Hespéride Rhiainfell, Luna del imperio, al estar embarazada es cuando su esposo encuentra a su anhelada mate, aunque enferma. Obligada a curarla, luego es traicionada y herida mortalmente. Sin embargo, es hallada por Horus Khronos, un príncipe caído que la aborrece por conquistar a su reino. Pero, unidos por su odio contra el tirano, forjan una alianza de venganza para acabar con el emperador, en la que surge una atracción inesperada entre ellos.
Leer más—Hijo mío —dijo el monarca de Krónica, ofuscado. Había corrido desde sus aposentos hasta la habitación de su único heredero—. Debes escapar.
Su voz traía la gravedad de una orden y la fragilidad de un ruego. Las manos del rey se aferraron a los hombros del muchacho, transmitiendo una fuerza que se quebraba en la mirada. Era un hombre maduro, de cabello rubio, ojos azules como el cielo despejado y una armadura con los colores de su linaje.
—Horus —dijo la reina, entrando con paso firme—. Creo que tú serás el bendecido por los espíritus.
Ella se acercó sin apartar la vista de su hijo. Su figura imponía respeto, alta y esbelta, con la piel tan pálida como la nieve bajo la luz de la luna. Sus orejas largas delataban su sangre élfica, su cabello blanco caía como un río helado sobre su espalda, y sus ojos plateados parecían contener la calma y la ferocidad de un invierno eterno. La magia de hielo le envolvía en un halo imperceptible pero tangible. El rey, al conocerla años atrás, había decidido unir su destino al suyo sin vacilar.
Horus Khronos, de apenas diez años, se incorporó desde la cama, sorprendido y aún con la somnolencia aferrada a sus párpados. Su sangre llevaba el linaje mezclado de humano y elfo, aunque su apariencia favorecía el lado paterno. Sin embargo, el cabello blanco y los ojos grises hablaban del influjo materno. Sentía que algo se rompía en su interior. El aire de la noche era frío, pero lo que le erizaba la piel no era el clima, sino la certeza de que algo irreversible estaba ocurriendo.
—La jefa de damas de la corte, el comandante de la guardia real y el jefe de ministros irán contigo —anunció la reina con voz firme, intentando ocultar cualquier quiebre.
—¿Y ustedes? —preguntó Horus, observándolos con un nudo en la garganta. A su corta edad, comprendía que aquello no era una despedida común.
En ese instante llegaron sus abuelos, altos y erguidos pese a los años, y detrás de ellos sus bisabuelos, cuyos rostros guardaban siglos de historia. La longevidad del linaje Khronos, bendecido por un espíritu primordial, les permitía vivir hasta tres siglos. Cada arruga era un mapa de batallas ganadas, pérdidas lloradas y memorias que sostenían el reino.
Horus abrazó a sus padres, sintiendo el temblor en sus manos y el calor de un amor que intentaba quedarse en su piel para siempre. Sus ojos se humedecieron, y una lágrima rodó por su mejilla mientras el rey hablaba.
—Guíenlo y protéjanlo en su camino —ordenó el monarca al comandante—. Él es nuestra esperanza.
El capitán, con la armadura aún manchada de sangre, asintió y tomó la delantera. La comitiva se internó en los pasadizos secretos bajo el palacio, corredores de piedra donde las antorchas chisporroteaban contra el eco de pasos apresurados.
En la superficie, Krónica resistía la ofensiva del imperio de Titánador. Las murallas, orgullo de generaciones, habían cedido bajo la fuerza del emperador Atlas Grant, un coloso de cuatro metros de altura que avanzaba como una tormenta viva. Las leyendas lo describían como invencible, pero esa noche superaba cualquier relato. Su llegada no respondía solo a la conquista: una profecía había llegado a sus oídos a través de su amante, una bruja profeta. Le había advertido que un descendiente de los Khronos heredaría el don de manipular el tiempo. Si deseaba perpetuar su poder, debía exterminar a todo el linaje. Y además, creía que entre esas paredes encontraría a su mate, su amor verdadero.
En las calles, el emperador atravesaba a los guardias con una fuerza brutal, destrozando escudos como si fueran madera podrida. Sus pisadas aplastaban piedra y cuerpos por igual. La sangre le salpicaba la armadura negra, pero en su rostro no había más que una calma fría. Para él, matar a esos hombres era tan trivial como apartar insectos de su camino.
El príncipe, impulsado por la urgencia, corría por los pasadizos. Sus botas golpeaban la piedra húmeda, y el eco de su respiración se mezclaba con el chisporroteo de las antorchas. El atuendo real, bordado en hilos dorados y azules, se agitaba como una bandera rota bajo el ímpetu de su carrera. La tela acariciaba las paredes en cada giro, recordándole que aún pertenecía a una vida que se desmoronaba.
De pronto se detuvo. Sus pasos se frenaron en seco, la respiración se volvió irregular y un peso extraño le presionó el pecho.
—Su alteza —dijo el comandante, girándose—. Sigan ustedes… Ya los alcanzamos.
Horus apretó la mandíbula y, sin más palabras, retrocedió. Cada paso lo alejaba de la seguridad y lo acercaba a un destino que aún no comprendía, pero que lo llamaba con una fuerza imposible de resistir.
Se internó por corredores menos iluminados, guiado por instinto, hasta alcanzar un arco tallado con el blasón real. Más allá, la sala del trono se extendía como un santuario profanado. La penumbra jugaba con las columnas, y en el centro, la escena se desplegaba con la crudeza de una pesadilla viva.
Se mantuvo oculto tras un muro roto, observando. Sus padres, hermanos menores, primos, abuelos, tíos… todos alineados, custodiados por soldados de Titánador. El aire estaba cargado de humo y hierro. Los gemidos apenas lograban nacer antes de ser cortados por las hachas y espadas enemigas.
El gigante avanzó hacia ellos. La luz de las antorchas se reflejaba en su armadura negra, y en su mano portaba un arma de filo imposible, más grande que un hombre. Con un solo golpe, las vidas se apagaban, y el suelo quedaba cubierto por charcos oscuros.
Horus sintió que las lágrimas le ardían. Un sollozo le subió por la garganta, pero se lo tragó. Su pecho se estremeció, su visión se nubló y cada latido le golpeaba las sienes como tambores de guerra. El aire se le volvió espeso. Veía caer a su madre, su cabello blanco manchado de carmesí; a su padre, aún de pie hasta el último segundo, intentando proteger a los demás; a sus hermanos, cuya risa había llenado los pasillos días atrás.
La fragancia de la sangre se mezclaba con el humo, el cuero quemado y el metal oxidado. Horus sintió un temblor recorrerle las manos, un frío distinto al de la magia de su madre, un frío que parecía congelarle por dentro. Sus uñas se clavaron en la piedra, sus lágrimas caían sin pausa. El dolor se expandía como un veneno lento, pero implacable.
Atlas terminó la masacre con la calma de quien termina un trabajo inevitable. El silencio posterior era un vacío insoportable, roto solo por el eco de su respiración profunda. Entonces, el coloso giró lentamente la cabeza y sus ojos se clavaron en la sombra donde un niño se escondía. La mirada era un ancla que lo inmovilizó.
El tiempo volvió a moverse en el Imperio. Los sonidos regresaron como un rugido sordo que se expandía desde los cimientos de la plaza hasta las cúpulas del palacio. El fuego, que segundos antes había estado suspendido en el aire, cayó en una danza de brasas inertes, desvaneciéndose ante el soplo gélido que cubría todo el campo de batalla. Las llamas fueron extinguidas por la escarcha que cubría las murallas, los cuerpos y el suelo.Una neblina azulada se alzó, opacando el resplandor de las antorchas. El suelo crujía al paso de los soldados que se atrevían a moverse; sus rostros, helados de espanto, observaban el lugar vacío donde un instante antes se había hallado el hombre de los ojos de plata.—¿Qué…? ¿Qué fue eso? —susurró uno de los lanceros, con el arma temblando entre sus manos.El aire todavía llevaba la huella del tiempo detenido: la sensación de haber sido arrancados de la realidad. Un silencio reverente cayó sobre todos. Solo el viento respondía, arrastrando copos de escarch
Horus vio el temblor de Leighis. De sus manos salió escarcha blanca, cubriendo los barrotes de luz y los hizo estallar, liberándose de su prisión mágica. El sonido fue ensordecedor; los fragmentos de luz cayeron como cristales que se desvanecían antes de tocar el suelo. Horus se giró hacia los krónidas, y su mirada plateada brilló con una fuerza que no era solo mágica, sino ancestral, una chispa del tiempo mismo que corría por su sangre.La voz de Némesis retumbó por segunda vez, ahora más fuerte:—¡Pueblo de Krónica! Es costumbre que los ciudadanos y nobles le muestren respeto a sus monarcas. Sin embargo, eso hoy va a cambiar —dijo él con sus palabras atravesando el aire como un trueno—. En nombre de todo mi linaje me disculpo por no haberlos podido proteger de su infortunio, dolor y agonía.Su voz resonó por toda la plaza, profunda y dolida, como si cada palabra arrancara fragmentos de su alma. Los krónidas lo miraban sin poder creerlo. Aquel hombre que irradiaba poder y desafío era
Horus se mantuvo ileso con su defensa de hielo entre las jaulas de luz que evitaban que se transportara. El elemento anulaba la magia de oscuridad de su esposa Hespéride. En estas semanas había iniciado la revuelta y unido a varios reinos en su rebelión contra la tiranía del emperador. Desde que era niño no se había vuelto a encontrar con él. Le había temido, lo odiaba y lo detestaba. Sin embargo, ahora podía sostenerle la mirada sin ningún temor. En casa lo esperaba su hermosa bruja y sus hijas. Ellas le daban el coraje para enfrentarse al que había aniquilado a su familia entera. No lo perdonaría y no descansaría hasta matarlo.—¿Quién eres? —preguntó Leighis Noor, la actual emperatriz.Horus tensó la mandíbula. Sus ojos plateados la enfocaron. Alguna vez había sido su prometida y había estado enamorado de ella. Pero las cosas habían cambiado de forma radical. La elfa dorada era la emperatriz del enemigo, la santa de la luz, mientras la que lo había sido en un principio, Hespéride R
Horus la reconocía; era Leighis Noor, su antigua prometida. Cuánto había deseado que despertara de aquel largo letargo, para poder desposarla, para que el destino siguiera el cauce que él había soñado desde niño. Era ella, con sus ojos amarillos como dos soles perpetuos y aquel cabello dorado que parecía trenzado por los mismos dioses. Hasta ese momento, Horus solo había escuchado su voz en destellos telepáticos, un murmullo lejano que lo consolaba en sus noches de soledad. Pero ahora la tenía frente a él, refulgente, rodeada de aquel halo inmaculado que transmitía calma y pureza, como si fuese una santa enviada por los cielos.El contraste lo atravesaba como una lanza. Esa mujer, a la que había amado con fervor juvenil, ya no era suya. Era la emperatriz de Atlas Grant, esposa del titán que había jurado destruirlo. Horus comprendía, en un rincón de su espíritu, que Leighis no había podido resistirse a la fuerza aplastante del emperador. Los caminos del destino los habían cruzado en el
La expedición partió con el alba, cuando los primeros rayos del sol bañaban los muros de Atira con tonos de oro y fuego. La emperatriz Leighis cabalgaba al frente sobre un corcel blanco como la nieve, engalanada en un atuendo impecable, bordado en filigranas de plata que reflejaban la pureza de su linaje. Su rostro, sereno y resuelto, irradiaba una calma que infundía confianza en los soldados que marchaban tras ella. Eran titanes, fornidos y disciplinados, armados con lanzas y escudos que brillaban bajo la luz matinal. El pueblo al que se dirigían había sido el último en reportar la presencia de aquel enigma oscuro: Némesis.La caravana se desplazaba con solemnidad, como si cada paso de los caballos anunciara el juicio venidero. Leighis no se permitía la duda. Su voz, interiormente, repetía una plegaria de luz; sabía que su magia aún no había sido probada en gran escala, pero confiaba en que cuando llegara el momento, la claridad vencería a las sombras.Desde la mansión secreta, Hespé
Leighis Noor, la emperatriz dorada, se había recuperado con una velocidad sorprendente. Su cuerpo, fortalecido por la herencia élfica y sostenido por la magia de luz que recorría su ser, sanó en pocos días de lo que a otras mujeres les tomaría semanas. No era solo su sangre noble lo que la hacía resistir, sino también su férrea voluntad de no permanecer como una simple madre confinada en los muros del palacio. Su mente, incansable, ya había comenzado a idear un nuevo plan.Némesis seguía siendo la sombra que perturbaba al imperio. Sus estragos, invisibles a veces, devastadores en otras, habían dejado rastros de destrucción que no podían pasarse por alto. Leighis había observado cada rumor, cada crónica llegada a Atira, y había empezado a sospechar sobre su verdadera naturaleza.—Señor mío —dijo una tarde, mientras sostenía en brazos al pequeño Hiantes, su hijo más blanco y de pestañas agudas—. He pensado en cómo atrapar a ese fantasma que se mueve entre pueblos.Atlas, sentado en su t
Último capítulo