Capítulo 2 El tributo

Hespéride, oculta aún en la sombra de su propio porte, observó con atención al grupo empapado que acababa de llegar. Por primera vez hallaba a alguien con un par de ojos de iris plateados. El brillo de aquel niño era inusual, casi incómodo de contemplar, como si cada destello de luz en sus pupilas estuviera compuesto de algo más que reflejos. Lo examinó con calma, midiendo sus rasgos y gestos. El cabello blanco también era particularmente anormal en ese reino central del continente de Alesia. Tenía entendido que era un poco más común en las tierras gélidas del norte, entre los elfos escarchados.

En su interior, un pensamiento surgió como un murmullo antiguo. Ese pequeño era diferente. Tenía la misma rareza que ella, la misma excentricidad que la había convertido en un ser imposible de clasificar. ¿Por qué todos lo protegían con tanto fervor? Su vestimenta y la forma en que el comandante lo sostenía lo delataban: sangre real. Y si era de la realeza de Krónica, entonces la respuesta era evidente.

Sabía bien por qué Atlas había marchado contra ese reino con tanta determinación. Otra bruja había profetizado que uno de los Khronos sería capaz de derrotarlo. El emperador no era un gigante que dejara que un destino así se desarrollara. Y ella, Hespéride Rhiainfellt, conocía que el coloso no era un conquistador por simple ambición: se aseguraba de arrancar de raíz cualquier amenaza que pudiera crecer contra él.

El propio Atlas la había tomado por esposa con ese mismo cálculo frío. La bruja púrpura, en condición de enemiga, habría sido su ruina. Para evitarlo, había arrasado el reino de su padre y lo había sometido. Habían aprendido, entonces, que su magia no podía quebrar su fuerza: el rayo era inútil contra la tierra y sus hechizos no eran suficientes para detener al titán. En esa época no eran rivales para los invasores del continente de Tirant.

Atlas Grant, luego de conquistar diversas naciones del sur, marchó hacia el oeste, al reino de Shade, el corazón de las brujas oscuras. Allí, antes de que la guerra se desatara, ella misma reunió al consejo de brujas y se ofreció como esposa, como prenda, como prisionera, con la única condición de que perdonara a su pueblo. Su lógica era clara: tarde o temprano perderían contra él, así que era mejor evitar la masacre. Estaba segura de que en los años venideros podían hacerles frente a los conquistadores. Desde hacía siglos, se decía que un Khronos podría manipular el tiempo. Si esa anomalía era real, se escapaba incluso a su intelecto acumulado en miles de años de estudio. Un ser bendecido por un espíritu, capaz de prever o retroceder la realidad. Eso era simplemente excepcional y magnífico.

Ese pensamiento le atravesó justo en el momento en que uno de los lanceros, nervioso por su sola presencia, tropezó. Entonces, cargó contra ella. Su gesto fue instintivo, tembloroso, pero la acción desató a los demás. Pronto, el grupo de guerreros se lanzó hacia adelante; las puntas de sus armas brillaron bajo la luna.

Hespéride apretó su artefacto. Las uñas largas y cánidas ondularon de manera leve. Apenas presionó el suelo con la base de su báculo la tierra, antes firme, se abrió en líneas oscuras y de ellas surgieron filos de sombra, tan nítidos y sólidos como espadas, que se alzaron en vertical para atravesar a los Krónidas en un solo instante. Los cuerpos se arquearon con la fuerza del impacto antes de desplomarse empalados.

El comandante Calren, testigo de la caída de sus hombres, apretó los dientes y cargó hacia ella con la espada en alto. La bruja ni siquiera se movió. Otras cuchillas de sombra emergieron del suelo, envolviéndolo en un cerco mortal antes de atravesarlo de lado a lado. El sonido metálico de su arma golpeó el suelo que resonó como una campana fúnebre.

Lady Neryanne dejó escapar un grito agudo, con mezcla de furia y desesperación. El ministro Altharion retrocedió, con su rostro desencajado por el terror. La certeza de que no podrían escapar de la emperatriz bruja se instaló en todos ellos.

—Si soy atacada, me defenderé —dijo ella con autoridad y poderío.

Las oscuras pupilas circulares de la emperatriz Luna se volvieron verticales, como una felina. Sus ojos púrpuras resplandecieron, como una cazadora contemplando a sus presas.

—¡No! —exclamó Horus, con su voz quebrada por la urgencia.

El príncipe levantó su diestra. La plata de su iris se encendió de inmediato, expandiéndose hasta convertirse en un mosaico de doce colores vivos. En su interior, las manecillas negras de un reloj aparecieron como grabadas en cristal. El minutero se movió hacia atrás, y con él, la realidad misma.

El agua que goteaba de las ropas volvió a ascender, los gritos se devolvieron hacia las gargantas, los cadáveres se alzaron, las armas retrocedieron a las manos de sus dueños. Las heridas se cerraron. El comandante volvió a estar en pie, respirando con dificultad, con la espada en mano. Todo regresó al instante en que los guerreros apuntaban sus armas hacia Emperatriz Luna.

El cuerpo del joven se inclinó hacia adelante. Su respiración era rápida, desordenada. Un sudor frío le cubría la frente y un dolor punzante le atravesaba la cabeza como si el retroceso del tiempo le arrancara energía con cada segundo que recuperaba. Las manos le temblaban, pero no por el frío; la sangre de su madre lo protegía de lo gélido, sino por el miedo que esa mujer le inspiraba. Aquella bruja, tan alta como imponente, irradiaba un poder denso, sofocante, que lo aplastaba sin necesidad de tocarlo. Habían escapado del gigante, pero se encontraron con esa hechicera macabra y tenebrosa.

—No la ataquen —ordenó Horus, con voz severa pese al temblor en sus dedos.

El guerrero que había iniciado la carga tropezó de nuevo, pero esta vez retrocedió de inmediato con gesto confuso y alerta. La línea de lanzas se rompió en un titubeo generalizado.

Hespéride volvió a sentirlo. Esa extraña vibración en el aire, esa sensación de repetición imposible. Juraría que los había matado. Pero allí estaban, intactos. Su memoria, afilada como una daga, no dejaba lugar a dudas: lo había visto, lo había hecho. Y entonces lo comprendió. El ojo izquierdo del niño, cubierto de colores con la figura de un reloj, no era una ilusión. Ese era el don de los Khronos.

¿Hasta dónde podía retroceder? ¿Era capaz de adelantar lo que aún no había ocurrido? Sus pensamientos se encendieron con una curiosidad voraz. En miles de años, nada había logrado provocar en ella semejante fascinación. Tenía que capturarlo, estudiarlo, diseccionarlo en el sentido más amplio de la palabra.

Horus alzó ambas manos, las palmas hacia arriba. Entre ellas comenzó a formarse un reloj de cristal, sus números grabados con un brillo sutil, cada arista reflejando la luz lunar. La pieza flotó hacia la emperatriz brujo, girando lentamente, como un ofrecimiento.

—Es la emperatriz Luna —dijo Horus con severidad, su voz resonando con un eco de autoridad que no parecía propio de su edad—. Muestren su respeto a la bruja púrpura.

El muchacho se inclinó levemente, cerrando el puño izquierdo y llevándolo contra la palma de la derecha, en un gesto ceremonial que sus acompañantes imitaron. Las rodillas de todos tocaron la tierra, las cabezas se inclinaron. Era una súplica muda por sus vidas, un reconocimiento de que estaban a su merced.

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