Horus en ese entonces apenas tenía ocho años, con la mirada limpia y curiosa de quien aún no ha visto de cerca el filo de la guerra. Durante dos años, sin falta, bajó aquel pasadizo secreto que solo él conocía para visitar a Leighis Noor. Las visitas se habían convertido en su secreto más preciado, algo que no compartía con ningún miembro de su familia. En la superficie era el joven heredero, aplicado en sus estudios y obediente en su entrenamiento, pero en las profundidades de la biblioteca era un confidente, un amigo y, quizá, un futuro prometido que se iba moldeando con paciencia.
La princesa dorada seguía inmóvil en su lecho de cristal, siempre con la misma serenidad en el rostro, con sus párpados cerrados. Sus pensamientos se entrelazaban en un hilo invisible que él empezaba a considerar natural y especial.
En ese lapso, Horus descubrió que podía moldear la escarcha con sus manos, como su madre. Al principio solo era una bruma blanca sobre sus dedos, pero pronto empezó a esculpir