El automóvil se deslizaba por las calles de Los Ángeles como un depredador nocturno. Las luces de la ciudad se reflejaban en los cristales oscuros, pero Rebeca no apartaba la vista de su reflejo. Cabello largo y apagado, piel marcada por cicatrices, ojos que parecían dos abismos sin fondo. La joven que soñó con escapar del apellido Mancini había muerto; lo sabía. Lo único que la mantenía en pie era un propósito que ardía más fuerte que cualquier miedo: venganza.
El vehículo se adentró en una zona residencial exclusiva, donde los muros altos, cámaras de seguridad y jardines perfectos parecían la defensa de un castillo. En la entrada, guardias armados con fusiles automáticos levantaron la barrera tras verificar al chofer. Sus miradas se posaron en Rebeca, inquisitivas, midiendo cada gesto. Nadie dijo una palabra. El coche se detuvo frente a una mansión moderna, de mármol blanco y ventanales que reflejaban la luz de la ciudad. Rebeca bajó lentamente, apoyándose en la puerta para mantener el equilibrio. Aún arrastraba secuelas del coma, pero dentro de ella ardía una fuerza más poderosa que cualquier músculo. Y entonces lo vio. Un hombre alto, de unos treinta años, emergió de la casa. Traje oscuro, corbata apenas aflojada, porte natural de poder. Sus ojos gris acerado se clavaron en ella con incredulidad. —Isabella… —murmuró, apenas audible. El nombre le golpeó como un puñal. Dimitri Salvatore, el mejor amigo de Matteo, casi un hermano. Recordó bromas, entrenamientos clandestinos, visitas a la villa, las sobremesas interminables. Él no dudó. Avanzó y la rodeó con un abrazo firme. Rebeca permaneció rígida, los brazos colgando a los costados. El contacto removió un dolor antiguo, como si alguien hubiera hurgado en una herida abierta. —Lamento mucho tu pérdida —dijo Dimitri, cargado de culpa. —Lamentarlo no me traerá a mi familia —replicó ella, fría—. Pero hay algo que sí les dará paz: acabar con el maldito que los mató. El silencio se hizo pesado. Dimitri no halló rastro de la joven inocente que recordaba. Solo vio una mujer endurecida por el odio, con un brillo letal que lo estremeció. La condujo al interior de la mansión. Mármol claro, cuadros italianos, aroma a madera pulida. Guardias discretos, atentos pero invisibles. Dimitri la guió hasta un salón privado. —Cuando Matteo me llamó esa noche —comenzó, sirviéndose un vaso de whisky que no bebió—, me pidió protegerte. La familia Romano había iniciado la ofensiva. Pensé que estabas muerta. Pero resististe. El mundo creyó que eras un fantasma. Era la única forma de salvarte. —¿Ocultarme o condenarme a un limbo? —preguntó Rebeca. —Salvarte —contestó él—. Pero alguien filtró tu reaparición. Los Romano ya saben que estás viva. No descansarán hasta acabar contigo. Rebeca apretó los puños, clavando sus uñas en la piel. —¿Y mi familia? —Fueron velados y sepultados en la cripta familiar, en Nápoles. Descansan en paz. —No —replicó ella con dureza—. No estarán en paz hasta que Giulio Romano pague. —Bella… —susurró él, con súplica. —Ese ya no es mi nombre —dijo cortante—. Isabella Mancini murió. Lo miró fijamente, como pronunciando un juramento ancestral: —Mi nombre es Rebeca. Y juro que cuando tenga a Giulio Romano frente a mí, pagará por arrebatarme lo más preciado. El eco de sus palabras retumbó en la sala. Dimitri guardó silencio. La muchacha que protegió se había convertido en una mujer rota, peligrosa. No quedaba alma en esos ojos, solo el vacío de la pérdida absoluta. Aun así, Dimitri tomó una decisión silenciosa: cumpliría la promesa a Matteo y la protegería, incluso de sí misma. Los días siguientes fueron un torbellino. Rebeca se adaptó al nuevo entorno con la frialdad de quien planea una guerra. Dimitri le mostró negocios, contactos políticos y un ejército de hombres leales. —Lo construí para sobrevivir —dijo él una noche desde la terraza—. No soy un santo, pero tampoco un monstruo como Giulio. Todo esto me mantiene un paso delante de nuestros enemigos. —Entonces utilízalo para lo que importa —replicó ella—. Para destruir a los Romano. —No es tan simple —advirtió Dimitri—. Giulio Romano no es solo un capo. Ha convertido Nápoles en un reino de hierro. Aliados en Sicilia, contactos en Nueva York, políticos en su bolsillo. No se le derriba con balas solamente. —Entonces lo derribaré con lo que sea necesario —contestó ella, apretando la mandíbula. Dimitri la estudió. La joven que alguna vez sonrió sin miedo ya no existía. Solo ardía un odio que podía consumirla. —Si quieres acercarte a Giulio… —dijo él, bajando la voz—…tendrás que convertirte en alguien que él confíe. Tal vez incluso en su amante. Es arriesgado. Podrías perderte a ti misma en el camino. —Eso es parte del juego —replicó Rebeca, fría—. Debo infiltrarme en su mundo para destruirlo desde dentro. Isabella Mancini ya no existe. Esta soy yo. La mujer que hará justicia. —Te estás convirtiendo en alguien más oscuro de lo que imaginas —advirtió Dimitri. —No me importa —contestó ella—. Porque Isabella Mancini está muerta. Lo único que queda soy yo, la mujer que lo destruirá. Él no replicó. Sabía que esa mirada ya no cambiaría. En la intimidad de la mansión, Rebeca repasaba su juramento. Veía el rostro de Giulio Romano como si estuviera frente a ella. No había ternura ni esperanza. La tragedia le arrancó el alma y en su lugar plantó un objetivo implacable. Cada palabra, cada gesto, cada respiración estaba teñido de ese propósito. Dimitri lo sabía: nada ni nadie la detendría. Una noche, frente al espejo de su habitación, Rebeca contempló su rostro marcado por cicatrices y sombras. Sus dedos recorrieron cada línea que recordaba la pérdida. —A partir de mañana —susurró— ni siquiera este rostro seguirá perteneciendo a Isabella Mancini. El bisturí, las agujas, la anestesia esperaban sobre la mesa quirúrgica, como instrumentos de un renacimiento. La luna iluminaba la mansión y su reflejo en el vidrio parecía un espectro: la mujer que mataría a Giulio desde la mentira y la seducción. —El rostro de Isabella… esta noche será la última —murmuró, mientras sus ojos se fijaban en el espejo, cargados de furia y decisión. Rebeca estaba lista para ser la mano que dictara la muerte de los Romano. El plan estaba en marcha, infiltrarse, ganarse la confianza de Giulio, destruirlo desde dentro...