Marcada por una maldición, Anatema vive aislada en los márgenes de su manada, temida desde su nacimiento. Nada crece a su alrededor… salvo su jardín, nutrido por un don que aún no comprende. Para ellos, es un error. Para ella, es una sentencia. Cuando la escasez amenaza con arrasar el invierno, su manada decide ofrecerla como tributo a Imperial Moon, el clan más poderoso y temido del norte. Así es como cruza caminos con Ashven: un portavoz cruel, sarcástico… y maldito como ella. Dicen que su maldición pudre su carne cada vez que toma forma humana, que es una sombra enviada para recolectar lo que la Luna reclama. Se odian a primera vista. Se hieren con palabras. Se desafían con silencios. Pero entre bosques que respiran, secretos que sangran, y un pasado que no perdona, lo que comenzó como un sacrificio se transforma en un vínculo inevitable. Porque no todos creen que los monstruos merecen redención. Y Ana empieza a temer que esté dispuesta a amar uno.
Leer másEl precio de la maldición I
Las manos que la tocaban eran suaves, pero ajenas. Movían su cuerpo como si fuera una muñeca de trapo, sin pedir permiso, sin mirarla a los ojos. Ana se dejó hacer, quieta, con el desconcierto de todo el trato nuevo y la amabilidad con sabor extraño. Pero aquella mañana, todo tenía un aire distinto. Demasiado cuidado en sus acciones, demasiado silencio contenido evitando usar las palabras despectivas que siempre había recibido.
Le quitaron el vestido raído que usaba a diario, la chica había fruncido su rostro al ver los remiendos que le había hecho allí donde se había roto. La bañaron entre dos muchachas, lavaron su cabello blanco y tallaron su cuerpo con esfuerzo y fueron muy meticulosas con sus manos y uñas, Anatema las tenía hechas un desastre por su trabajo en la huerta. Mientras una secaba su cuerpo, la otra peinaba el cabello, y ella sólo podía dejarse manipular en silencio.
Su vestido fue reemplazado por una túnica de lino blanco con mangas que tenían un bordado delicado con hilos de plata y patrones de flores pequeños. Luego vinieron las capas: Probaron varias, una de terciopelo verde oscuro, otra de color claro con bordes dorados, Sin preguntarle su opinión y sin considerar realmente que favorecía a su tono, le colocaron un vestido granate oscuro y trenzaron su cabello recogiendolo en un moño. La perfumaron con esencias florales que no conocía, dulces y pesadas, como si intentaran cubrir el olor a tierra que la había acompañado toda su vida.
-No le pongas esa. -Susurró una de las mujeres, apartando una gargantilla de piedras negras. -Usa las amatistas, Si pones la gargantilla negra resaltará el color de sus ojos… Serán muy notorios. -Ana la miró tras escuchar eso, pero ellas siguieron trabajando como si se tratara de un maniquí y no la miraron nunca.
Le colocaron collares, brazaletes, anillos en cada dedo. Piedras preciosas tintineaban con cada movimiento, como si su cuerpo fuera una joya a exhibir. Un tributo.
Ana no dijo nada. No necesitaba palabras para entender las intenciones de la manada. Al terminar se quedaron unos segundos repasando su cuerpo de pies a cabeza, al estar satisfechas simplemente se marcharon de la habitación dejándola sola.
Las dos mujeres que la asistieron no hablaron nunca con ella, pero no fueron igual de discretas entre sí cuando salieron al pasillo. Ana apenas inclinó la cabeza para oírlas a través de la puerta entornada.
-Parece que los dichos eran ciertos. -Confirmó una con sorpresa.- ¿O por qué otra razón la dejarían entrar a la manada?
-Escuché que la ofrecerán como enlace… para recibir la dote. -La voz era baja, pero clara.
-Si otro clan la toma, no será más problema nuestro. -Se consoló.
-Es una locura que vayamos a recibir a un portavoz de la Manada Imperial Moon… Y por esa muchacha maldita.
-¿Y si la rechazan? Todos saben de la maldición que nos golpea por su culpa, La tierra no da frutos, los animales desaparecen. Este invierno va a matarnos con la escasez. ¿No es extraño que estén interesados en alguien así?
-No digas que yo te dije, pero La Manada Imperial Moon es conocida por la bestialidad de su Alfa… parece que recluta malditos para hacer toda la clase de hechicería con sus cuerpos.-La otra mujer se cubrió la boca horrorizada. -Dicen que si no les entregas a los Malditos mientras son generosos, pueden llegar a arrasar con toda una aldea por terquedad.
-Entonces más razón para deshacerse de ella. Aunque sea como tributo, que muera lejos y no aquí donde causa tanto daño.
Las palabras fueron un puñal helado en el pecho. Ana apretó los labios. Tendría que haber sospechado un poco más sobre las intenciones de su manada, pero el buen trato siempre viene acompañado de interés… No lloró ante la revelación de su destino, aunque el miedo la invadía, también resonaban las últimas palabras de esa mujer “Qué muera Lejos” Encontraría la forma de hacer eso, morir lejos, cuando ella quisiera y donde ella dispusiera.
Se miró en el espejo al voltear nuevamente a la habitación, apartándose de la puerta.
La joven que la observaba desde el cristal no parecía ella. No era la hija maldita escondida en la cabaña de los márgenes, ni la sombra que recolectaba raíces en silencio. Era… otra. Una máscara. Un regalo envuelto con cintas doradas para ser entregado a quien mejor negociara.
Pasaron horas, el silencio de la habitación sólo era interrumpido por los lejanos murmullos de los empleados de esa enorme Casa central, moviéndose de un lado a otro, trabajando para aquel banquete donde ella era la ofrenda, el cerdo con la manzana jugosa en la boca.
Las puertas se abrieron al anochecer, cuando las últimas luces del día apenas teñían de rojo las columnas talladas en piedra. Dos guardias la escoltaron sin decir palabra, y Ana avanzó por el corredor como si flotara. Las telas que llevaba se arrastraban tras ella, pero incómoda por el peso de tanta ropa, y las joyas en su cuerpo y cabello trinaban al chocarse por el movimiento.
El salón principal de la Casa Central era inmenso. Ana nunca había entrado allí, ahora, pisando su suelo de mármol y respirando ese aire cargado de incienso, lo sentía tan ajeno como si perteneciera a otro mundo.
Velas y lámparas colgantes iluminaban las paredes, proyectando sombras irregulares. Las mesas estaban dispuestas en forma de media luna, repletas de copas, platos y bandejas con carnes cocidas de diferentes maneras. Había jabalí, cordero, aves asadas enteras... pero poco más. Algunas frutas arrugadas decoraban los extremos, casi como un intento de color. No había panes, ni cereales, ni verduras. Ni siquiera las carnes estaban aromatizadas con las hierbas que recordaba de las pocas veces que había cocinado en la cabaña. Solo sal y humo.
Desperdician todo para una sola noche… Pensó con molestia, tras escuchar que la culpaban por la falta de alimento.
Y sin embargo, el silencio entre los miembros de la manada no era celebración, sino tensión.
Los ojos se clavaban en ella. Curiosos, distantes, algunos francamente hostiles. Sabían quién era. Incluso quienes nunca la habían visto, sabían lo que representaba. Ana sólo se sentó en el lugar asignado que le indicaron los escoltas, cerca del centro de la mesa, en un asiento acolchado que contrastaba con el banco áspero donde comía a diario. No se atrevía a tocar la copa frente a ella ni probar la comida. Nadie se lo había prohibido, pero tampoco nadie le había explicado su papel. ¿Debía esperar? ¿Sonreír? ¿Hablar?
Las voces a su alrededor eran un murmullo constante. Conversaciones rápidas, risas breves, cuchicheos entre los altos rangos de la manada. Muchos llevaban insignias grabadas en sus ropas, símbolos que ella no comprendía. Nunca le enseñaron esas jerarquías.
Entonces, entró él.
No sabía quién era, pero lo supo apenas lo vio.
No por su ropa, que era más sobria que la de los demás. Ni por la forma en que los demás se pusieron de pie al instante, inclinando levemente la cabeza. Fue por la manera en que el aire parecía hacerse más denso en su presencia. Como si el invierno se hubiese marchado por las puertas junto a él.
Ana bajó la vista, temiendo haberlo mirado demasiado tiempo. ¿Será él? -se preguntó- ¿El emisario de la Manada Imperial Moon? No podía estar segura. Para ella, todos en ese lugar eran desconocidos.
Y sin embargo, algo en su pecho se estremeció de miedo.
Los pasos del hombre resonaban contra el suelo mientras recorría el salón. Habló con algunos, intercambió frases breves, y luego se sentó al otro extremo de la mesa principal, frente a ella.
No la miró.
Pero Ana sintió el peso de su atención, como si sus ojos estuvieran sobre ella incluso cuando no lo estaban físicamente.
Mi Muerte IIEl muchacho la levantó en brazos con un gruñido. Sentía su peso ligero, pero la rigidez del cuerpo lo alarmó. El contacto de su piel era como hielo, y aún podía sentir el leve temblor de sus músculos agotados por nadar en la pesada corriente. La ajustó contra su pecho, tratando de compartirle algo de su propio calor. Para empeorar la situación, las nubes grises parecían cubrir el cielo por completo y llegaban acompañadas de una brisa helada que calaba el cuerpo mojado. Necesitaban refugio y calentarse. El viento soplaba desde el norte, trayendo consigo ese aroma metálico y húmedo característico que precede a la nieve.-Aguanta, maldición… -Murmuró entre dientes al sentir cómo el cuerpo se desvanecía mientras él comenzaba a caminar arrastrando sus piernas, buscando algún refugio entre los árboles. Adentrandose al bosque por seguridad. El día recién comenzaba, tendría buenas horas de luz para organizarse, lo primordial era encontrar un lugar donde refugiarse, esconderse
Mi Muerte ILa presión del agua comenzó a cerrarse sobre ella, arrastrándola hacia el fondo mientras la corriente la empujaba sin tregua. Sus manos atadas se agitaban a ciegas, intentando impulsar hacia la superficie, pero el peso de la ropa empapada tiraba de su cuerpo hacia abajo con cada segundo que pasaba.Sus mejillas, hinchadas por el último aliento, no resistieron más. El aire escapó en una serie de burbujas que se disolvieron en la oscuridad líquida. El instinto la obligó a moverse, a patear, a pelear contra la corriente, pero sus movimientos erráticos solo empeoraban las cosas; el río la giraba, la golpeaba con su fuerza invisible y la hundía más.El ardor en el pecho se volvió insoportable. Los pulmones, vacíos, suplicaban por oxígeno. Una ráfaga de dolor la recorrió cuando, en el pánico, su cuerpo cedió y el agua helada irrumpió en su garganta. Tosió dentro del agua, inútilmente. El escozor era como fuego líquido que subía hasta su nariz.Entonces, la desesperación comenzó
Una Mala CompañíaEl escape se vió truncado, de escabullirse por la mansión del Alfa a correr por el bosque con el amanecer borrando toda posibilidad de encubrirse en la oscuridad de la noche. El clima invernal no ayudaba a la pobre Ana, cuyas ropas no cubrían sus pechos o brazos y la situación empeoraba con los Lobos que comenzaron a rodearlos, cerrando el paso por ambos costados. El Lobo que corría a su par por el flanco izquierdo se acercaba peligrosamente, ladrando y dando mordidas al aire, midiendo la velocidad de reacción de Ashven. -Mierda ¡¡Mierda!! ¿Puedes hacer algo con este tipo?- Gritó Ana asustada al recibir cerca de su cara varias mordidas.-Estoy un poco ocupado, princesa. -Respondió esquivando los ataques de otros Lobos que ya estaban encima de él. Ana miró desesperada a todos lados, buscando alguna rama o cualquier cosa para poder tener en sus manos vacías, algo con que pudiera defenderse. En ese momento se le ocurrió llevar la manos a la cintura de su captor, con s
Un Escape Casi PerfectoAna lo siguió. ¿Qué otra opción tenía?El frío de las mazmorras la golpeó otra vez al abandonar la cercanía del otro. Apenas caminó unos pasos cuando escuchó un siseo:-No hagas ruido. Hay más guardias por aquí abajo.-Podrías haberlo dicho antes, ¿no crees?Ashven no contestó. Solo se detuvo en seco, alzó la mano, y Ana obedeció el gesto sin pensar. Era instinto, o tal vez miedo.Un sonido. Algo metálico, chirriante, arrastrándose más adelante en el pasillo. Ashven apagó el fuego entre sus dedos como si exprimiera la llama con la palma. La oscuridad los tragó.Ana se apoyó contra la pared, respirando apenas. Escuchó los latidos de su corazón retumbarle en las costillas. La piedra estaba helada contra su espalda, pero aún conservaba el calor y ardor en la mano de la bofetada que le había dado a Ashven minutos antes. Se preguntó si se la devolvería más tarde, con intereses.Cuando el sonido se desvaneció, él volvió a moverse. Si no fuera porque escuchó los pasos
Insoportable ActualidadEl chirrido de la reja se clavó en los oídos como un aullido oxidado.Ana apenas tuvo tiempo de girarse cuando el guardia la empujó por la espalda con tal fuerza que cayó de rodillas sobre la piedra húmeda del calabozo.-¡¡Entra de una vez Maldito!! -Escupió, como si temiera ensuciarse los labios con una sola palabra.El suelo la recibió helado, rugoso, cubierto de moho y suciedad que se le pegó a la piel. Ana apretó los dientes para no quejarse, soportando el dolor y la humillación, pero le ardían las palmas y el sentimiento de sentirse engañada le llenaban el pecho de un frío punzante. Miró el vestido ceremonial, tan valioso, tan hermoso unas horas atrás, ahora era un trapo roto y manchado de barro.Detrás de ella, Ashven entró con pasos lentos. No lo empujaron, no le gritaron, pero la puerta se cerró con el mismo estruendo de desprecio que a ella. El cerrojo cayó como una sentencia aprisionando a los dos en la oscuridad, el frío y el silencio.Ana se leva
Sin Nombre IIAl día siguiente El invierno todavía no había llegado, pero ya se sentía en el aire. Las hojas crujían con más pereza, los árboles parecían inclinarse más, y el cielo llevaba días sin dejar que el sol se mostrara.Anatema estaba revisando los estantes de madera que usaba como despensa: tres frascos con raíces secas, un manojo de hongos colgado al lado del alero, algunos frascos en conserva de verduras que había comenzado a preparar para abastecer, dos trozos de carne ahumada que había conseguido con dificultad. No alcanzaría para mucho. Pero siempre era así… aún tenía un poco de tiempo antes de que las heladas mataran su cultivo. Levantó la vista cuando el crujido de ramas la hizo tensarse.Alguien venía.Se acercó a la ventana y notó a una anciana bajar por el sendero de tierra. Se detuvo un momento mirando en dirección a su humilde cultivo. Seguramente le debía dar risa la poca variedad y el pobre estado del cercado que improvisó para que no fuera atacado por roed
Último capítulo