Hespéride examinó el reloj con un escrutinio hipnótico. El objeto parecía atrapado en un delicado equilibrio entre fragilidad y poder. Su superficie de cristal irradiaba una luz sutil, como si guardara secretos invisibles a los ojos comunes. La forma en que los números se dibujaban en su contorno le transmitía un extraño magnetismo, con una precisión atemporal que le resultaba tan fascinante como artístico.
Volvió la mirada hacia el grupo. Su atención se centró en el muchacho de iris plateados, cuyas facciones denotaban inteligencia y una astucia prematura. No era solo un príncipe; era alguien capaz de leer el peligro antes de que este se desatara. Había detenido la ejecución de su gente y, con ese tributo ofrecido en forma de reloj, buscaba inclinar su juicio hacia el perdón. Comprendía bien la naturaleza de las alianzas forzadas: su esposo, el titán Atlas, era quien anhelaba la muerte de los Krónidas, no ella. Por su parte, no estaba interesada en guerras, batallas o conquistas.
Ser su prisionera le había enseñado a ver las corrientes ocultas de poder desde otro ángulo. La lealtad que mostraba no estaba con el titán, sino con sus propios intereses. En su interior, cada vez que contrariaba las ambiciones de Atlas, sentía que mantenía encendida una chispa de rebelión. En este caso, proteger a aquellos que él deseaba aniquilar resultaba, en sí, un acto calculado de desafío.
La sombra surgió desde sus dedos y envolvió el reloj, consumiéndolo en un soplo de oscuridad hasta hacerlo desaparecer. Luego giró sobre sí misma y ascendió levemente, como si la misma gravedad dudara en tocarla. Avanzó en el aire, suspendida con una naturalidad inhumana. Se detuvo a media distancia, sin apartar la vista del camino, y entonces giró la cabeza, dejando que su rostro quedara de perfil. Por encima del hombro, sus iris morados brillaron como brasas encendidas en la penumbra.
Horus fue el único que sostuvo esa mirada. El resto agachaba la cabeza, incapaz de enfrentarse a la intensidad de aquella presencia abrumadora de la emperatriz luna. Para él, esa mujer representaba algo que superaba incluso el miedo que provocaba el gigante. Aquel era directo y salvaje, lo que representa un deceso rápido. Sin embargo, ella parecía ser del tipo que postergaba tu muerte mientras te torturaba de las maneras más sádicas que existieran o nuevas que inventara. Esa bruja era una fuerza tan fría como su hielo, oscura como la maldad, púrpura como el rayo y majestuosa como lo etéreo, que nada ni nadie parecía descomponerla. Lo veía, pero a la vez no, la emperatriz estaba en un pedestal supremo.
Hespéride elevó su báculo y, sin pronunciar palabra, materializó frente al joven una poción encerrada en cristal. El líquido en su interior destilaba un fulgor opaco, insinuando que su contenido podía tanto salvar como condenar. El muchacho extendió la mano, con precaución, y la sostuvo como si aceptara un pacto tácito.
En un instante, la bruja púrpura se desvaneció. La penumbra la cubrió como un manto vivo y su silueta se disolvió en volutas negras, igual que un humo que no seguía las leyes del viento. Su desaparición no dejó sonido alguno, pero sí un frío imperceptible que erizó las nucas.
Horus sintió cómo el peso de su propio poder lo aplastaba. La tensión acumulada le oprimía el pecho. Había retrocedido el tiempo dos veces y su cuerpo lo acusaba. La frente la tenía perlada en sudor, el temblor involuntario en las manos, la respiración entrecortada. El mundo frente a sus ojos perdió nitidez hasta que las formas se desdibujaron. Un último pensamiento, teñido de temor, le atravesó la mente: aquella emperatriz podía quebrar su voluntad sin necesidad de un hechizo. Después, la oscuridad cubrió su razón.
El comandante Calren se adelantó y lo sostuvo antes de que su cuerpo golpeara el suelo. El muchacho estaba inconsciente, pero aún vivo. Con un gesto rápido, lo cargó en brazos y avanzó hacia las carretas. Los demás siguieron, apremiados por un instinto de huida que ni la disciplina militar podía contener. El grupo se reunió y emprendió la retirada, apartándose de las ruinas humeantes que alguna vez fueron su hogar.
A lo lejos, Krónica ardía. Columnas de humo ascendían al cielo como lamentos visibles. Cada nube gris era un trozo de historia reducido a cenizas. Algunos guerreros miraban hacia atrás con el dolor silencioso de quien ha perdido más que un territorio: habían dejado atrás familias, memorias y juramentos que jamás podrían recuperar. Otros mantenían la vista fija en el horizonte, como si no aceptar lo ocurrido pudiera devolverles lo que ya estaba condenado.
En otro punto del valle, Hespéride emergió de la nada, plantándose en medio del camino antes de que su propia comitiva real la alcanzara. Las brujas volaban en formación sobre escobas, con sus siluetas recortadas contra el crepúsculo, mientras los guardias cabalgaban con disciplina. Apenas la vieron, descendieron de monturas y se arrodillaron.
—¿Se encuentra bien, su majestad imperial? —preguntó el capitán de la guardia, inclinando la cabeza.
La respuesta llegó como un filo disfrazado de pregunta.
—¿Deseas que esté mal? —dijo ella, midiendo cada sílaba con astucia.Beta, su yegua real oscura, avanzó con porte majestuoso. Sus crines ondeaban suavemente y sus cascos parecían golpear la tierra con un ritmo solemne. Detrás, Lambda, la pantera negra, emitió un profundo rugido sordo, mostrando unos colmillos nacidos para desgarrar.
El capitán se irguió apenas lo suficiente para hablar, con la voz cargada de nervios.
—Claro que no, gran señora. Mis disculpas… Creímos oír ruedas de carretas y caballos.Hespéride dejó escapar un leve murmullo pensativo, más cercano a una sentencia que a un comentario.
—Mmm…—Podemos registrar la zona para asegurarnos de que no haya Krónidas escapando.
Ella sostuvo su mirada, inmóvil, y respondió con calma cortante.
—Vengo de allá. No hay nada.El capitán intentó insistir, pero una sombra de advertencia cruzó el rostro de la emperatriz.
—Aun así…El capitán no terminó de gesticular. El gesto severo que ella proyectó por encima del hombro fue suficiente para helar cualquier objeción.
—Si la emperatriz dice que no hay nada… Entonces no hay nada —intervino la bruja líder de las doncellas y sirvientas, con su tono cargado de desprecio hacia el oficial—. Insolente, ¿cómo te atreves a ofender a tu gran señora?
Hespéride montó a Beta con un movimiento fluido. El animal, consciente de su jinete, adoptó una cadencia lenta y firme. La comitiva retomó la marcha detrás de ella, sin atreverse a adelantarla. Ómicron y Zeta volaban sobre ella, al igual que Lambda trotaba a su costado.
El capitán bajó la cabeza, apretó los labios y se obligó a volver a su puesto. Sin embargo, sus ojos se desviaron hacia el lago, como si esperara encontrar un destello de verdad que justificara su intuición. No halló nada y aun así, la sospecha permaneció. Regresó al lado de la emperatriz, sabiendo que su deber lo mantenía encadenado a su voluntad.
Hespéride, en cambio, avanzaba sin variar su porte, sin delatar en un solo rasgo que había dejado escapar al príncipe y a los Krónidas que lo acompañaban en su escape de las garras de la muerte. El camino que ambos seguían se abría en direcciones opuestas y cada paso alejaba sus destinos el uno del otro.