse como deudas acumuladas.

Rachel.

Su nombre aparece en mi mente con la claridad de un latido. Me pregunto cómo estará ahora mismo. Si está caminando por el departamento, si está esperando de pie junto a la ventana, si tiene esa expresión de impaciencia que solo muestra cuando algo realmente importa. O si está preocupada. Tal vez lloró. No sé. Y lo peor es que me doy cuenta de que en estos dos años jamás la vi tan inquieta como la escuché ayer.

El semáforo cambia a verde y avanzo. La lluvia amenaza, oscura, acumulándose en las nubes, como si el clima supiera que algo está a punto de romperse.

A pocos metros, su edificio comienza a asomarse entre las calles angostas. Tengo la sensación de llegar a un punto de quiebre, como si al cruzar ese último cruce el resto de mi vida fuera a definirse sin que yo pueda evitarlo. Mi mano se cierra en torno al volante con más fuerza de la necesaria.

Necesito verla.

Necesito saber qué tiene que decir.

Mi teléfono vibra en el asiento. Miro la pantalla solo un segundo.

Sara.

El sonido de su nombre golpea mi tranquilidad como una piedra. Rara vez me llama a esta hora. Rara vez me llama sin avisar. Rara vez necesita algo de mí.

Tomo el teléfono, dudo un instante, y atiendo.

—¿Sí?

Lo que escucho al otro lado me deja helado.

—Michael… —su voz es temblorosa, quebrada en un tono que apenas reconozco—. Tuve un accidente.

Dejo de respirar por un segundo. O por varios. El mundo se estrecha, y el edificio de Rachel desaparece de mi campo de visión.

—¿Qué? ¿Dónde estás?

Oigo ruido detrás de su voz: voces desconocidas, autos pasando, una especie de confusión desordenada.

—Estoy… en la calle, frente a la avenida… un auto dobló sin mirar y… —su respiración se interrumpe en un jadeo nervioso—. Caí… me golpeé la pierna… creo que no puedo caminar.

Mi cuerpo entra en tensión. Miro alrededor, buscando espacio para dar la vuelta. No encuentro uno inmediato, y maldigo en silencio.

—¿Estás bien? ¿Te duele algo más? —pregunto, intentando mantener la calma, aunque siento la adrenalina subir por mi cuerpo como una corriente eléctrica.

—Me duele la rodilla. Mucho. Me levantaron un par de personas, pero… no puedo apoyar el peso. Estoy sentada en la vereda. La ambulancia dice que tarda. No sabía a quién más llamar… —traga saliva—. ¿Puedes venir?

Una pregunta obvia. Una súplica silenciosa.

Durante un segundo, uno que me avergüenza admitir, pienso en Rachel. En que está esperándome. En que probablemente esté preocupada. En que ya estoy a menos de un minuto de su puerta.

Pero la imagen de Sara sentada en la vereda, herida, rodeada de extraños, me atraviesa como un golpe. No porque siga amándola como antes —eso se diluyó hace años sin que lo quisiéramos— sino porque no puedo borrarla de mi historia. Fue mi compañera durante quince años. Conozco todos sus silencios, sus rutinas, sus tristezas escondidas. Y sé que si me está llamando a mí, es porque no tiene a nadie más.

Presiono los labios y respondo sin dudar más:

—Voy para allá. No te muevas. Estoy en camino.

—Gracias… —su voz se quiebra lo suficiente como para hacerme cerrar los ojos un instante—. Por favor, apúrate.

Cuelgo antes de que pueda decir algo más.

Me quedo inmóvil un par de segundos, con el teléfono en la mano, sintiendo cómo se tensan todos los hilos invisibles que sostienen mi vida. Rachel está a menos de un minuto. Sara está tirada en la vereda en quién sabe qué estado. Y yo estoy exactamente en el punto donde las dos vidas que he mantenido separadas se acercan peligrosamente a encontrarse.

Tomo aire, giro el volante bruscamente y me meto en la primera calle transversal, alejándome del edificio donde Rachel espera.

Siento un pinchazo de culpa. No solo por irme, sino por no poder avisarle con sinceridad por qué no llegaré. Por no poder decirle que esta vez no es una excusa. Que esta vez mi vida se enredó sola.

El auto avanza más rápido de lo permitido. El tránsito parece más lento que nunca. Muerdo la mandíbula mientras manejo, intentando ordenar mis pensamientos, pero todo está mezclado.

Rachel me espera.

Sara está herida.

Yo estoy dividido.

Aprieto el volante. La lluvia empieza a caer con fuerza, tamborileando contra el parabrisas como si la ciudad también quisiera presionar.

Pienso en Rachel, en su mensaje, en su silencio expectante. No sé qué me va a decir, pero algo en mí sabe que es algo grande. Algo serio. Algo que cambiaría por completo mi vida si pudiera escucharla ahora mismo.

Pero no puedo.

Y saberlo me mata un poco.

Enciendo el limpiaparabrisas con un golpetazo del dedo. La calle se abre finalmente, y veo más adelante las luces de patrulleros y un pequeño grupo de personas. El corazón me late con fuerza.

Sara está allí.

Me estaciono mal, casi sobre la acera, y salgo del auto bajo la lluvia. El frío me golpea el rostro. Camino rápido, esquivando a la gente, hasta que la veo. Está sentada en un escalón bajo, con el pantalón roto en la rodilla y el rostro pálido. Una mujer mayor sostiene un paraguas sobre ella.

Cuando me acerco, Sara levanta la vista. Sus ojos están llenos de alivio y dolor.

—Michael…

Y en ese momento, con ella mirándome así, con la pierna hinchada y la calle mojada alrededor, con la tormenta cayendo sobre nosotros, siento un tirón en el interior que no esperaba. Un recordatorio de que no puedo simplemente desaparecer de su vida como si no fuera nadie.

Me agacho junto a ella.

—Estoy aquí.

Ella respira hondo, conteniendo un sollozo. La mujer del paraguas se aparta un poco mientras yo examino la pierna de Sara sin tocarla demasiado.

—No intentes moverte —le digo—. Te voy a llevar al hospital. Ya mismo.

Sara asiente, mordiéndose el labio.

Y mientras la ayudo con extremo cuidado a ponerse en pie, mientras sus dedos se aferran a mi brazo, mientras el peso del momento se vuelve tan real que casi me parte en dos, un pensamiento me atraviesa, oscuro y certero:

Rachel va a pensar que no fui porque no quise.

Y no puedo explicárselo.

No ahora.

No así.

Siento la vibración del teléfono en mi bolsillo. Rachel. Tiene que ser ella.

Pero no puedo contestar.

No mientras sostengo a Sara bajo la lluvia.

No mientras su dolor físico pesa más que mis promesas incumplidas.

La ayudo a avanzar lentamente hacia el auto, y con cada paso escucho dentro de mí un eco que me acompañará todo el día.

Todo está empezando a quebrarse.

Y ya no puedo detenerlo.

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