El restaurante del hotel estaba iluminado con una calidez engañosa. Las lámparas colgantes bañaban de oro las mesas vestidas de blanco, y el murmullo de los comensales flotaba como música lejana. A esa hora, todo parecía diseñado para la intimidad, para conversaciones que podían disfrazarse de negocios o de promesas susurradas.
Rebeca apareció en el umbral con la seguridad de una mujer que sabe el efecto que causa. Su vestido claro, de líneas elegantes y sencillas, contrastaba con la dureza de su mirada. No buscaba deslumbrar con artificios; era la naturalidad lo que la volvía magnética. Mientras caminaba hacia la mesa donde Giulio la esperaba, varios pares de ojos se desviaron hacia ella. Giulio, sentado con la serenidad de quien está acostumbrado a dominar cada escenario, alzó la vista en cuanto la vio. Sus labios se curvaron en una sonrisa breve, la de un hombre satisfecho con la puntualidad de su presa. —Justo a tiempo —comentó cuando ella tomó asiento frente a él. —No me gusta hacer esperar —respondió ella, desplegando la servilleta sobre su regazo con un gesto preciso. El camarero llegó de inmediato, como si hubiera estado aguardando la orden. Giulio pidió una botella de vino italiano y un menú degustación sin consultar a Rebeca. Ella lo notó, pero no dijo nada; en cambio, se limitó a sostener su copa cuando el vino fue servido. El primer brindis fue breve, casi formal. Las copas chocaron con un tintineo suave. —Mañana conocerás a tu contacto en la aduana —dijo Giulio con naturalidad, como si hablara de algo sin importancia. Los ojos de Rebeca se iluminaron con un interés calculado. —Perfecto. Necesito que todo quede claro antes de cerrar el trato. —Lo estará. Él es… eficiente. Y, lo más importante, discreto. —Giulio sostuvo su mirada mientras bebía un sorbo de vino—. Me aseguraré de que lo respetes. Rebeca sonrió apenas, con un destello irónico en los labios. —Yo respeto a quien merece respeto. El intercambio quedó flotando entre ellos, con esa tensión que no necesitaba de palabras explícitas. La cena continuó en aparente calma. Hablaron de negocios, de la importación, del mercado en expansión. Giulio escuchaba con atención, sorprendido de lo clara y firme que era Rebeca al hablar. No era una mujer cualquiera; lo sabía desde el principio, pero ahora lo confirmaba. Todo transcurría con fluidez hasta que una voz femenina interrumpió la calma. —Giulio… qué sorpresa encontrarte aquí. Una mujer de cabello oscuro y labios pintados de rojo intenso se acercó a la mesa. Su vestido ceñido hablaba de seguridad, de alguien que conocía su atractivo y lo usaba como arma. Sonreía, pero sus ojos se posaron en Rebeca con un escrutinio que no tenía nada de amable. —No me digas que no vas a presentarme a tu acompañante. Giulio se inclinó hacia atrás en su silla, incómodo solo por un instante. —Luciana… —dijo con una voz controlada, casi cortante—. Esta es Rebeca D’Amato, socia en un nuevo proyecto. Rebeca, ella es Luciana Rossi, hermana de uno de mis socios. Luciana arqueó una ceja, observando a Rebeca con un interés envenenado. —Encantada —dijo al fin, aunque su tono no lo reflejaba. Rebeca sonrió con serenidad, sosteniendo la mirada de la mujer sin titubear. —El gusto es mío. La tensión era palpable. Giulio intentó suavizarla con un gesto de la mano. —Luciana, te llamo luego —añadió con tono definitivo. La mujer vaciló un instante, como si no estuviera acostumbrada a ser descartada con tanta facilidad, y finalmente se retiró. Su perfume persistió unos segundos en el aire, pesado, casi invasivo. Rebeca no dijo nada de inmediato. Se limitó a tomar un sorbo de vino, observando el reflejo del líquido rojo en su copa. Giulio, consciente de la incomodidad, se inclinó hacia ella. —No es lo que piensas. Ella dejó la copa en la mesa con calma y lo interrumpió. —No necesita explicar nada. La frialdad de su voz lo desconcertó. Giulio se reclinó en la silla, estudiándola con atención. —Aun así —insistió—, ella es la hermana de tu contacto aquí. Rebeca levantó la mirada, dejando escapar una sonrisa irónica. —Ya veo. El sarcasmo en su tono era evidente, y Giulio lo percibió. Se inclinó un poco más, bajando la voz como si estuviera dispuesto a negociar con la verdad. —No negaré que mi pasado me persigue. Pero como dije, es pasado. Ella sostuvo su mirada con serenidad. —Comprendo. Todos tenemos uno. Giulio la observó en silencio durante un largo segundo, como si buscara atravesar las murallas que ella levantaba con sus palabras. —¿Ah, sí? —replicó con un destello de interés—. Y dime, ¿hay alguien de quien deba preocuparme? La pregunta cayó como un golpe seco en la mesa. Rebeca bajó la mirada hacia su plato, jugando con el tenedor. No respondió de inmediato. Y en ese silencio, algo en su interior se quebró. Un nombre se alzó en su memoria como un eco lejano: Max. Su novio. O lo había sido, al menos. No había pensado en él en meses. Lo había enterrado bajo capas de rabia, de planes, de identidades falsas. Y sin embargo, ahí estaba, reclamando un espacio que ella no quería concederle. Ese instante de silencio fue suficiente para que Giulio lo notara. —Veo que sí… —dijo con una sonrisa lenta, casi victoriosa. Rebeca levantó la vista y lo enfrentó con calma. —Sí. Hubo hombres en mi vida. Pero como bien dijiste, forman parte de mi pasado. —Su voz adquirió firmeza, cada palabra era un muro más entre ellos—. Soy una mujer inteligente, exitosa y de carácter. No todos pueden manejar eso. Tal vez estoy condenada a estar sola. La confesión, vestida de ironía, flotó en el aire como un desafío. Giulio rió, un sonido bajo y gutural que atrajo miradas de las mesas cercanas. —O tal vez —replicó, alzando su copa— no ha llegado el indicado. Rebeca sostuvo su mirada, sonrió con frialdad y bebió el último sorbo de vino sin apartar los ojos de él. No dijo nada más. La tensión, en cambio, dijo todo.