El club ardía como si el infierno hubiera decidido abrir sus puertas esa madrugada.
El fuego se extendía sin control, devorando lo que quedaba del imperio de Franco.
Los gritos se mezclaban con el chisporroteo de las llamas, y el aire olía a metal, pólvora y venganza.
Giulio salió de entre el humo con el paso lento, el cuerpo cubierto de sudor y sangre, la camisa destrozada y la mirada fija en ningún punto.
A su alrededor, los hombres de su guardia despejaban la zona, apagando los últimos focos de fuego mientras el sonido de los disparos se apagaba en la distancia.
No dijo una palabra.
Solo respiraba hondo, conteniendo el temblor que le recorría los brazos.
El peso de lo que había hecho —y de lo que había perdido— lo golpeaba con más fuerza que las heridas.
Había enfrentado a su hermano.
Había puesto fin a algo que llevaba años pudriéndose dentro de él.
Y aun así, no sentía alivio.
Solo vacío.
Giró el rostro hacia el muelle, buscando el aire frío del amanecer.