Capítulo 7 La poción

Horus en ese entonces apenas tenía ocho años, con la mirada limpia y curiosa de quien aún no ha visto de cerca el filo de la guerra. Durante dos años, sin falta, bajó aquel pasadizo secreto que solo él conocía para visitar a Leighis Noor. Las visitas se habían convertido en su secreto más preciado, algo que no compartía con ningún miembro de su familia. En la superficie era el joven heredero, aplicado en sus estudios y obediente en su entrenamiento, pero en las profundidades de la biblioteca era un confidente, un amigo y, quizá, un futuro prometido que se iba moldeando con paciencia.

La princesa dorada seguía inmóvil en su lecho de cristal, siempre con la misma serenidad en el rostro, con sus párpados cerrados. Sus pensamientos se entrelazaban en un hilo invisible que él empezaba a considerar natural y especial.

En ese lapso, Horus descubrió que podía moldear la escarcha con sus manos, como su madre. Al principio solo era una bruma blanca sobre sus dedos, pero pronto empezó a esculpir pequeñas figuras de cristal helado: un búho, un lirio, un arco diminuto. Las llevaba con cuidado y las dejaba sobre la repisa al lado de ella, como si fueran ofrendas. Leighis le agradecía, emocionada con el momento de llegar a verlas.

—Tu magia florece antes que tu voz de mando —dijo Leighis—. El hielo guarda memorias como tú.

Horus no entendía del todo la profundidad de esas palabras, pero las atesoraba. Le seguía llevando trozos de pan dulce o frutas, escondidos entre sus ropas. Las dejaba en una caja pequeña junto a la cama de cristal, esperando que algún día despertara por completo y pudiera probarlos.

El mundo de arriba seguía su curso: entrenamientos con espada, lecciones sobre el tiempo y la escritura, comidas formales con abuelos que podían vivir tres siglos. El de abajo, en cambio, permanecía inmóvil, iluminado siempre por la luz dorada que emanaban los cristales y la voz suave que habitaba en su mente.

Pero todo cambió el día que el gigante llegó. La noticia se propagó como un rugido que no necesitaba mensajeros. Krónica fue tomada en poco tiempo, en esa noche trágica. El cielo se ennegreció y los relojes sagrados de los Khronos dejaron de marcar su ritmo habitual. Horus no pensó en luchar, porque la guerra nunca había sido su pasión. Lo suyo era la curiosidad, la observación minuciosa de los ciclos, la escritura cuidadosa en los sistemas que su gente veneraba. Sin embargo, ese día no hubo tiempo para cálculos ni palabras; solo para huir. Su padre, su madre, sus hermanos y su familia se habían sacrificado por él. Había visto sus muertes, sin poder hacer nada. Se había dado vuelta, como un miedoso; solo era un príncipe cobarde. ¿Por qué era tan pequeño, por qué era tan débil, por qué era tan inútil?

—Leighis —susurró Horus.

Al despertar de su recuerdo de años, se encontró sudado, fatigado, con el cuerpo ardiendo de fiebre y un dolor de cabeza que parecía desgarrarle desde dentro. Jadeaba, incapaz de encontrar alivio y en medio de su sufrimiento pensó en Leighis; también la había abandonado. Ella soportaba no un dolor, sino todos los males del mundo, y aun así hablaba con calma, como si cada palabra no fuera un peso. Él, en cambio, sentía que se rompía con solo unas horas de agonía. Era un mal hijo, un mal hermano, un mal novio, no era digno de ser el príncipe heredero.

En la carpa, el ambiente se había vuelto tenso. Lady Neryanne Halvor, la severa líder de las damas de la corte, se mantenía erguida con el frasco de cristal púrpura en las manos. El líquido en su interior parecía vivo, moviéndose en espirales lentas.

—Solo falta probar una cosa —dijo ella—. La bruja púrpura lo entregó para el príncipe.

—¿Qué hace con eso? —gruñó el comandante Calren, dando un paso al frente—. Le ordené que lo destruyera. No podemos arriesgarnos.

—Podría ser veneno —añadió el jefe de ministros, con preocupación—. Y matar al príncipe en cuestión de minutos.

—O podría ser un antídoto único —replicó Neryanne, sin bajar el frasco—. La emperatriz Luna tiene fama de ser la mejor médico. Ha sanado a quienes todos daban por muertos.

—El riesgo es demasiado —insistió el comandante, endureciendo la mirada—. No autorizo esto.

—Debemos seguir con los métodos tradicionales —dictó el ministro, como si la firmeza de su tono fuera suficiente para convencer a todos.

—¿Métodos que no han funcionado? —espetó Neryanne, con su voz cortante como un filo—. ¿No ven cómo sufre su alteza real?

Los gritos y discusiones escaparon de la lona y se propagaron al exterior. Algunos soldados que custodiaban el perímetro intercambiaron miradas inquietas. La figura del príncipe, tendido en la cama improvisada, era apenas visible tras las siluetas de quienes discutían su destino.

Horus veía todo de manera borrosa. Sus oídos captaban voces como ecos distantes. El frasco alcanzó a distinguirlo entre los movimientos. Tenía un brillo hipnótico. ¿Sería su salvación o su sentencia de muerte inmediata? En su estado, esa pregunta parecía menos relevante que el deseo de acabar con el dolor.

Reuniendo sus últimas fuerzas, estiró la diestra. El aire frente a él se cubrió de escarcha y un camino helado avanzó hasta el frasco, que flotó suavemente hacia su mano. El frío le devolvió un hilo de claridad. Lo destapó sin titubeos y bebió un trago. El líquido era amargo, pero se deslizaba con una calidez extraña que contrastaba con la fiebre.

El silencio cayó de golpe. La líder de las damas, el comandante y el ministro lo miraron incrédulos, como si acabara de romper una ley sagrada.

—Su joven alteza… —susurraron casi al unísono.

Se acercaron de inmediato, formando un círculo protector a su alrededor. Ninguno sabía qué hacer; lo único cierto era que, si aquello era veneno o medicina, el efecto no tardaría en revelarse.

En el fondo de su corazón, aunque fuera su enemiga y la esposa del emperador que había masacrado a su familia, Horus quería confiar en aquella emperatriz Luna, oscura y enigmática, que los había dejado escapar sin persecución alguna. Si hubiera querido matarlos, ya lo habría hecho. Ya había perdido su valor, su dignidad y su orgullo. Usar la poción de la enemiga, era lo último para sellar su fracaso como príncipe. Cerró los ojos, con el pensamiento pesado de que quizá no volvería a abrirlos.

Los minutos pasaron y luego las horas. Su respiración se hizo más tranquila, pero su conciencia se hundió en un sueño profundo del que no despertó ni al día siguiente, ni al siguiente.

El campamento entero se mantuvo en un estado de vigilia silenciosa. Neryanne revisaba sus signos cada hora; el comandante Calren permanecía de pie a la entrada de la carpa, sin permitir a nadie entrar sin su permiso; el ministro anotaba en un pergamino cada cambio mínimo, como si pudiera descifrar un patrón en su letargo.

Pero los días seguían y Horus no abrió los ojos. Afuera, el mundo continuaba su curso, los pasos del gigante resonaban a la distancia y el destino de Krónica pendía de hilos invisibles. Dentro, el príncipe permanecía inmóvil, igual que Leighis en su lecho de cristal.

Y, como ella, parecía estar atrapado entre el tiempo y el dolor, aguardando el momento de volver a respirar de verdad.

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