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capítulo 6— El juego en el ascensor

El aire parecía espesarse entre nosotros. Su mirada me mantenía presa, como si sus ojos fueran grilletes invisibles que me impedían respirar con naturalidad. El silencio del ascensor se convirtió en un campo de batalla donde las armas eran las miradas, los gestos mínimos, la osadía de sostener el deseo sin parpadear.

Yo debía apartarme, recordar quién era, recordar a quién tenía frente a mí. Pero mis labios se curvaron en una sonrisa calculada, la clase de gesto que podía confundirse con coquetería cuando en realidad era un muro.

—Señor Romano… —murmuré con la voz tan suave que apenas fue un roce en el aire—. No juegue conmigo si no está dispuesto a llegar al final.

Vi cómo su expresión cambió, cómo la chispa de desafío en sus ojos se encendió como fuego. Para Giulio, mis palabras no eran una advertencia, sino una invitación.

El ascensor siguió su ascenso con un zumbido sordo. De pronto, dio un paso hacia mí, borrando la distancia con una naturalidad que me heló y me quemó al mismo tiempo. Su cuerpo me acorraló contra la pared metálica, su sombra devorando la mía. El frío del acero chocaba con el calor de su proximidad, y mi respiración se volvió más pesada.

Se inclinó hasta que apenas un respiro nos separaba. Su voz me rozó como una caricia peligrosa.

—¿Quién dice que estoy jugando? —susurró, con esa seguridad insolente que lo hacía tan temido como deseado.

Mi corazón latió con violencia, traicionando la calma que intentaba aparentar. La cercanía de Giulio era un veneno que me embriagaba, que me tentaba a olvidar la sangre de los míos, la venganza que hervía en mis entrañas. Y justo cuando sus labios estaban a un segundo de los míos, un sonido mecánico nos interrumpió.

El ascensor se detuvo. Las puertas se abrieron con un tintineo agudo y, como un cruel recordatorio de que el destino tenía otros planes, una pareja ingresó riendo y tomados de la mano.

La tensión se quebró de golpe. Yo me enderecé con rapidez, apartando a Giulio como si nada hubiera ocurrido. Enderecé mi vestido, levanté el mentón y sonreí con esa cortesía distante que me caracterizaba. Giulio, en cambio, retrocedió un paso con la sonrisa ladeada de un hombre que había probado un triunfo, aunque este fuese mínimo. Sus ojos decían lo que su boca callaba: había notado mi titubeo, había descubierto que no era tan indiferente a sus juegos.

El viaje hasta el último piso se hizo eterno. Cuando por fin el ascensor se detuvo de nuevo, avancé con paso elegante, mis tacones golpeando el mármol como si cada sonido fuese una declaración de independencia. Saqué la llave de mi habitación y, sin mirarlo demasiado, lancé la estocada perfecta:

—Iré a refrescarme… —dije con ligereza, como si fuera un simple capricho—. ¿Le parece si nos vemos en una hora para cenar?

El brillo en sus ojos me indicó que entendía perfectamente mi intención de escapar. Pero en lugar de enfadarse, Giulio sonrió con amplitud, como si mi resistencia fuera solo otra parte del juego que lo mantenía entretenido.

—Una hora —aceptó, con esa voz grave que parecía un pacto grabado en mármol.

Nos separamos. Lo vi caminar con calma hacia su habitación mientras yo apretaba el paso hacia la mía. Una vez cerré la puerta tras de mí, mi sonrisa se desmoronó como una máscara rota.

El silencio de la habitación era un golpe seco contra mis oídos. Dejé la maleta en el suelo con un movimiento brusco y me dirigí al baño sin encender ninguna luz. El reflejo de mi rostro en el espejo me devolvió la verdad: mis mejillas aún estaban encendidas, mis labios temblaban con un recuerdo que no quería conservar.

Abrí la ducha con violencia, dejando que el agua cayera a raudales, fría al principio, ardiente después. Me despojé de la ropa como si fueran cadenas contaminadas con el perfume de Giulio. Quería borrar de mi piel ese rastro invisible, la evidencia de que me había arrinconado, de que casi había logrado besarme.

El agua golpeaba mi cuerpo, pero no apagaba la tormenta que rugía en mi interior. Cerré los ojos, y su voz volvió a mí:

"Lamento tu pérdida."

La falsedad de esas palabras me hizo hervir la sangre. ¿Cuántas veces habría ensayado ese tono compasivo?

Mi puño se estrelló contra los azulejos, un golpe seco que resonó en el baño como un juramento. Sentí el ardor en los nudillos, pero no me importó. Apreté los dientes, y bajo el chorro de agua, dejé que mis labios pronunciaran lo que mi alma llevaba años gritando:

—Juro que lamentarás haberte metido con mi familia. —Las palabras salieron oscuras, afiladas, con la fuerza de una sentencia irreversible.

El vapor me envolvía como un sudario, pero no había redención en aquella ducha, solo furia contenida. Permanecí bajo el agua hasta que mi respiración se volvió uniforme y mis pensamientos recobraron la frialdad que necesitaba.

Una hora más tarde, ya era otra. Había enterrado a la mujer herida para dejar salir a la estratega. Elegí un vestido claro, de tela suave que caía con naturalidad sobre mis curvas, contrastando con la dureza de mi mirada. No era inocencia lo que proyectaba, sino un engaño meticulosamente diseñado: luz para disfrazar la oscuridad.

Bajé al restaurante con paso firme. El murmullo de los comensales se alzó un instante a mi alrededor; sentí miradas que se posaban en mí como si mi sola presencia alterara el ambiente. Sonrisas curiosas, admiración furtiva, incluso deseo disfrazado de cortesía.

No tardé en notar una mirada más intensa, más pesada: Enzo, el hombre de seguridad de Giulio. Su corpulencia lo hacía destacar incluso entre los trajes oscuros que deambulaban por el lugar. No me quitaba los ojos de encima, y en su gesto no había fascinación, sino sospecha. Era evidente que no confiaba en mí, que su instinto lo mantenía alerta.

Sonreí con naturalidad, como si no hubiera visto el filo en su observación. Cuanto más desconfiara, mejor. Porque un hombre que duda comete errores, y yo sabía cómo convertir la desconfianza en arma a mi favor.

Al fondo, la mesa reservada por Giulio me esperaba. El mensaje que me había enviado minutos antes aún ardía en la pantalla de mi móvil: “No tardes. Me gusta que seas puntual.”

Respiré hondo, enderecé los hombros y avancé hacia él, sabiendo que la verdadera cena no sería de vino ni manjares, sino de miradas y silencios, de palabras envenenadas disfrazadas de cortesía.

Esta vez no habría ascensores, ni paredes metálicas, ni testigos inoportunos. Esta vez, el juego se trasladaba a la mesa. Y yo estaba dispuesta a jugar hasta que él se convirtiera en mi presa.

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