Horus exhaló con temor. El coloso lo había descubierto. La sombra del gigante parecía expandirse hasta devorarlo, y su mirada, fría y absoluta, lo inmovilizó. El príncipe retrocedió sin pensar, tropezó con un fragmento de piedra y cayó sentado, el corazón golpeándole el pecho como un tambor desbocado.Sus manos buscaron apoyo, pero su diestra se extendió instintivamente hacia el frente. Entonces, el iris grisáceo que había heredado de su madre comenzó a transformarse. La tonalidad plateada se descompuso en doce destellos, desplegándose en una gama de colores vivos, como si el arcoíris hubiera encontrado refugio en su mirada. Dentro de ese círculo cromático aparecieron manecillas negras, perfectas, marcando un reloj invisible.La realidad se quebró. El sonido del viento, el crepitar del fuego, el olor a hierro y sangre, todo quedó suspendido en un silencio denso. El mundo entero se congeló. Ni el gigante, ni las antorchas, ni la sangre que aún caía al suelo se movían. Era como si el un
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