Hespéride sacó el reloj de cristal que había obtenido de parte del príncipe y lo puso en la mesa de noche. Su carpa era iluminada por cristales de luz blanca. Este nuevo artefacto daba fresco agradable, a pesar de que en el continente no existiera la nieve, ni la escarcha, sino en los que quedaban más al norte. Así, simplemente se recostó en su cama y luego de minutos, concilió el sueño.
Al día siguiente, Atlas Grant permanecía erguido en la plaza principal de Krónica, ahora tomada por sus huestes.
La luz del amanecer bañaba sus hombros anchos, realzando la armadura dorada y negra que cubría su torso como la coraza de un dios antiguo. Los grabados de lobos en movimiento y lunas llenas se extendían por las placas metálicas; su capa de terciopelo carmesí, larga como un río de sangre, se desplegaba con cada brisa. La corona de su imperio, un aro de obsidiana incrustado con piedras ambarinas, descansaba sobre su cabellera castaña, que caía libre por la espalda, brillante como el bronce al sol.
A su alrededor, sus capitanes, comandantes y generales formaban un semicírculo imponente, vestidos con armaduras oscuras y capas ondeantes. Los vasallos conquistados, muchos de ellos nobles de otros reinos ya sometidos, aguardaban en silencio, inclinando la cabeza en señal de obediencia forzada. Frente a todos, el pueblo de Krónica permanecía arrodillado, con las manos sobre la nuca, apuntados por lanzas de acero ennegrecido. Las lágrimas surcaban los rostros de ancianos, mujeres y niños; las madres abrazaban a sus pequeños, intentando que no vieran lo que ocurría, pero los sollozos ahogados y el temblor de sus hombros lo delataban.
El pregonero gigante, con voz rasposa y potente como un trueno lejano, desenrolló el pergamino oficial.
—Este reino tiene nuevos líderes —proclamó, alargando cada sílaba como un golpe de martillo—. Sus monarcas están muertos… Toda la familia real ha sido exterminada, porque son débiles.Un murmullo de dolor recorrió a los Krónidas sobrevivientes. Algunos hombres golpearon el suelo con los puños, incapaces de aceptar la pérdida; mujeres se cubrieron el rostro, y un anciano cayó de rodillas con un grito que resonó en toda la plaza. Los guardias empujaron a quienes intentaron levantarse, hundiéndolos de nuevo en la tierra con la punta de las lanzas.
—Este será territorio del Imperio de Titánador y se llamará Atira —continuó el pregonero—. Y ustedes… Serán esclavos que sirvan al único y majestuoso Atlas Grant, emperador alfa de lobos y de todas las razas. No hay nadie que lo iguale en grandeza, fuerza y poder.
Varios soldados arrancaron la bandera azul y plateada de Krónica, donde el emblema del reloj solar de los Khronos se alzaba orgulloso. La tela fue arrojada al suelo, pisoteada y rociada con aceite antes de prenderle fuego. Las llamas devoraron los hilos, consumiendo no solo un estandarte, sino siglos de historia. En su lugar, izaron la bandera negra con el lobo dorado aullando bajo la luna, símbolo de Titánador, que se desplegó con un golpe del viento, como si reclamara el cielo.
—Atira es una nación rica —prosiguió el pregonero, paseando la mirada sobre la multitud—. Los impuestos aumentarán. Los tributos de trigo, cebada y todo cultivo pertenecerán al emperador. Cualquier ofensa a su nombre será castigada sin piedad. El apellido Khronos y el nombre del reino Krónica quedarán prohibidos… El que los pronuncie será ejecutado en el acto.
Desde su gran carpa de guerra, en las afueras, Hespéride observaba cada gesto a través de su bola de cristal. Su rostro permanecía severo, inmutable ante las medidas rigurosas del Titán. El reflejo de la escena danzaba sobre sus ojos púrpuras mientras su respiración se mantenía pausada. Era lo mismo que había hecho con otras naciones; les quitaba su identidad y los volvía una ciudad más de su imperio.
Luego de esto, iniciaron su búsqueda de la santa dorada. Tropas enteras marcharon por aldeas, atravesaron campos y hurgaron en las casas, guiados por cazadores con el olfato entrenado para seguir rastros de magia y sangre. Sin embargo, ninguno logró olerla ni sentir su presencia. Era como si la elfa de luz se hubiese desvanecido del mundo. Algunos regresaban frustrados, otros, furiosos por su fracaso, y Atlas miraba sus informes con creciente impaciencia.
En realidad, la distancia no era lo único que la protegía: el aroma de la santa había sido enmascarado por los frascos encantados que Hespéride había ordenado dispersar. La pócima liberaba un aroma ilusorio, denso y dorado, que confundía los sentidos de los rastreadores. Los lobos alfa y sus cazadores quedaban desorientados, como si persiguieran un eco invisible.
Mientras tanto, muy lejos, el grupo del príncipe Horus avanzaba con paso lento hacia el noroeste. Las montañas del límite continental se alzaban como un muro distante, pero su avance se veía obstaculizado. Horus estaba envuelto en mantos pesados, pues sudaba como si lo abrasara un fuego interno. Su piel, pálida y húmeda, contrastaba con el brillo febril de sus ojos. La respiración le costaba y cada tos parecía arrancarle un trozo de fuerza.
Se detuvieron en un claro protegido por viejos robles, donde el viento apenas penetraba. El jefe de ministros, con el ceño fruncido, ordenó montar tiendas reforzadas. Los médicos rodearon al príncipe, palpando su frente ardiente, escuchando su pulso, aplicando ungüentos de hierbas amargas que perfumaron el aire con un aroma terroso. Le dieron infusiones de raíz molida, cataplasmas de hojas frescas, compresas frías que se calentaban al instante contra su piel. Sin embargo, el calor de su cuerpo no cedía, como si estuviera atrapado en una fiebre que no pertenecía a ninguna enfermedad conocida.
Los días pasaban y la mejoría no llegaba. El cansancio se dibujaba en los rostros de todos, desde los soldados hasta las doncellas que cuidaban del príncipe. El comandante Calren Vorast rompió el silencio junto a la fogata, mirando a los demás con dureza.
—Si su Alteza muere, el linaje Khronos se perderá para siempre —declaró él—. No tendría sentido seguir huyendo… No habría propósito para nosotros.Sus palabras pesaron como piedras. El silencio se prolongó, roto solo por el chisporroteo del fuego y el murmullo del viento entre las hojas. Todos comprendían que la vida del joven príncipe era el último hilo que mantenía unida la esperanza de su pueblo.
Los Krónidas que habían huido de la masacre trataban de sostener a Horus con oraciones, cánticos y remedios que pasaban de mano en mano. Pero ninguno tenía éxito. El peso del exilio, la angustia y el miedo comenzaban a hundirse en sus corazones como un veneno lento.
En la antigua Krónica, la búsqueda se intensificaba. Las tropas revisaban cada caravana, cada campamento, cada ciudadela.
A lo lejos, más allá de los límites de lo visible, Hespéride seguía mirando, como un ojo eterno que todo lo vigilaba. Cada día que pasaba sin que Atlas encontrara a la santa dorada era una victoria pequeña, pero necesaria. Y estaba dispuesta a seguir entorpeciendo su camino, incluso si para ello debía mover los hilos de la guerra desde las sombras, solo para sobrevivir. Todo acto que hiciera estaba encaminado a la vida de las brujas y los druidas, porque era la princesa de ambas razas. Haberse ofrecido como prisionera del emperador no le había generado ninguna duda. Era la reina heredera de esos reinos, por lo que su misión estaba bien justificada. Esperaba que los otros hicieran su parte y se fortalecieran más; solo así podrían hacerle frente al gigante que había llegado a sus tierras a conquistarlos, a saquearlos y dominarlos. Sin embargo, esperaba el día en que los valientes tuvieran el vigor de levantarse y luchar contra la tiranía.