Capítulo 4 La conquista

Atlas Grant se detuvo en el centro del salón principal, observando con deleite la alfombra de cuerpos que yacían a sus pies. Los Khronos, guardianes del tiempo, habían caído con una facilidad que para él resultaba insultante. Sus labios formaron una mueca de satisfacción mientras repasaba con la mirada los rostros inertes. La hoja de su espada, tan ancha como el torso de un hombre, goteaba aún con la sangre tibia de aquellos que habían jurado proteger ese reino.

En su juicio, era la conquista más sencilla que había llevado a cabo en décadas. Aquellos guerreros, que durante generaciones habían mantenido el control de las corrientes temporales, no eran más que hombres y mujeres con armaduras relucientes y habilidades que, frente a su poder, resultaban inútiles.

Sus súbditos, robustos y disciplinados, retiraron sin miramientos el pequeño trono de mármol que perteneciera a los monarcas Khronos. En su lugar, colocaron una estructura de proporciones colosales, hecha con una base de hierro negro y un respaldo tallado en piedra volcánica. Encajaba a la perfección con su porte: un emperador de cuatro metros de altura, cuyo solo paso hacía temblar los cimientos.

Su cabellera castaña, larga y espesa, caía sobre una capa bordada en hilos de plata y oro. El manto se unía en sus hombros con broches de ónice y bajo él vestía una coraza labrada con runas antiguas, cada una sellada con la magia de pueblos conquistados. Las botas, reforzadas con placas de bronce, emitían un golpe seco contra el suelo en cada paso. Alrededor de su cintura, un cinturón ancho con gemas incrustadas sujetaba un faldón de cuero curtido, teñido en tonos oscuros. Con un gesto de su mano enorme, ordenó que todos abandonaran la sala. Los portones se cerraron con un eco metálico que resonó en las paredes de piedra.

Una figura menuda descendió desde la penumbra del techo, flotando en una escoba de madera oscura cuya superficie parecía absorber la luz. Su cabello era oscuro y sus ojos eran dorados, que brillaban con la intensidad de una llama. Se llamaba Xytrha, la bruja adivina. Había llegado a su servicio tras ser desterrada del reino de Shade por manipular destinos que no le pertenecían.

—¿Dónde está mi mate? — rugió Atlas como roca deslizándose por una montaña.

—Aquí, en mis visiones —respondió ella con tono suave, aunque sus palabras tenían el filo de un cuchillo—. Oculta en algún lugar que sus protectores crean seguro. La princesa elfo, la santa de la luz, prometida al príncipe heredero Horus Khronos.

—Ese niño ya está muerto —replicó Atlas, ladeando la cabeza con arrogancia.

—Ahora la elfa dorada será únicamente para usted, su majestad imperial. Él no era más que un obstáculo irrelevante, un pequeño infante sin ningún don. En cientos de años, ninguno de los Khronos llegó a tener el poder de manipular el tiempo.

Xytrha descendió de la escoba con gracia y se inclinó hasta que sus rodillas tocaron el mármol frío. Una sonrisa calculada curvó sus labios, cargada de intenciones que no confesaba.

En realidad, antes de que Atlas pisara el salón, los Khronos habían tejido un engaño. Habían dejado un doble en el lugar del príncipe para que el titán creyera haber completado la masacre. El verdadero Horus había escapado, aunque en tal estado de agitación que difícilmente habría comprendido la magnitud de lo sucedido.

—¿Dónde está la emperatriz? —dijo Atlas, con una voz que retumbó en las paredes como un trueno.

—Fuera, acampando —contestó Xytrha—. Sabe que rechaza permanecer en palacios tomados por la fuerza.

—Me es indiferente —sentenció él—. No me importa dónde se esconda ni qué rehúse hacer.

La bruja avanzó con pasos medidos, acercándose al regazo del gigante. Sus dedos delgados rozaron la piel endurecida de sus muslos.

—Mañana comenzará la caza de la santa dorada… —dijo Xythra—. La luna llena será su aliada, la luz guiará el rastro y, al convertirnos en lobos, podremos olerla.

A las afueras del reino de Krónica, Hespéride había regresado a su carpa real. Se erguía en medio de un amplio claro, rodeada de estandartes negros y dorados. Cada soldado y bruja que la veía pasar inclinaba la cabeza. Su porte era sereno, etéreo, pero bajo aquella calma se ocultaba la mente calculadora de quien jamás olvidaba una afrenta. Se sentó en su trono, una silla alta de marfil y cristal moldeada por su propia magia. El sitio era iluminado por cristales de luz blanca. El conocimiento de los druidas y las visiones de las brujas habían llegado a construir artefactos futuristas que provenían de los sueños del mañana.

Una bruja pidió audiencia y entró con pasos temblorosos, arrodillándose ante ella.

—Saludos, su majestad.

—Informa.

—El emperador ha acabado con toda la familia real Chronos —dijo la espía—. Mañana emprenderá la búsqueda de la elfa dorada, la santa de la luz… Xytrha afirma que es su mate y que se oculta en algún rincón de estas tierras.

Hespéride no pestañeó. Extendió la diestra con la palma hacia arriba y, en un destello, surgieron varios jarrones de cristal traslúcido.

—Usa esto —ordenó ella—. Llama a las demás y derrama su contenido en cada rincón del reino. Que el aire mismo se vuelva un velo que nuble su olfato durante años… Tal vez más de una década. Mató a todo un linaje, arrasa nuestras tierras… y aun así será recompensado con el amor que ansía. No puedo impedir que lo encuentre… Pero puedo retrasar su premio hasta que la espera lo desgaste.

La bruja alzó la vista con sorpresa.

—Como ordene, su majestad.

Las mensajeras partieron con presteza. Avanzaron entre la espesura nocturna, cubiertas con capas de sombras. El sigilo era su arte: no dejaban huellas en la tierra ni quebraban ramas bajo sus pies. Cada jarrón contenía una sustancia que no era del todo líquida ni gaseosa, sino un hálito denso que se confundía con la bruma.

En aldeas dormidas, vertieron el contenido en los pozos. En cruces de caminos, lo dejaron filtrarse en el suelo, impregnando la tierra con un aroma imperceptible para los lobos, pero letal para el rastro de cualquier criatura que dependiera del olfato para cazar. En los muros de piedra, rociaron grietas y hendiduras, asegurando que el viento dispersara la esencia hasta las fronteras mismas del reino.

Las brujas trabajaban en silencio absoluto, intercambiando apenas miradas para coordinarse. Las manos se movían con precisión ritual, como si cada gota liberada fuera un juramento contra el titán.

Al amanecer, la bruma artificial se mezcló con la neblina real de las montañas, invisible a los ojos de cualquiera que no conociera su origen. Para Atlas, sería un mundo en el que el rastro de su presa quedaría difuminado, como si la luna misma se burlara de su anhelo.

Y mientras él planeaba su cacería bajo un cielo limpio, Hespéride, desde su trono de obsidiana en la gran carpa, mantenía la mirada fija en el horizonte, sabiendo que había tejido un obstáculo que ni la fuerza ni la arrogancia podían derribar con facilidad.

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