—Nunca serás mi Luna. No eres nada. Aila, una omega vendida y rechazada, huye para sobrevivir. Pero su exilio forzado despierta un poder ancestral oculto en su sangre, una herencia que la convierte en mucho más que una simple loba. En un mundo brutal de Alfas dominantes y vínculos sagrados, ella era un juguete roto. Ahora, su regreso amenaza con desatar una guerra, pues el hombre que la despreció no es el único que la reclama. ¿Elegirá Aila la furiosa pasión del Alfa que la rompió, o el poder sereno del Rey que promete reconstruirla?
Leer más—Abre las piernas y piensa en la manada.
La voz de Helga, la vieja loba que servía a la prometida del Alfa, fue tan cortante como un trozo de vidrio.
No hubo un "feliz cumpleaños". No hubo ni una pizca de compasión en sus ojos fríos. Solo esa orden, cruda y asquerosa.
Me quedé paralizada en el pasillo de servicio, con un trapo sucio en la mano.
Hoy cumplía dieciocho años.
El día en que mi loba, si es que alguna vez decidía aparecer, podría reconocer a su mate. El día en que, para el resto de las chicas de la manada, significaba esperanza.
Para mí, solo significaba esto.
"No voy a llorar", me dije, clavando las uñas en mis palmas. "No les daré esa satisfacción".
—¿Me has oído, mocosa? —insistió Helga con una mueca de asco—. El Alfa Damián te espera en sus aposentos. Es tu deber. El deber por el que tu patética manada te vendió.
Ah, sí. Mi deber.
No era una guerrera. No era la hija de un Beta.
Era Aila. Una mercancía.
Vendida a la manada Colmillo Negro hacía cinco años para servir un único propósito: ser una "reproductora".
Una yegua de cría para fortalecer sus líneas de sangre, ya que se rumoreaba que las mujeres de mi extinta manada éramos especialmente fértiles.
Y el Alfa necesitaba un heredero.
El problema era que el Alfa Damián ya tenía a su Luna. Su prometida. La hermosa, perfecta y cruel Valeria. Todos sabían que la amaba con una devoción casi demente. Él nunca me miraría. Nunca me tocaría por elección.
Pero esta noche no era sobre elección. Era una transacción.
—Ahora —gruñó Helga, dándome un empujón que casi me hizo caer.
Caminé.
Cada paso por los lujosos pasillos de la mansión del Alfa era una tortura. Las alfombras rojas ahogaban el sonido de mis pies descalzos, como si el propio suelo quisiera silenciar mi humillación. Podía sentir las miradas de los guardias sobre mí, algunos con lástima, otros con desprecio. Sabían a dónde iba. Sabían lo que iba a pasar.
"Solo es un cuerpo", me repetía una y otra vez para no romperme en mil pedazos. "No eres tú. Solo es un cuerpo".
Mi corazón era un tambor desbocado contra mis costillas. El ala oeste. El territorio del Alfa. Un lugar prohibido para alguien como yo.
El aire aquí olía diferente. Olía a poder. Olía a él. Pino, tierra mojada después de la lluvia y algo más, algo salvaje que hacía que el vello de mis brazos se erizara.
Me detuve frente a la enorme puerta de roble oscuro. Esta era. El final del camino.
Respiré hondo, levanté mi mano temblorosa y, antes de que pudiera tocar, la puerta se abrió de golpe.
Y lo vi.
El Alfa Damián estaba de pie en medio de la habitación, solo con unos pantalones de chándal grises que colgaban bajos de sus caderas.
Su pecho desnudo era una obra de arte tallada en puro músculo, cubierto de tatuajes tribales que serpenteaban por sus brazos. Su cabello negro estaba desordenado, como si hubiera estado pasando las manos por él.
Pero fueron sus ojos los que me robaron el aliento. Un azul tan intenso que parecía el océano.
Y en el instante en que sus ojos se encontraron con los míos, el mundo se detuvo.
Una descarga eléctrica me recorrió de la cabeza a los pies. No fue un chispazo. Fue un rayo.
Mi respiración se atascó en mi garganta y un calor se extendió por mi pecho.
Una sola palabra explotó en mi mente, en mi corazón, en cada célula de mi ser. Una palabra susurrada por el alma de mi loba dormida.
Mate.
"No... no puede ser", pensé, mi mente dando vueltas. "Él... ¿él es mi mate?".
Por un glorioso, estúpido y esperanzador segundo, creí que la Diosa me había dado un milagro. Que todo el sufrimiento, toda la humillación, había sido una prueba. Que este hombre increíblemente poderoso, este Alfa, era mío. Mi otra mitad.
Vi su mandíbula tensarse. Vi sus fosas nasales dilatarse mientras el olor de nuestro vínculo lo golpeaba con la misma fuerza. Él lo sintió. Lo sabía. Lo vi en la forma en que su cuerpo se puso rígido como una roca.
Mi corazón dio un vuelco de esperanza. "¿Mate?", pensé que diría. "¿Eres tú?".
Pero la esperanza se hizo cenizas cuando levantó la vista y vi la emoción que nadaba en sus ojos azules.
No era sorpresa. No era alegría.
Era puro, absoluto y helado odio.
—No —gruñó y dio un paso atrás, como si mi sola presencia lo quemara.
El dolor de su reacción fue peor que cualquier golpe físico. Fue como si me hubiera arrancado el corazón del pecho con sus propias manos.
—Alfa... —susurré, mi voz rota.
—Cállate —espetó.
Su lobo y el vínculo de mate estaban en guerra dentro de él. Lo veía en la forma en que sus puños se apretaban y se abrían. Su cuerpo anhelaba venir hacia mí, reclamarme, marcarme.
Pero su mente, su corazón que ya pertenecía a Valeria, lo rechazaba con una violencia aterradora.
Y la violencia ganó.
Cruzó la distancia entre nosotros en dos zancadas. No me tomó en sus brazos. Me agarró, sus dedos como acero en mi piel. No me besó. Estampó su boca contra la mía en un castigo, un intento de borrar el sabor del destino de sus labios.
Me arrastró hacia la cama y me arrojó sobre las sábanas de seda negra. El vínculo gritaba dentro de mí, una mezcla de éxtasis y agonía. Mi cuerpo traidor respondía a su toque, anhelando a su mate incluso mientras mi corazón se rompía.
No fue amor. No fue pasión.
Fue una tormenta. Una batalla furiosa en la que yo era el campo de batalla.
Fue rápido, brutal y carente de cualquier ternura.
Cada movimiento era un castigo, cada embestida una negación de lo que éramos. Sentí sus garras rasgando mi espalda cuando su lobo luchó por el control, y sentí una lágrima caliente y solitaria deslizarse por mi sien.
Cuando terminó, se apartó de mí como si estuviera tocando fuego. Se levantó de la cama de inmediato, dándome la espalda mientras se pasaba una mano temblorosa por el pelo.
Yo me quedé allí, hecha un ovillo sobre las sábanas revueltas, sintiendo el frío de la habitación y el vacío aún más frío que él había dejado dentro de mí.
El silencio era pesado, solo roto por su respiración agitada y mis sollozos silenciosos.
"Por favor, mírame", le rogué en mi mente. "Por favor, di algo. Di que lo sientes".
Se dirigió al armario y se puso una camiseta negra. Caminó hacia la puerta sin una sola mirada en mi dirección. Su mano se posó en el pomo.
Y entonces, se detuvo.
Por un instante, me permití otra tonta pizca de esperanza. Quizás se daría la vuelta. Quizás…
Se giró, pero solo a medias. Su rostro estaba en la sombra, pero pude ver el brillo letal de sus ojos.
Su voz, cuando habló, fue la Voz de Alfa. Fría, dominante,llena de un poder que te obligaba a obedecer, a creer cada palabra.
—Nunca serás mi Luna.
Tragué saliva, el dolor era tan agudo que era físico.
—No eres nada.
N. A. D. A.
Luego abrió la puerta y se fue. El clic del cerrojo al cerrarse fue el sonido más solitario del mundo. Me dejó allí, rota, manchada y rechazada, en la cama de mi mate.
Y mientras yacía temblando, un sonido débil llegó desde el pasillo, filtrándose bajo la puerta.
Una risa.
Una risa femenina, melodiosa y llena de alegría.
La risa de Valeria.
Él había ido directamente con ella. De mi humillación, a sus brazos.
Y fue entonces cuando supe que mi infierno apenas acababa de comenzar.
Las palabras "paz", "territorio" y "acuerdo" flotaban sin sentido ante mis ojos. Llevaba un año siendo un fantasma. Un Alfa de hielo que dirigía su manada con una eficiencia brutal y un corazón hueco.Un año desde que ella huyó.Un año desde que el vínculo que nos unía se convirtió en una herida abierta y supurante, un dolor sordo y constante que me recordaba mi fracaso cada maldito segundo de cada maldito día.—Damián, querido.La mano de Valeria se posó en mi muslo. Estábamos en la sala de reuniones de la manada del Valle Escondido. Un tratado de paz. Una alianza. Pura mierda. No sentía nada.—Concéntrate —susurró, su sonrisa la de la Luna perfecta que todos veían. La que no era mi mate.El Alfa Alejandro, al otro lado de la mesa, un tipo con una calma que me ponía de los nervios, nos observaba con ojos demasiado perspicaces.—¿Algún problema con los términos, Alfa Damián?Estaba a punto de soltar una respuesta cortante cuando ocurrió.Un fantasma en el aire.Un olor.Tan débil al
—Esta noche.La decisión no fue un pensamiento. Fue una certeza. Una verdad fría y dura que se asentó en mi alma mientras yacía en mi jergón de paja en el sótano. El dolor en mi cuerpo era un recordatorio constante de lo que había sucedido en ese cuarto de servicio. El dolor en mi corazón era un abismo.No podía soportar un día más. No podía soportar otra mirada de lástima, otro susurro cruel, otro toque de él que era a la vez un reclamo y un castigo.La libertad tenía un precio: convertirme en una rogue, una paria cazada por todas las manadas. Pero la alternativa, quedarme aquí, era una muerte lenta y agónica.Esperé a que los sonidos de la mansión se apagaran. El retumbar de las botas de los guardias, las risas lejanas, el cierre de las puertas. Esperé hasta que el único sonido fue el latido frenético de mi propio corazón.La luna estaba oculta tras un espeso manto de nubes. Una bendición. La oscuridad sería mi única aliada.Me moví en silencio. No tenía nada que empacar. Mi vida
—Mírala, la pequeña amante.El susurro me siguió por el pasillo como una serpiente venenosa. No levanté la vista. Desde la cena, desde que Valeria me había marcado con ese título infame frente a todos, me había convertido en un fantasma. Mi mundo se había reducido a los rodapiés de las paredes, a las baldosas del suelo, a cualquier cosa que no fuera un par de ojos.Invisible. Tenía que ser invisible.Los pasillos se habían convertido en un campo de minas. Cada risa ahogada, cada mirada de soslayo, cada susurro era sobre mí. La "omega sin loba". La "calientacamas del Alfa". La "zorra que intentaba robar a nuestra Luna". Me movía pegada a las paredes, con los hombros encogidos, rezando para que nadie me notara.Mi único refugio era el trabajo. Fregar hasta que mis dedos se arrugaran, pulir hasta que mis brazos dolieran. El agotamiento físico era un bálsamo para el dolor del alma.Ese día, Helga me había ordenado limpiar los armarios de almacenamiento del ala norte, un laberinto de
—Limpia eso, zorra.La voz de Valeria era veneno. Estaba de pie junto a la mesa del desayuno, impecable en un vestido blanco que contrastaba con la mancha de avena que acababa de tirar al suelo de mármol. Su sonrisa no llegaba a sus ojos color esmeralda. Esos ojos solo contenían un frío desprecio.Mi ración de comida. La única que recibiría en todo el día.Me arrodillé sin decir una palabra, mis rodillas protestando contra la piedra fría. Mis manos temblaban mientras recogía los restos pegajosos con un trapo raído. El olor a canela y manzana me revolvió el estómago vacío."No voy a llorar", me ordené. Era mi mantra, el escudo invisible que me protegía. "No le daré ese gusto".—Más rápido —dijo, dando un golpecito impaciente con su zapato de tacón—. No tengo todo el día para verte arrastrarte por el suelo como el gusano que eres.Los últimos tres días habían sido un nuevo nivel de infierno.Desde esa noche, el Alfa Damián había perfeccionado el arte de la indiferencia. Si nos cruzábam
—Abre las piernas y piensa en la manada.La voz de Helga, la vieja loba que servía a la prometida del Alfa, fue tan cortante como un trozo de vidrio. No hubo un "feliz cumpleaños". No hubo ni una pizca de compasión en sus ojos fríos. Solo esa orden, cruda y asquerosa.Me quedé paralizada en el pasillo de servicio, con un trapo sucio en la mano. Hoy cumplía dieciocho años. El día en que mi loba, si es que alguna vez decidía aparecer, podría reconocer a su mate. El día en que, para el resto de las chicas de la manada, significaba esperanza.Para mí, solo significaba esto."No voy a llorar", me dije, clavando las uñas en mis palmas. "No les daré esa satisfacción".—¿Me has oído, mocosa? —insistió Helga con una mueca de asco—. El Alfa Damián te espera en sus aposentos. Es tu deber. El deber por el que tu patética manada te vendió.Ah, sí. Mi deber.No era una guerrera. No era la hija de un Beta. Era Aila. Una mercancía. Vendida a la manada Colmillo Negro hacía cinco años para servir
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