El viento del puerto soplaba cargado de sal y humedad, trayendo consigo el eco lejano de las olas rompiendo contra los muelles. Entre la neblina espesa, un auto negro se detuvo frente a una de las bodegas abandonadas del clan Romano. Nadie se atrevía a acercarse. Los hombres apostados en los alrededores sabían que aquel lugar no era escenario de negocios, sino de juicios.
Giulio descendió primero. Su figura imponente, vestida con el clásico traje oscuro, se recortó contra el gris del amanecer. Detrás de él, Isabella emergió del vehículo. Vestía de negro, sin adornos, sin joyas. Solo un abrigo que se movía con el viento y una mirada que helaba hasta el acero. Había insistido en venir. No porque quisiera ver sufrir a Franco, sino porque necesitaba cerrar un ciclo.
Giulio lo había entendido, aunque no lo dijera. Era su manera de devolverle el alma que él mismo le había enseñado a endurecer.
Caminaron en silencio por el muelle hasta llegar a la entrada.