DE ENEMIGOS A AMANTES BAJO LA LUNA

DE ENEMIGOS A AMANTES BAJO LA LUNAES

Hombre lobo
Última actualización: 2025-10-16
MakiverTrouble  Recién actualizado
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Resumen
Índice

Marcada por una maldición, Anatema vive aislada en los márgenes de su manada, temida desde su nacimiento. Nada crece a su alrededor… salvo su jardín, nutrido por un don que aún no comprende. Para ellos, es un error. Para ella, es una sentencia. Cuando la escasez amenaza con arrasar el invierno, su manada decide ofrecerla como tributo a Imperial Moon, el clan más poderoso y temido del norte. Así es como cruza caminos con Ashven: un portavoz cruel, sarcástico… y maldito como ella. Dicen que su maldición pudre su carne cada vez que toma forma humana, que es una sombra enviada para recolectar lo que la Luna reclama. Se odian a primera vista. Se hieren con palabras. Se desafían con silencios. Pero entre bosques que respiran, secretos que sangran, y un pasado que no perdona, lo que comenzó como un sacrificio se transforma en un vínculo inevitable. Porque no todos creen que los monstruos merecen redención. Y Ana empieza a temer que esté dispuesta a amar uno.

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Capítulo 1

Capítulo 1

El precio de la maldición I

Las manos que la tocaban eran suaves, pero ajenas. Movían su cuerpo como si fuera una muñeca de trapo, sin pedir permiso, sin mirarla a los ojos. Ana se dejó hacer, quieta, con el desconcierto de todo el trato nuevo y la amabilidad con sabor extraño. Pero aquella mañana, todo tenía un aire distinto. Demasiado cuidado en sus acciones, demasiado silencio contenido evitando usar las palabras despectivas que siempre había recibido. 

Le quitaron el vestido raído que usaba a diario, la chica había fruncido su rostro al ver los remiendos que le había hecho allí donde se había roto. La bañaron entre dos muchachas, lavaron su cabello blanco y tallaron su cuerpo con esfuerzo y fueron muy meticulosas con sus manos y uñas, Anatema las tenía hechas un desastre por su trabajo en la huerta. Mientras una secaba su cuerpo, la otra peinaba el cabello, y ella sólo podía dejarse manipular en silencio. 

Su vestido fue reemplazado por una túnica de lino blanco con mangas que tenían un bordado delicado con hilos de plata y patrones de flores pequeños. Luego vinieron las capas: Probaron varias, una de terciopelo verde oscuro, otra de color claro con bordes dorados, Sin preguntarle su opinión y sin considerar realmente que favorecía a su tono, le colocaron un vestido granate oscuro y trenzaron su cabello recogiendolo en un moño. La perfumaron con esencias florales que no conocía, dulces y pesadas, como si intentaran cubrir el olor a tierra que la había acompañado toda su vida.

-No le pongas esa. -Susurró una de las mujeres, apartando una gargantilla de piedras negras. -Usa las amatistas, Si pones la gargantilla negra resaltará el color de sus ojos… Serán muy notorios. -Ana la miró tras escuchar eso, pero ellas siguieron trabajando como si se tratara de un maniquí y no la miraron nunca. 

Le colocaron collares, brazaletes, anillos en cada dedo. Piedras preciosas tintineaban con cada movimiento, como si su cuerpo fuera una joya a exhibir. Un tributo.

Ana no dijo nada. No necesitaba palabras para entender las intenciones de la manada. Al terminar se quedaron unos segundos repasando su cuerpo de pies a cabeza, al estar satisfechas simplemente se marcharon de la habitación dejándola sola.

Las dos mujeres que la asistieron no hablaron nunca con ella, pero no fueron igual de discretas entre sí cuando salieron al pasillo. Ana apenas inclinó la cabeza para oírlas a través de la puerta entornada.

-Parece que los dichos eran ciertos. -Confirmó una con sorpresa.- ¿O por qué otra razón la dejarían entrar a la manada?

-Escuché que la ofrecerán como enlace… para recibir la dote. -La voz era baja, pero clara.

 -Si otro clan la toma, no será más problema nuestro. -Se consoló. 

-Es una locura que vayamos a recibir a un portavoz de la Manada Imperial Moon… Y por esa muchacha maldita.

-¿Y si la rechazan? Todos saben de la maldición que nos golpea por su culpa, La tierra no da frutos, los animales desaparecen. Este invierno va a matarnos con la escasez. ¿No es extraño que estén interesados en alguien así?

-No digas que yo te dije, pero La Manada Imperial Moon es conocida por la bestialidad de su Alfa… parece que recluta malditos para hacer toda la clase de hechicería con sus cuerpos.-La otra mujer se cubrió la boca horrorizada. -Dicen que si no les entregas a los Malditos mientras son generosos, pueden llegar a arrasar con toda una aldea por terquedad.

-Entonces más razón para deshacerse de ella. Aunque sea como tributo, que muera lejos y no aquí donde causa tanto daño.

Las palabras fueron un puñal helado en el pecho. Ana apretó los labios. Tendría que haber sospechado un poco más sobre las intenciones de su manada, pero el buen trato siempre viene acompañado de interés… No lloró ante la revelación de su destino, aunque el miedo la invadía, también resonaban las últimas palabras de esa mujer “Qué muera Lejos” Encontraría la forma de hacer eso, morir lejos, cuando ella quisiera y donde ella dispusiera.

Se miró en el espejo al voltear nuevamente a la habitación, apartándose de la puerta. 

La joven que la observaba desde el cristal no parecía ella. No era la hija maldita escondida en la cabaña de los márgenes, ni la sombra que recolectaba raíces en silencio. Era… otra. Una máscara. Un regalo envuelto con cintas doradas para ser entregado a quien mejor negociara. 

Pasaron horas, el silencio de la habitación sólo era interrumpido por los lejanos murmullos de los empleados de esa enorme Casa central, moviéndose de un lado a otro, trabajando para aquel banquete donde ella era la ofrenda, el cerdo con la manzana jugosa en la boca. 

Las puertas se abrieron al anochecer, cuando las últimas luces del día apenas teñían de rojo las columnas talladas en piedra. Dos guardias la escoltaron sin decir palabra, y Ana avanzó por el corredor como si flotara. Las telas que llevaba se arrastraban tras ella, pero incómoda por el peso de tanta ropa, y las joyas en su cuerpo y cabello trinaban al chocarse por el movimiento. 

El salón principal de la Casa Central era inmenso. Ana nunca había entrado allí, ahora, pisando su suelo de mármol y respirando ese aire cargado de incienso, lo sentía tan ajeno como si perteneciera a otro mundo.

Velas y lámparas colgantes iluminaban las paredes, proyectando sombras irregulares. Las mesas estaban dispuestas en forma de media luna, repletas de copas, platos y bandejas con carnes cocidas de diferentes maneras. Había jabalí, cordero, aves asadas enteras... pero poco más. Algunas frutas arrugadas decoraban los extremos, casi como un intento de color. No había panes, ni cereales, ni verduras. Ni siquiera las carnes estaban aromatizadas con las hierbas que recordaba de las pocas veces que había cocinado en la cabaña. Solo sal y humo.

Desperdician todo para una sola noche… Pensó con molestia, tras escuchar que la culpaban por la falta de alimento. 

Y sin embargo, el silencio entre los miembros de la manada no era celebración, sino tensión.

Los ojos se clavaban en ella. Curiosos, distantes, algunos francamente hostiles. Sabían quién era. Incluso quienes nunca la habían visto, sabían lo que representaba. Ana sólo se sentó en el lugar asignado que le indicaron los escoltas, cerca del centro de la mesa, en un asiento acolchado que contrastaba con el banco áspero donde comía a diario. No se atrevía a tocar la copa frente a ella ni probar la comida. Nadie se lo había prohibido, pero tampoco nadie le había explicado su papel. ¿Debía esperar? ¿Sonreír? ¿Hablar?

Las voces a su alrededor eran un murmullo constante. Conversaciones rápidas, risas breves, cuchicheos entre los altos rangos de la manada. Muchos llevaban insignias grabadas en sus ropas, símbolos que ella no comprendía. Nunca le enseñaron esas jerarquías. 

Entonces, entró él.

No sabía quién era, pero lo supo apenas lo vio.

No por su ropa, que era más sobria que la de los demás. Ni por la forma en que los demás se pusieron de pie al instante, inclinando levemente la cabeza. Fue por la manera en que el aire parecía hacerse más denso en su presencia. Como si el invierno se hubiese marchado por las puertas junto a él.

Ana bajó la vista, temiendo haberlo mirado demasiado tiempo. ¿Será él? -se preguntó- ¿El emisario de la Manada Imperial Moon? No podía estar segura. Para ella, todos en ese lugar eran desconocidos.

Y sin embargo, algo en su pecho se estremeció de miedo. 

Los pasos del hombre resonaban contra el suelo mientras recorría el salón. Habló con algunos, intercambió frases breves, y luego se sentó al otro extremo de la mesa principal, frente a ella.

No la miró.

Pero Ana sintió el peso de su atención, como si sus ojos estuvieran sobre ella incluso cuando no lo estaban físicamente.

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