capítulo 8

La cena había transcurrido entre copas de vino, sonrisas contenidas y un duelo de palabras que ninguno de los dos quiso conceder como derrota. Giulio se mostraba satisfecho, convencido de haber descubierto más de lo que Rebeca estaba dispuesta a revelar. Ella, en cambio, lo observaba con la calma de quien mide cada gesto, cada palabra, como si todo fuera una pieza más de un tablero de ajedrez.

Cuando la música del restaurante cambió a un tono más íntimo, Rebeca se excusó con naturalidad.

—Voy al tocador. No tardo.

Se levantó con la misma elegancia con la que había entrado, consciente de que varias miradas la seguían hasta perderse por el pasillo. El baño estaba vacío, silencioso, con un tenue aroma a flores frescas y mármol pulido brillando bajo la luz. Rebeca se encerró en uno de los sanitarios y, durante unos minutos, disfrutó de ese respiro lejos de Giulio, lejos de su mirada que parecía diseccionarla.

Al salir, se dirigió al lavamanos. Abrió el grifo y dejó que el agua corriera mientras se miraba en el espejo. Su reflejo le devolvió a la mujer que había construido con paciencia: impecable, serena, sin fisuras. Pasó los dedos por el borde del lavabo, respirando hondo.

—Qué papel tan frágil juegas —murmuró para sí misma, con una sonrisa leve.

El eco de unos tacones rompió el silencio. Rebeca levantó la vista y vio a Luciana reflejada en el espejo. Caminaba con pasos lentos, calculados, como una gata dispuesta a atacar.

—Así que tú eres Rebeca D’Amato —dijo Luciana con voz cargada de veneno.

Rebeca no se giró, siguió lavándose las manos con calma.

—Ya nos presentaron hace un rato, ¿no? —respondió con ironía.

Luciana se acercó hasta quedar a pocos pasos. Cruzó los brazos y ladeó la cabeza con una sonrisa desdeñosa.

—Escúchame bien, perra. Giulio es mi prometido. Te advierto que no me agrada en absoluto que te acerques a él de esa manera.

Rebeca rió suavemente, una carcajada contenida que resonó en las paredes de mármol.

—¿Eso viniste a decirme? —giró hacia ella, con las cejas arqueadas—. Qué patético. Si tan segura estás de tu lugar, no deberías preocuparte por una simple socia de negocios.

El veneno en la sonrisa de Luciana se hizo más evidente.

—No te hagas la lista. Conozco a las de tu tipo. Chicas que fingen ser indispensables en los negocios, pero que lo único que quieren es metersele a un hombre como Giulio hasta por los ojos.

Rebeca, divertida hasta ese momento, dejó de sonreír. Su mirada se endureció como hielo partido. En un solo movimiento, rápido y brutal, la tomó del cuello con una mano y la empujó contra la pared de mármol. El golpe resonó en el baño vacío, y los ojos de Luciana se abrieron con horror.

La expresión de Rebeca cambió. La elegancia quedó atrás; ahora su rostro era el de una fiera que mostraba los colmillos.

—¿Luciana, verdad? —dijo en un susurro helado, apretando con más fuerza—. Escúchame bien: no estoy aquí para juegos. Si te metes en mi camino, te aplastaré como a una cucaracha.

Luciana intentó respirar, sus palabras apenas fueron un hilo de aire.

—¿Qué… qué crees que haces? Suéltame. ¿Acaso sabes quién soy?

Rebeca alzó un dedo índice y lo colocó sobre los labios de la otra mujer, silenciándola con un gesto gélido.

—Shhh… —murmuró, inclinándose lo suficiente para que solo ella la oyera—. No me interesa quién seas. Pero si vuelves a interponerte, te aseguro que descubrirás de lo que soy capaz.

La soltó de golpe. Luciana jadeó, llevándose las manos al cuello.

Rebeca dio un paso atrás, y entonces, como si la idea hubiera germinado en ese instante, se pasó las uñas por el escote de su vestido, rasgando la tela. El sonido de la tela rota fue casi obsceno en aquel silencio. Luego, con la misma determinación, arañó su propio pecho con fuerza suficiente para dejar marcas rojas en la piel.

Luciana la observaba, atónita, incapaz de procesar lo que veía.

De pronto, Rebeca lanzó un grito agudo, desgarrador, que hizo eco en todo el baño.

—¡Ahhh!

El alarido fue tan convincente que Luciana se quedó paralizada, muda de shock. Apenas unos segundos después, la puerta del baño se abrió de golpe. Giulio irrumpió con Enzo tras él.

La escena que encontraron fue desconcertante: Luciana de pie, con la respiración agitada, y Rebeca en el suelo, con los ojos cristalinos y la ropa hecha jirones.

—¡Rebeca! —Giulio se lanzó hacia ella, inclinándose para ayudarla a levantarse.

Pero ella apartó su mano con suavidad, temblando.

—No… por favor… yo puedo sola.

— Giulio, esa mujer me ataco y luego se hizo eso a si misma... esta mintiendo...

Se puso de pie con esfuerzo, fingiendo fragilidad. Sus ojos brillaban con lágrimas contenidas. Luego se giró hacia Luciana, que intentaba balbucear una explicación, y habló con voz quebrada:

—Mentira… mire cómo dejó mi vestido.

Giulio bajó la vista. El escote roto revelaba las marcas enrojecidas de las uñas. El ceño se le frunció de inmediato, y sin perder tiempo, se quitó el saco y lo colocó sobre los hombros de Rebeca. Ella lo aceptó con un murmullo agradecido, bajando la mirada como si estuviera avergonzada.

—Creo que es mejor retirarme… —dijo con voz débil.

—¡Giulio, no! —interrumpió Luciana con desesperación—. ¡Ella está loca! Se hizo eso a propósito, yo no…

—¡Silencio! —tronó Giulio, su voz retumbó con autoridad.

El rostro de Luciana se desfiguró entre furia y desconcierto.

Rebeca, envuelta ahora en el saco, lo miró con una mezcla de fragilidad y dignidad.

—Señor Romano… —su tono fue pausado, casi suplicante—. Por favor, aclare a su prometida que nuestra relación es solo de trabajo.

El “prometida” fue un veneno dulce que cayó en los oídos de Luciana. Giulio apretó la mandíbula.

Rebeca fingió que la emoción le impedía continuar.

—Ahora, si me disculpan… debo irme.

Se giró hacia la salida, caminando con pasos firmes, aunque aún aparentando fragilidad.

Giulio no lo dudó. Le hizo una seña a Enzo, quien de inmediato la siguió para escoltarla hasta la habitación. Solo cuando la puerta se cerró detrás de ellos, Giulio volvió la mirada hacia Luciana.

Ella trató de explicarse de nuevo, con el rostro desencajado.

—Giulio, escúchame. Esa mujer se lo inventó todo, ¡ella se lastimó sola!

Pero la furia en los ojos de él la obligó a callar. Giulio avanzó un paso, imponente, con una expresión que mezclaba decepción y rabia contenida.

Luciana sintió por primera vez que el suelo bajo sus pies se desmoronaba.

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