Años atrás…
El amanecer cubría el palacio con un resplandor suave, filtrado por las vidrieras de colores que adornaban los pasillos. Horus despertó temprano, como siempre, guiado por la rutina estricta que sus tutores habían diseñado para el heredero de la Casa Khronos. Desde su ventana, podía ver los jardines internos aún cubiertos de rocío y, más allá, las murallas que separaban el mundo ordenado de su hogar del vasto territorio exterior. Su reino seguía intacto, ajeno por el momento a la amenaza que se cernía en el horizonte, y en esas horas tranquilas, Horus todavía vivía con la seguridad de quien desconoce que su historia pronto cambiaría.
En la sala de estudios, el olor de la tinta fresca y el pergamino nuevo llenaba el aire. El maestro de escritura lo corregía con precisión, enseñándole la forma elegante de cada trazo, mientras Horus, aunque aplicado, dejaba escapar alguna sonrisa cómplice cuando erraba a propósito para provocarle una ligera queja. Después, pasaba a las lecciones de dibujo, donde sus manos mostraban un talento innato para capturar rostros, detalles y escenas; y más tarde, la oratoria, que lo obligaba a hablar con voz firme y clara, practicando discursos que algún día debería pronunciar ante nobles y vasallos.
Al mediodía, el salón del comedor se llenaba de voces y aromas. El largo banquete no era una simple comida; era un acto social en el que toda la familia se reunía. Los Khronos eran numerosos: padres, tíos, primos, abuelos y bisabuelos, todos presentes, conversando sobre política, arte o hazañas pasadas. Entre ellos, Horus se sentía parte de una red antigua y sólida, sostenida por siglos de tradición. La longevidad de los humanos de sangre real, que podían vivir hasta tres siglos, hacía que las generaciones se entrelazaran de forma única. Aquel día, mientras probaba el guiso especiado que tanto le gustaba, su abuelo rompió el hilo habitual de la conversación.
—¿Sabes quién es tu prometida, Horus? —preguntó su abuelo, con una mirada que contenía más intención de la que dejaba ver.
El joven heredero de ocho años levantó la vista, intrigado.
—No, señor.—Es una elfa dorada, la santa de la luz —respondió el anciano—. Llegó aquí hace más de treinta años… Iba a ser la esposa de tu padre, pero la princesa de la escarcha conquistó su corazón.
Horus dejó la cuchara a un lado.
—¿Dónde está ella? Nunca la he visto.Su padre, con una calma casi solemne, intervino.
—Está en un lugar secreto. Cuando llegue el momento, tú la sanarás y podrás casarte con ella.Horus asintió, aunque en su interior la frase “sanar” resonó como un enigma.
Esa tarde, su entrenamiento con armas ocupó horas enteras. La lanza le exigía equilibrio y fuerza; la espada, precisión y resistencia; el escudo, reflejos rápidos; y el arco, una paciencia de cazador. Sin embargo, en medio de las repeticiones, la imagen de esa misteriosa elfa dorada se filtraba entre sus pensamientos. No era común que algo despertara tanta curiosidad en él.
Al terminar, decidió montar su caballo y dar un paseo por los terrenos cercanos al palacio. El viento le despejaba la mente, pero a su regreso, un impulso lo llevó a la gran academia. Caminó entre estanterías repletas de conocimiento, donde el olor a papel antiguo se mezclaba con la tenue luz que descendía de las lámparas de aceite.
—Aquí.
La palabra surgió de la nada. Horus se detuvo, observó alrededor, pero no había nadie. Frunció el ceño, creyendo que su imaginación le jugaba una broma, y retomó la lectura de un tratado sobre cartografía.
—Aquí.
Esta vez, su mano fue instintivamente hacia la daga que llevaba al cinturón. Su mirada recorrió cada rincón en busca del origen.
—Aquí.
Un brillo anómalo en uno de los libros llamó su atención. Subió por las escaleras de madera, tomó el volumen y, al hacerlo, una sección circular del piso emitió una luz intensa antes de desvanecerse, revelando un pasadizo.
Respiró hondo y descendió con cautela, los dedos aferrados al mango de su daga. A medida que bajaba, cristales incrustados en las paredes se encendían, proyectando una luz amarilla cálida que iluminaba un túnel silencioso. El eco de sus pasos lo guiaba hasta una amplia cámara subterránea. En el centro, un muro de cristal protegía algo… o alguien.
Horus se acercó, notando la silueta femenina acostada en un lecho adornado con telas blancas. Al rodear la barrera, vio las orejas largas y finas, el cabello dorado que caía en ondas y un vestido que parecía emitir un fulgor propio. Sus manos descansaban cruzadas sobre el pecho, como si estuviera sumida en un sueño profundo.
—Aquí.
—¿Tú eres la que habla? —preguntó él con un tono más grave de lo que pretendía.
—Al fin nos conocemos, príncipe heredero —dijo la voz femenina en su mente.
Horus sintió un sobresalto. No movía los labios, pero él escuchaba cada palabra con nitidez.
—¿Cómo puedo escucharte?
—Es telepatía —respondió ella—. Puedo comunicarme con tu mente.
—¿Quién eres?
—Soy la princesa Leighis Noor, la santa de la luz.
El joven reconoció el título; era la prometida de la que le habían hablado hacía unas horas.
—Eres mi prometida… Pero no te mueves —comentó él.
—Al otorgarme el don de la luz, también recibí todas las maldiciones del mundo. Estoy sufriendo… Pero espero que cuando crezcas puedas liberarme de mi condena y así podamos casarnos.
—¿Cómo haría eso? Todavía no tengo ningún poder.
—Tal vez algún día lo tengas. Esperaré… No iré a ningún lado.
Horus dejó escapar una sonrisa breve por ese comentario. Claramente era divertida si podía bromear en ese estado.
—Lo siento… No puedo reírme mientras tú sufres.—En lo absoluto… Lo hice con esa intención.
El príncipe miró la hora en su reloj.
—Debo irme… ¿Puedo venir otro día?—Claro. Aquí estaré en el mismo lugar.
Él moldeó otra sonrisa y se marchó con pasos medidos, recordando su encuentro con la elfa dorada. Subió el túnel, cerró el pasadizo y regresó a sus aposentos, donde la noche lo encontró dibujando de memoria el rostro de Leighis.
Con el tiempo, cada momento libre era una excusa para volver a ella. Conversaban de todo: historias antiguas, mitos y recuerdos. Horus la retrataba en sus lienzos, capturando el brillo de su cabello y la serenidad en sus facciones. Le llevaba frutas frescas, dulces y panes envueltos en telas, dejándolos en un refrigerador de cristal que había hecho su madre, que tenía poderes de escarcha gélida. Los escondía para que, cuando despertara de su estado inmóvil, pudiera probar algo más que el aire encerrado de aquella cámara. A veces, se quedaba junto a ella en silencio, solo escuchando su voz en su mente, como si esa conexión invisible los uniera más que cualquier contacto físico.
Y así, sin proponérselo, Horus empezó a sentir que no solo estaba conociendo a su prometida, sino que estaba aprendiendo a quererla.