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La Venganza de la Luna
La Venganza de la Luna
Por: Helena L. Martínez
Capítulo 0 Prefacio: La ejecución

Capítulo 0 Prefacio: La ejecución

—Hijo mío —dijo el monarca de Krónica, ofuscado. Había corrido desde sus aposentos hasta la habitación de su único heredero—. Debes escapar.

Su voz traía la gravedad de una orden y la fragilidad de un ruego. Las manos del rey se aferraron a los hombros del muchacho, transmitiendo una fuerza que se quebraba en la mirada. Era un hombre maduro, de cabello rubio, ojos azules como el cielo despejado y una armadura con los colores de su linaje.

—Horus —dijo la reina, entrando con paso firme—. Creo que tú serás el bendecido por los espíritus.

Ella se acercó sin apartar la vista de su hijo. Su figura imponía respeto, alta y esbelta, con la piel tan pálida como la nieve bajo la luz de la luna. Sus orejas largas delataban su sangre élfica, su cabello blanco caía como un río helado sobre su espalda, y sus ojos plateados parecían contener la calma y la ferocidad de un invierno eterno. La magia de hielo le envolvía en un halo imperceptible pero tangible. El rey, al conocerla años atrás, había decidido unir su destino al suyo sin vacilar.

Horus Khronos, de apenas diez años, se incorporó desde la cama, sorprendido y aún con la somnolencia aferrada a sus párpados. Su sangre llevaba el linaje mezclado de humano y elfo, aunque su apariencia favorecía el lado paterno. Sin embargo, el cabello blanco y los ojos grises hablaban del influjo materno. Sentía que algo se rompía en su interior. El aire de la noche era frío, pero lo que le erizaba la piel no era el clima, sino la certeza de que algo irreversible estaba ocurriendo.

—La jefa de damas de la corte, el comandante de la guardia real y el jefe de ministros irán contigo —anunció la reina con voz firme, intentando ocultar cualquier quiebre.

—¿Y ustedes? —preguntó Horus, observándolos con un nudo en la garganta. A su corta edad, comprendía que aquello no era una despedida común.

En ese instante llegaron sus abuelos, altos y erguidos pese a los años, y detrás de ellos sus bisabuelos, cuyos rostros guardaban siglos de historia. La longevidad del linaje Khronos, bendecido por un espíritu primordial, les permitía vivir hasta tres siglos. Cada arruga era un mapa de batallas ganadas, pérdidas lloradas y memorias que sostenían el reino.

Horus abrazó a sus padres, sintiendo el temblor en sus manos y el calor de un amor que intentaba quedarse en su piel para siempre. Sus ojos se humedecieron, y una lágrima rodó por su mejilla mientras el rey hablaba.

—Guíenlo y protéjanlo en su camino —ordenó el monarca al comandante—. Él es nuestra esperanza.

El capitán, con la armadura aún manchada de sangre, asintió y tomó la delantera. La comitiva se internó en los pasadizos secretos bajo el palacio, corredores de piedra donde las antorchas chisporroteaban contra el eco de pasos apresurados.

En la superficie, Krónica resistía la ofensiva del imperio de Titánador. Las murallas, orgullo de generaciones, habían cedido bajo la fuerza del emperador Atlas Grant, un coloso de cuatro metros de altura que avanzaba como una tormenta viva. Las leyendas lo describían como invencible, pero esa noche superaba cualquier relato. Su llegada no respondía solo a la conquista: una profecía había llegado a sus oídos a través de su amante, una bruja profeta. Le había advertido que un descendiente de los Khronos heredaría el don de manipular el tiempo. Si deseaba perpetuar su poder, debía exterminar a todo el linaje. Y además, creía que entre esas paredes encontraría a su mate, su amor verdadero.

En las calles, el emperador atravesaba a los guardias con una fuerza brutal, destrozando escudos como si fueran madera podrida. Sus pisadas aplastaban piedra y cuerpos por igual. La sangre le salpicaba la armadura negra, pero en su rostro no había más que una calma fría. Para él, matar a esos hombres era tan trivial como apartar insectos de su camino.

El príncipe, impulsado por la urgencia, corría por los pasadizos. Sus botas golpeaban la piedra húmeda, y el eco de su respiración se mezclaba con el chisporroteo de las antorchas. El atuendo real, bordado en hilos dorados y azules, se agitaba como una bandera rota bajo el ímpetu de su carrera. La tela acariciaba las paredes en cada giro, recordándole que aún pertenecía a una vida que se desmoronaba.

De pronto se detuvo. Sus pasos se frenaron en seco, la respiración se volvió irregular y un peso extraño le presionó el pecho.

—Su alteza —dijo el comandante, girándose—. Sigan ustedes… Ya los alcanzamos.

Horus apretó la mandíbula y, sin más palabras, retrocedió. Cada paso lo alejaba de la seguridad y lo acercaba a un destino que aún no comprendía, pero que lo llamaba con una fuerza imposible de resistir.

Se internó por corredores menos iluminados, guiado por instinto, hasta alcanzar un arco tallado con el blasón real. Más allá, la sala del trono se extendía como un santuario profanado. La penumbra jugaba con las columnas, y en el centro, la escena se desplegaba con la crudeza de una pesadilla viva.

Se mantuvo oculto tras un muro roto, observando. Sus padres, hermanos menores, primos, abuelos, tíos… todos alineados, custodiados por soldados de Titánador. El aire estaba cargado de humo y hierro. Los gemidos apenas lograban nacer antes de ser cortados por las hachas y espadas enemigas.

El gigante avanzó hacia ellos. La luz de las antorchas se reflejaba en su armadura negra, y en su mano portaba un arma de filo imposible, más grande que un hombre. Con un solo golpe, las vidas se apagaban, y el suelo quedaba cubierto por charcos oscuros.

Horus sintió que las lágrimas le ardían. Un sollozo le subió por la garganta, pero se lo tragó. Su pecho se estremeció, su visión se nubló y cada latido le golpeaba las sienes como tambores de guerra. El aire se le volvió espeso. Veía caer a su madre, su cabello blanco manchado de carmesí; a su padre, aún de pie hasta el último segundo, intentando proteger a los demás; a sus hermanos, cuya risa había llenado los pasillos días atrás.

La fragancia de la sangre se mezclaba con el humo, el cuero quemado y el metal oxidado. Horus sintió un temblor recorrerle las manos, un frío distinto al de la magia de su madre, un frío que parecía congelarle por dentro. Sus uñas se clavaron en la piedra, sus lágrimas caían sin pausa. El dolor se expandía como un veneno lento, pero implacable.

Atlas terminó la masacre con la calma de quien termina un trabajo inevitable. El silencio posterior era un vacío insoportable, roto solo por el eco de su respiración profunda. Entonces, el coloso giró lentamente la cabeza y sus ojos se clavaron en la sombra donde un niño se escondía. La mirada era un ancla que lo inmovilizó.

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