El quirófano estaba sumido en una luz blanca y casi cegadora. Cada herramienta metálica parecía emitir un brillo propio, un recordatorio cruel de que allí se esculpiría un rostro nuevo, un destino irreconocible. Rebeca se recostó en la camilla, respirando con lentitud, midiendo cada inhalación. Cada latido de su corazón era un tambor que marcaba el inicio de su renacimiento.
Semanas de entrenamiento habían llevado su cuerpo al límite: boxeo, tiro al blanco, artes marciales. Cada cicatriz, cada músculo endurecido, cada movimiento medido eran prueba de su determinación. Sin embargo, frente al espejo, aún veía a Isabella Mancini. Esa cara que Giulio Romano había querido borrar del mundo, la joven que había perdido todo. Y mientras existiera ese reflejo, siempre sería perseguida. —Hoy termina Isabella —susurró, apenas audible para sí misma, mientras el anestesista ajustaba la máscara. El viaje fue un descenso al infierno: anestesia profunda, bisturís, fragmentos de recuerdos flotando como sombras que no se podían tocar. Sentía cortes invisibles, escuchaba voces sin forma, un limbo donde su pasado y su futuro se mezclaban. Cuando despertó, el dolor era absoluto: vendajes que cubrían gran parte de su rostro y un ardor que le recordaba que nada volvería a ser igual. Dimitri estaba allí, con el ceño fruncido y la tensión marcada en los hombros. —Sobreviviste —murmuró, con una mezcla de alivio y reproche. —No… renací —respondió ella con la garganta áspera como lija. Los días siguientes fueron un suplicio. Cada gesto, cada movimiento, cada palabra tenía que ser calculada para no comprometer el resultado. Dimitri la observaba en silencio, dividido entre la rabia y la admiración. Veía cómo soportaba el dolor con la misma determinación con la que alguien sostiene un arma. Finalmente llegó el momento de retirar los vendajes. Poco a poco, el médico fue revelando el nuevo rostro: pómulos marcados, labios distintos, una nariz afilada. Rebeca se contempló en el espejo y en sus ojos solo hubo oscuridad contenida, decisión y frialdad. —Ahora sí… Isabella está muerta —susurró. El renacimiento físico no bastaba. La misión verdadera era infiltrarse en la vida de Giulio Romano, el hombre que había destruido su mundo. Para ello necesitaba una identidad sólida, contactos y una máscara tan fuerte que nadie pudiera cuestionarla. Así nació Rebeca D’Amato, una empresaria sudamericana emergente, elegante, culta y peligrosa. Cada documento, cada cuenta bancaria, cada red social falsa fueron construidos con precisión quirúrgica. Dimitri, aunque reticente, se convirtió en su cómplice. —Esto es una locura —dijo una noche mientras revisaban los documentos falsificados. —No, Dimitri —corrigió ella con calma—. Esto es justicia. Él apretó la mandíbula. —No confundas justicia con venganza. —La venganza es la única justicia que me queda —replicó, helada. Sus primeros movimientos fueron precisos: aparecer en eventos de Miami, Nueva York y Las Vegas, siempre en los círculos donde los Romano tenían oídos atentos. Su nombre comenzó a sonar, su presencia a llamar la atención. Pasaron meses hasta que recibió la invitación que esperaba: un evento benéfico en Los Ángeles, financiado por una de las empresas pantalla de Giulio Romano. Llegó vestida de negro, con un vestido largo que insinuaba sin revelar demasiado. En su hombro llevaba tatuada una mariposa oscura, símbolo de su metamorfosis. Al entrar, todas las miradas se volvieron hacia ella. No era solo belleza; era un peligro contenido en forma humana. Y entonces lo vio. Giulio Romano, más alto de lo que recordaba, con canas en las sienes, traje impecable y esa sonrisa depredadora de un hombre acostumbrado a no recibir jamás un “no”. Su mirada se cruzó con la de ella y, por primera vez en años, el mundo de Rebeca se centró en un solo objetivo: él, el hombre que le había arrebatado todo. El Ritz-Carlton brillaba bajo los candelabros de cristal, reflejando destellos sobre el mármol bruñido y las mesas cubiertas de lino blanco. Los violines marcaban un murmullo elegante que se mezclaba con conversaciones en italiano, inglés y ruso. Risas femeninas y el tintineo de copas componían una sinfonía de poder y riqueza. Rebeca avanzó con paso seguro. El vestido de seda se ajustaba a su figura como una segunda piel, el cabello caía sobre sus hombros con precisión y cada movimiento parecía calculado para atraer miradas sin pedirlas. Entre la multitud, Giulio la notó de inmediato. Rodeado de guardaespaldas y aduladores, detuvo su mundo por ella. Un camarero tropezó cerca, a punto de soltar una bandeja de copas. Giulio tensó los hombros, preparado para la humillación pública, pero Rebeca reaccionó antes de que una sola copa tocara el suelo. Sujetó la bandeja con calma y lo miró directamente. —Gracias —dijo Giulio, sorprendido. —No fue nada —contestó ella, serena. Él la evaluó, midiendo su gesto y la firmeza de su mirada. Había algo en esa mujer que lo desafiaba. —No creo haberte visto antes —comentó, extendiendo la mano con naturalidad. Rebeca tomó su mano apenas lo necesario y sonrió con sutileza. —Eso es porque todavía no había llegado el momento. Giulio arqueó una ceja, intrigado por la indiferencia que no podía descifrar. La velada avanzó con él a su lado, pero la distancia entre ambos se mantenía, sostenida en una tensión que crecía con cada palabra. Giulio desplegó su habitual encanto: sonrisas, confidencias, susurros al oído. Rebeca respondía lo justo, con comentarios medidos o risas suaves, sin perder nunca el control. Cuando la orquesta inició un vals, Giulio extendió la mano. —Baila conmigo. Rebeca aceptó. Se deslizaron por la pista, su cuerpo adaptándose al de él sin ceder autonomía. Cada paso de Giulio buscaba marcar control; cada respuesta de ella mantenía la tensión intacta, como si jugaran una partida silenciosa de ajedrez. —Eres distinta —murmuró él en su oído. —Eso dicen todos —respondió, devolviendo el comentario con un dejo de desafío. Giulio soltó una carcajada grave. Su costumbre de imponerse se estrellaba contra un límite nuevo, infranqueable. La velada continuó entre saludos, brindis y conversaciones medidas. Giulio la seguía con la mirada, midiendo cada palabra, buscando un resquicio. Rebeca se movía entre mesas, aceptaba saludos, compartía sonrisas, pero nunca lo suficiente como para perder la distancia. Al final de la noche, Giulio le ofreció llevarla a casa. —Gracias, señor Romano. Mañana debo volar a São Paulo muy temprano y estoy acostumbrada a conducir sola. No hubo excusas ni pretextos, solo información precisa. Giulio asintió, sorprendido, y ella añadió sutilmente: —Aunque, si no es molestia, podría pedirle un favor. En mi almacén de São Paulo hay problemas con la aduana. Me dijeron que usted tiene contactos allí. Si no le resulta complicado, quizá podría hacer una llamada en mi nombre. Por supuesto, asumiré los costos. Giulio evaluó su tono y la brevedad de la petición. La oportunidad de ejercer control estaba ahí. Sus labios se curvaron apenas. —La aduana de São Paulo… hablaré con alguien. Pero antes de que vueles, pasa por mi oficina. Te daré un contacto confiable y, de paso, revisa el informe de previsión de riesgos. Rebeca asintió con naturalidad. La velada estaba terminada. Giulio creía que había movido las piezas, pero desde el accidente de la bandeja, ella conducía el juego. En la escalinata de mármol, él habló por última vez. —Un momento… dame tu número. Rebeca extrajo una tarjeta blanca con letras plateadas y se la entregó, apenas rozando sus dedos. —Envíeme la dirección de su oficina mañana. Lo estaré esperando. Se giró y caminó hacia la salida, dejándolo con la tarjeta en la mano, con un deseo insatisfecho y un interés que se convertía en necesidad. Por primera vez en años, alguien lo había dejado al borde del control sin ceder un solo paso. En la limusina de regreso, Dimitri rompió el silencio. —¿Estás satisfecha? —preguntó con reproche. Rebeca miraba las luces de la ciudad reflejadas en la ventanilla. —Mucho. —Juegas con fuego. Y lo sabes. Ella giró el rostro hacia él, y su voz lo atravesó como un cuchillo. —El fuego es lo único que puede consumir a un monstruo como Giulio. Dimitri apretó los puños. Ya no había marcha atrás. La trampa estaba tendida, y el depredador había mordido el anzuelo.