capítulo 5 — Acercamiento.
El amanecer teñía Los Ángeles con tonos dorados y naranjas. Rebeca permanecía frente al ventanal, observando cómo la ciudad despertaba con un bullicio que no lograba penetrar la calma de su habitación. La luz acariciaba la superficie de su bata de seda cuando el teléfono vibró sobre la mesa.
Un mensaje iluminó la pantalla:
“9:30 a.m. Oficina central, Wilshire Boulevard. Informe de previsión de riesgos. No llegues tarde. —G.R.”
Ni saludo ni cortesía. Rebeca lo leyó dos veces antes de sonreír. Giulio Romano había caído en su juego y todavía creía que era él quien movía las piezas.
Eligió su atuendo con precisión: vestido gris perla, sobrio y elegante, ajustado lo justo para sugerir sin exhibir; cabello recogido en un moño bajo; labios en rojo suave. Esa mañana no sería la enigmática mujer de la gala, sino la empresaria imposible de ignorar.
****
El edificio de Wilshire Boulevard se alzaba como un coloso de cristal. El ascensor la condujo al piso treinta y dos, donde Giulio aguardaba frente a un ventanal con la ciudad a sus pies.
Al verla entrar, se giró lentamente.
—Señorita D’Amato, puntualidad perfecta.
—La puntualidad es respeto por el tiempo de los demás.
Él sonrió, complacido.
—Su avión ya la espera en la terminal privada.
Ella arqueó una ceja.
—Curioso. Tenía otros planes.
—Yo también debo atender asuntos en São Paulo. Pensé… ¿para qué viajar por separado?
Rebeca sostuvo su mirada y sonrió apenas.
—Práctico.
En la sala de juntas, Giulio hablaba de riesgos y cifras; ella corregía y cuestionaba con precisión. No era invitada ni aprendiz, era estratega. Él no podía apartar los ojos de ella.
Cuando cerró la carpeta con decisión, dijo:
—Listo. Mi maleta está en el auto.
—Perfecto. El avión nos espera.
****
En el estacionamiento, Rebeca caminó hacia su sedán.
—Ya que no me permite llevarla en mi coche… lléveme usted —dijo Giulio a su espalda.
Ella lo miró de reojo.
—¿Siempre tan insistente?
—Solo con lo que me interesa.
Ella sonrió de lado.
—Suba, entonces.
El auto avanzó entre luces y sombras. Giulio la observaba con detenimiento: la forma en que sostenía el volante, la firmeza de su mandíbula.
—Hábleme de usted, Rebeca. No todo puede encontrarse en un expediente.
—Fingiremos que no me investigó.
Él rió bajo. Ella esperó un segundo antes de hablar.
—Tengo mi empresa inmobiliaria. Veintisiete años. Hace dos que empecé a crecer en serio. —Una sombra cruzó su mirada—. Soy huérfana… aunque no siempre fue así.
Giulio la observó serio.
—Lo siento mucho.
En sus ojos brilló un destello de furia antes de recuperar la calma.
—No estoy del todo sola. Tengo a alguien que considero un hermano.
—Dimitri Salvatore.
Ella arqueó una sonrisa.
—Sí. Lo conoce.
—Solo de nombre.
—Ya veo.
El silencio era denso, como un duelo invisible.
—¿Y en el amor? —preguntó él, bajando la voz—. Una mujer como usted no puede estar sola por elección.
Ella soltó una risa breve.
—¿Quiere saber si alguien me espera en casa?
—Quiero saber si alguien ya ocupa el lugar que… alguien como yo querría ocupar.
Rebeca giró el rostro, encontrando su mirada.
—Hasta ahora, no he encontrado a nadie que lo merezca.
Él sonrió.
—Entonces aún hay esperanza.
—O peligro.
***
El vuelo fue tranquilo, casi meditativo. La cabina privada del jet ofrecía un silencio confortable, roto solo por la conversación ligera sobre negocios: estrategias de expansión, mercados emergentes, riesgos en aduanas y oportunidades que ambos sabían aprovechar. A veces, sus manos se encontraban al pasar documentos, el roce mínimo suficiente para mantener la tensión entre ellos. Giulio disfrutaba viendo cómo Rebeca analizaba los números, cómo tomaba decisiones rápidas y seguras. Ella, por su parte, lo observaba como quien mide hasta dónde podía llevarlo sin ceder terreno.
Las horas pasaron entre cafés, cifras y miradas cargadas de intención. Nadie necesitaba palabras de más; la cercanía y la distancia calculada mantenían el juego vivo, un duelo silencioso de ingenio y deseo.
***
Al llegar a Brasil, la pista del aeropuerto se extendía ante ellos mientras una caravana de autos blindados esperaba lista para escoltarlos. Giulio asintió con un gesto tranquilo, y los vehículos se pusieron en marcha, desplazándose con precisión militar entre la ciudad bulliciosa y los guardias que mantenían la seguridad a raya.
—Vaya recepción —comentó Rebeca, con un brillo divertido en los ojos.
—Nada menos que lo esperado —replicó Giulio—. Prefiero asegurarme de que lleguemos intactos y sin sorpresas.
Los autos avanzaban por avenidas amplias y rectas. La ciudad pasaba con luces y sombras, y el silencio entre ellos se cargaba de electricidad. Hablaban de negocios, sí, pero sus palabras siempre eran intercaladas con sonrisas medidas, gestos sutiles y miradas que duraban demasiado. Giulio notaba cada detalle: la manera en que Rebeca tomaba notas, cómo ajustaba el cinturón de seguridad, el suave movimiento de su cabello mientras giraba hacia él para una aclaración.
—Su enfoque en inversiones extranjeras es eficiente —comentó Giulio—. Me sorprende la rapidez con la que analiza riesgos y oportunidades.
—Aprendes a ser rápido cuando no tienes margen de error —respondió ella—. Y también a no confiar demasiado en los demás.
Él rió bajo, disfrutando de la ironía en su tono.
—Parece que conoce bien el juego, entonces.
—Más de lo que imagina —replicó Rebeca, y sus ojos chispearon con la certeza de que ambos sabían lo que estaba en juego, más allá de los números.
****
Horas después, el letrero del aeropuerto desaparecía a lo lejos. Giulio no tenía prisa.
—Pasemos primero por el hotel —sugirió con naturalidad peligrosa—. Será más cómodo.
Rebeca lo miró en silencio, sus ojos brillando con algo oscuro. Por dentro, sonrió: el juego había comenzado y podía ver cómo él caía poco a poco en su red.
Al entrar en el ascensor del hotel, el ambiente cambió. El espacio reducido amplificaba cada movimiento. Cuando Giulio se inclinó para presionar el botón del último piso, su mano rozó la de ella con una caricia apenas intencional. El contacto fue eléctrico, breve pero suficiente para encender la atmósfera.
El hombre no se retiró de inmediato. Al inclinarse, su respiración rozó el cuello de Rebeca, cálida y cercana, provocándole un estremecimiento involuntario. Ella giró apenas el rostro, encontrándose a escasos centímetros de sus labios.
El metal de las puertas se cerró con un golpe sordo, aislándolos del resto del mundo. Quedaron atrapados en un silencio vibrante, suspendidos en esa tensión que oscilaba entre la tentación y el peligro.
El ascensor subía despacio, como si la ciudad misma conspirara para alargar aquel instante.