La noche en Nápoles ardía como un presagio. El humo de los disparos se mezclaba con el olor a pólvora y gasolina, y el eco de los motores retumbaba en cada callejón. Las familias Mancini y Romano llevaban años manteniendo un equilibrio frágil, pero esa madrugada la tregua había quedado hecha pedazos.
Los gritos se escuchaban desde la vieja villa de los Mancini. El jefe de seguridad, todavía con la pistola en mano, caía de rodillas antes de desplomarse en el mármol blanco del salón. En cuestión de minutos, los Romano habían desatado un infierno: francotiradores apostados en los tejados, explosivos colocados en las entradas secundarias, un ataque orquestado con precisión quirúrgica. El capo Romano no buscaba negociar ni intimidar. Quería borrar de raíz a los Mancini, exterminar cada rama de su linaje. —Nadie queda en pie —gruñó uno de sus hombres mientras avanzaba entre los cuerpos. Los hijos mayores de la familia intentaron resistir, pero las balas terminaron con ellos. El padre, Alessandro Mancini, alcanzó a proteger a su esposa antes de ser atravesado por una ráfaga. En cuestión de segundos, el poderío de una de las mafias más antiguas de Italia se derrumbaba como un castillo de arena. En Los Ángeles, a miles de kilómetros, Bella Mancini no podía imaginar que esa noche marcaría su destino. Con apenas veinte años, había escapado del legado criminal de su apellido. Había cambiado los pasillos oscuros de la villa napolitana por un pequeño apartamento cerca de Venice Beach, donde estudiaba diseño y soñaba con una vida diferente. El celular vibró sobre la mesa. Era su hermano, Matteo. Su nombre en la pantalla la inquietó. —¿Matteo? —respondió con un hilo de voz. Del otro lado, la respiración agitada del joven la heló. —Bella… escúchame bien. No salgas, no confíes en nadie. Nos están cazando, ¿me entiendes? Ellos… —la frase quedó suspendida por un estruendo de disparos al fondo—. ¡Corre, sorellina! El corazón de Bella se aceleró. Apenas tuvo tiempo de ponerse de pie cuando el rugido de un motor la arrancó de sus pensamientos. Un automóvil negro irrumpió a toda velocidad en la avenida. Los faros la cegaron. El impacto fue brutal. Su cuerpo voló contra el asfalto, el celular estalló en pedazos, y un grito ahogado escapó de sus labios antes de que todo se volviera oscuridad. El conductor no se detuvo. La orden había sido clara: eliminar a la última Mancini. Mientras la sangre se expandía bajo su cabeza, las sirenas comenzaron a sonar a lo lejos. El olor a hierro y alquitrán se mezclaba en el aire pesado de Los Ángeles. Bella, con los huesos destrozados y el aliento quebrado, intentó abrir los ojos una última vez. Vio luces, escuchó pasos apresurados, voces que se mezclaban en un murmullo desesperado. Y después, nada. El mundo quedó en silencio. La noticia cruzó el océano en cuestión de horas: la dinastía Mancini había caído. Lo que nadie sospechaba era que la heredera, contra todo pronóstico, no había muerto. Su cuerpo resistió, aunque su alma parecía haberse retirado de la batalla. Bella Mancini quedaría atrapada en un coma profundo durante siete largos años, congelada en el tiempo, convertida en un fantasma que ni sus enemigos ni sus aliados esperaban volver a ver.