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Capítulo 2 – El despertar de la reina en jaque

El sonido fue lo primero que regresó.

Un pitido constante, monótono, como un reloj de arena derramando sus últimos granos. Luego llegó la luz, difusa al principio, atravesando sus párpados como un sol obstinado. Bella intentó moverse, pero el cuerpo no respondió. La sensación era la de estar atrapada dentro de sí misma, encerrada en una prisión de carne y hueso.

El tiempo no existía en ese limbo. Podrían haber pasado minutos o décadas. Hasta que, de pronto, un latido más fuerte la arrancó del vacío. Tosió, como si emergiera de las profundidades de un mar helado, y un gemido áspero se escapó de su garganta reseca.

—¡Doctora! —gritó una voz femenina en inglés, cargada de asombro—. ¡Está despierta!

Bella abrió los ojos lentamente. El resplandor blanco de las lámparas la obligó a parpadear varias veces antes de distinguir figuras a su alrededor. Batas, mascarillas, instrumentos médicos. El olor a desinfectante y a plástico estéril inundó sus sentidos.

—Señorita Mancini, ¿puede escucharme? —preguntó una mujer de cabello recogido, con calma estudiada.

El nombre retumbó como un disparo. Mancini. Siete años sin escucharlo, y sin embargo, para ella, habían sido apenas segundos.

Intentó responder, pero sólo salió un murmullo ininteligible. La enfermera le humedeció los labios con una gasa y le acomodó la mascarilla de oxígeno.

—Estuvo en coma —explicó la doctora, inclinándose para que Bella pudiera verla mejor—. Ha despertado después de un largo tiempo. Está a salvo.

¿A salvo? La palabra le quemó en la mente como ácido. Nada estaba a salvo. Recordaba la voz de Matteo en el teléfono, la súplica desesperada de su hermano, el rugido del motor, los faros devorándola. Recordaba el golpe, la sangre, la oscuridad.

Su corazón se aceleró y las máquinas junto a su cama comenzaron a pitar con alarma.

—Tranquila, respire hondo —pidió la doctora, tomándole la mano.

Bella obedeció por instinto, aunque por dentro gritaba: ¿Dónde está mi familia? ¿Quién sobrevivió?

La respuesta llegó días después.

Su recuperación fue lenta y dolorosa. Los músculos atrofiados, cada movimiento un tormento, como si los huesos fueran cuchillas. La fisioterapia era una tortura diaria, pero el dolor físico era nada comparado con el peso del silencio.

Los médicos hablaban con cautela, dando detalles superficiales: un “accidente” en Los Ángeles, su resistencia milagrosa, la tecnología que la mantuvo con vida. Pero Bella leía entre líneas. Sabía que nada de aquello había sido casual.

Y lo que más la atormentaba era el vacío alrededor de los Mancini. Cada vez que preguntaba por su familia, las miradas esquivas de los doctores hablaban más que cualquier palabra.

Una tarde, cuando el sol caía en franjas anaranjadas sobre la ventana de su habitación, recibió la visita de un sacerdote italiano de avanzada edad. Sotana negra, rosario gastado entre las manos.

—Isabella… —susurró con voz grave—. Soy el padre Giovanni. Fui amigo de tu padre.

Alessandro Mancini. El nombre le atravesó el pecho como un cuchillo. Bella se erguió en la cama, todavía débil, pero con la fuerza de quien no ha perdido la voluntad de pelear.

—Dígame la verdad, padre —su voz era áspera, quebrada por años de silencio—. ¿Dónde están?

El sacerdote cerró los ojos un instante, como rezando en silencio.

—Muertos, hija. Todos.

Las palabras cayeron como cuchillas. La habitación se encogió. El aire se volvió denso. Bella sintió que el mundo se desmoronaba por segunda vez.

—Aquella noche, la familia Romano ejecutó su venganza —continuó el padre Giovanni con dolor contenido—. Tu padre, tu madre, tus hermanos… ninguno sobrevivió. Tú fuiste la única, y sólo porque estabas lejos.

Las lágrimas rodaron silenciosas. No quedaba nada de su vida anterior. El apellido Mancini, que tanto había intentado dejar atrás, era ahora una lápida bajo la que yacía todo lo que amaba.

Los meses siguientes transcurrieron entre duelo y rabia. Bella lloraba en silencio cada noche, pero al amanecer se obligaba a seguir adelante. Algo en su interior ardía, una chispa de instinto y supervivencia que no podía apagarse.

Durante las terapias, los recuerdos regresaban en ráfagas: la risa de Matteo, los consejos de su padre, los aromas de la cocina de su madre, las discusiones en la villa napolitana. Cada recuerdo era una daga y, al mismo tiempo, un motor.

Los médicos insistían en concentrarse en su rehabilitación, pero Bella pensaba en el mundo exterior. ¿Qué había pasado en Nápoles durante esos siete años? ¿Quién ocupaba ahora el trono de la ciudad?

Su apellido la perseguiría siempre. Podría esconderse de todos, pero no de sí misma. Y lo que más la consumía era la certeza: alguien, en algún lugar, había ordenado su muerte. No lo habían logrado, y ese error tendría consecuencias.

Cuando finalmente caminó de nuevo, apoyada en muletas, sintió que renacía. Cada paso era un recordatorio de que su cuerpo le pertenecía otra vez, aunque marcado por cicatrices visibles e invisibles.

Un día, mientras recorría el pasillo del hospital, escuchó a dos enfermeras conversando en italiano:

—Dicen que en Nápoles ahora manda Giulio Romano —susurró una.

—El hijo del viejo capo —respondió la otra—. Se ha vuelto más cruel que su padre. Nadie lo detiene.

Giulio Romano. El nombre se grabó en su mente como un objetivo.

Su despertar no pasó desapercibido. Hombres desconocidos comenzaron a rondar el hospital, nuevas caras entre el personal de seguridad, miradas demasiado atentas en la entrada. Bella lo notó de inmediato: alguien sabía que había vuelto del limbo.

El padre Giovanni regresó para advertírselo:

—Tu vida corre peligro, Isabella. No debiste despertar. Para ellos, eres un fantasma incómodo, un testigo que debería seguir muerto.

—Entonces no seguiré escondida —respondió ella, con frialdad—. Si me quieren muerta, tendrán que mirarme a los ojos cuando lo intenten.

El sacerdote la observó con pesar. Ya no era la niña que soñaba con escapar del apellido Mancini, sino una mujer endurecida por la pérdida.

Cuando finalmente le dieron el alta, el mundo la golpeó con crudeza. Los rascacielos de Los Ángeles habían crecido, las modas habían cambiado, la gente caminaba con un ritmo ajeno al suyo. Para Bella, el tiempo se había detenido a los veinte años; pero el espejo le devolvía a una mujer de veintisiete, con cicatrices en la piel y en la mirada.

Se vistió de negro para su primer día fuera del hospital. Luto no sólo por su familia, sino por la inocencia que había perdido. Caminó despacio hasta la salida, respirando el aire libre como si fuera la primera vez.

Un auto negro la esperaba en la puerta. Un hombre trajeado descendió y le abrió la puerta trasera con gesto serio.

—Señorita Mancini, alguien desea hablar con usted...

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