El pasillo del hotel parecía interminable. Apenas iluminado por lámparas de pared, sus paredes blancas y alfombra oscura absorbían el eco de los pasos de Enzo y Rebeca. Él avanzaba con la espalda erguida, la mirada fija al frente y las manos cruzadas detrás. Ella, a su lado, caminaba despacio, con el saco de Giulio aún colgado sobre los hombros, ocultando el rasgado en su vestido.
Llegaron frente a la puerta de la habitación asignada a Rebeca. Ella se detuvo, giró con calma y lo miró con una sonrisa diplomática.
—Espere un momento —dijo, en tono suave—. Entraré a tomar mi bata y le daré el saco de su jefe.
Enzo asintió sin pronunciar palabra, apenas un movimiento rígido de la cabeza. La observó introducir la tarjeta en la cerradura y desaparecer tras la puerta.
Durante un par de minutos, el silencio reinó en el pasillo. Enzo permaneció apoyado contra la pared, firme como una estatua, pero con los ojos cargados de pensamientos. Había visto la escena en el baño, escuchado parte de lo qu