Horus exhaló con temor. El coloso lo había descubierto. La sombra del gigante parecía expandirse hasta devorarlo, y su mirada, fría y absoluta, lo inmovilizó. El príncipe retrocedió sin pensar, tropezó con un fragmento de piedra y cayó sentado, el corazón golpeándole el pecho como un tambor desbocado.
Sus manos buscaron apoyo, pero su diestra se extendió instintivamente hacia el frente. Entonces, el iris grisáceo que había heredado de su madre comenzó a transformarse. La tonalidad plateada se descompuso en doce destellos, desplegándose en una gama de colores vivos, como si el arcoíris hubiera encontrado refugio en su mirada. Dentro de ese círculo cromático aparecieron manecillas negras, perfectas, marcando un reloj invisible.
La realidad se quebró. El sonido del viento, el crepitar del fuego, el olor a hierro y sangre, todo quedó suspendido en un silencio denso. El mundo entero se congeló. Ni el gigante, ni las antorchas, ni la sangre que aún caía al suelo se movían. Era como si el universo entero hubiera contenido la respiración.
La más larga, el minutero, giró hacia atrás con un movimiento firme y sin vacilaciones. Entonces, ocurrió lo que jamás había sucedido en la existencia: el tiempo retrocedió. Las escenas comenzaron a replegarse, moviéndose hacia atrás como si una fuerza invisible presionara un mecanismo de retroceso. La sangre regresaba a las heridas, los cuerpos se alzaban del suelo, las armas volvían a alzarse, los gritos se devolvían hasta las gargantas y todo giraba hasta llevarlo de vuelta al instante en el que se había separado del grupo para correr hacia la sala del trono.
—Su alteza —dijo una voz conocida. Era el comandante, con el ceño marcado.
Horus dio un paso hacia adelante, pero sus piernas se sintieron pesadas. Sabía lo que vendría. Lo había visto. Lo había vivido. Un dolor que ya conocía le oprimía el pecho, y sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas antes de que ocurriera nada. Se detuvo, incapaz de continuar.
El agotamiento lo venció. El aire se volvió denso y caliente, su pulso se aceleró y el peso de su cuerpo lo llevó hacia atrás. Cayó de espaldas, pero el comandante lo atrapó antes de que tocara el suelo.
—Hay que irnos, su alteza —dijo el hombre, con voz grave y decidida—. Los espíritus y el destino nos darán nuestra venganza contra ellos… algún día.
El comandante Calren Vorast, veterano de las campañas del norte, lo sostuvo contra su torso como si fuera un tesoro sagrado. Horus, con el rostro hundido contra la armadura, lloraba en silencio. Su llanto no era de miedo, sino de pérdida absoluta, un dolor que sabía que jamás desaparecería. Aquella imagen de su familia cayendo bajo el arma de Atlas quedaría grabada para siempre en lo más profundo de su ser.
La caravana improvisada avanzó por los pasadizos hasta alcanzar las afueras del reino. Con ellos viajaban la jefa de damas de la corte, Lady Neryanne Halvor, mujer de temple firme y ojos como el ónix, y el jefe de ministros, Altharion Drivest, de barba entrecana y mirada sagaz. Ambos protegían al joven príncipe como si fuera su propia sangre.
A kilómetros de allí, la luna bañaba de plata un lago escondido detrás del reino. Bajo esas aguas claras, la emperatriz Hespéride Rhiainfellt se sumergía con movimientos lentos. Era su costumbre acudir a aquel lugar para alejarse de las carpas. Alta y esbelta, con un porte que rozaba lo sobrenatural, su piel blanca estaba marcada por trazos fucsias que se extendían como raíces vivas por su frente, mejillas, torso, brazos y manos. Eran las huellas de su naturaleza híbrida entre oscuridad y rayo. Sus uñas eran largas y filosas, cánidas.
Había sido entregada como esposa al emperador Atlas Grant en un acuerdo forzado para evitar la destrucción del reino de las brujas oscuras y los druidas morados. Oficialmente era la emperatriz, pero en su interior se sabía prisionera. Su interés jamás había sido la guerra; en su lugar, dedicaba sus días a la investigación, la invención, la sanación y la recopilación de conocimientos.
Esa noche, sus doncellas y su guardia real descansaban lejos, pues prefería la soledad en esos baños nocturnos. Emergió del agua, dejando que las gotas resbalaran por su piel marcada. Su silueta era virtuosa y curvilínea. Sus manchas se expandían por toda su anatomía: espalda, muslos, piernas, glúteos y pecho. Era por eso mismo que el emperador lobo, el gigante Atlas, le había dicho reiteradas veces que era fea, horrenda y repugnante, como las otras brujas que tenían marcas negras. Se cubrió con una toalla su hermosa feminidad.
Sin embargo, fue en ese momento cuando el mundo se detuvo. La quietud no era la habitual del lago; era absoluta, antinatural. Un instante después, el flujo del tiempo se reanudó… Al revés. El agua que caía volvió a elevarse, sus pasos se invirtieron y, sin comprender cómo, estaba otra vez dentro del lago, sumergida hasta los hombros.
Frunció el ceño. Esa sensación de repetición era inquietante. Estaba segura de que ya había salido y tapado. Pero, estaba otra vez allí. Emergió del agua nuevamente, como un ente etéreo, precioso y majestuoso. Se secó con la misma toalla, aunque ahora lo hizo más atenta a su entorno. Sus manos conjuraron su atuendo real, un vestido oscuro y holgado que caía como sombra líquida, cubierto por una capa del mismo tono. En su frente se posó una tiara negra incrustada con gemas moradas. Su cabello, largo y sedoso, descendía como una cascada púrpura hasta rozar sus talones, sin llegar a tocar el suelo. Era una loba como todos en el mundo, pero su subclase era de bruja, una princesa convertida en una emperatriz prisionera del titán.
En su diestra apareció un báculo rematado con una piedra bicolor, púrpura y negra, que parecía absorber la luz. En su visión aguda pudo notar como algo se acercaba y pudo distinguir el ruido de cascos de caballo. Flotó ágilmente a un árbol cercano, ocultándose entre las ramas. Un búho de plumaje gris moteado se posó en su mano derecha; sus ojos, amarillos como faros, pertenecían a Ómicron. En la izquierda se acomodó un cuervo de plumaje brillante y mirada astuta: Zeta.
Desde allí, observó el brillo de antorchas que se acercaban sobre botes. También vio, en la distancia, una caravana que llegaba por tierra con caballos y carretas. El aire traía un aroma que conocía bien: la mezcla de sudor, barro y desesperación de quienes huían de algo que no podían enfrentar.
El grupo que desembarcó en la orilla era numeroso. Calren Vorast encabezaba la formación, seguido por Lady Neryanne y el ministro Altharion, que ayudaban a los demás a saltar al agua y nadar hacia las carretas. Sus movimientos eran rápidos y medidos; cualquier sonido podía delatarlos. Entre ellos, protegido por capas y miradas vigilantes, estaba Horus Khronos. El joven príncipe apenas podía mantenerse en pie, sostenido por el brazo firme de Calren.
Hespéride ladeó la cabeza. Apretó sus cincelados labios pintados de morado. ¿Intentaban escapar? Muy mala suerte para ellos cruzarse con una bruja híbrida. Descendió del árbol con un salto elegante y con su capa ondeando como humo. Avanzó hasta que sus tacones besaron la tierra húmeda. La luz de la luna perfilaba su silueta y el báculo proyectaba una sombra alargada que se estiraba hacia el grupo.
Los guerreros de Krónica, agotados y con la tensión aún viva en la mirada, reaccionaron de inmediato. Las espadas y lanzas se alzaron hacia ella en un solo acto, formando un muro de acero. Las puntas brillaban bajo la luna, listas para atravesar a cualquiera que amenazara al muchacho que llevaban consigo.
Hespéride permaneció inmóvil, mirándolos con expresión inmutable. Sus ojos púrpuras se detuvieron en el rostro de Horus y un ligero destello cruzó sus iris.