Irina Petrov creció a la sombra de la Bratva, la mafia rusa liderada por su padre. Tras la trágica muerte de su madre, a quien cree que su padre condenó, se refugia en un convento, buscando una paz que su vida nunca le ha ofrecido. Pero la tranquilidad es un lujo que los herederos del crimen no pueden permitirse. Cuando el imperio de su padre se desmorona y él es acribillado por sus enemigos, su último aliento es una orden a Gaspar Venturini, el frío y poderoso capo de la mafia italiana: debe proteger a Irina, sacarla del convento y convertirla en su esposa. Forzada a un matrimonio sin amor para salvar su vida, Irina se muda a Nápoles con el hombre que representa todo lo que odia. Gaspar, por su parte, se encuentra atrapado en la promesa que le hizo a un viejo amigo, ahora unido a una mujer que lo desafía a cada paso. Lo que comienza como una alianza de conveniencia se transforma en una peligrosa danza de poder, deseo y prohibición. En el corazón de la mafia italiana, la pasión se enciende entre la hija su amigo y el hombre que se ha convertido en su protector. Juntos, deben sobrevivir a un mundo de traición mientras luchan contra un deseo que podría ser su perdición.
Ler maisMoscú.
POV: Irina
El frío era un viejo conocido, un murmullo atónito que se colaba bajo mi túnica de lana y me recorría la piel. No se trataba del frío invernal de Moscú, que entumecía los huesos, sino de un escalofrío que nacía en el alma.
Era el eco de mi apellido, Petrov; el peso de quién era, de lo que había perdido y de la celda en la que yo misma me había encerrado.
Han pasado tres años desde que el cuerpo de mi madre se enfrió en mis brazos. Todavía podía sentir la ausencia de su calor y el silencio de su último aliento.
Todavía podía oír la voz de mi padre, dura y sin remordimientos, justificando su muerte: «Un daño colateral».
Como si la vida de mi madre, todo mi mundo, no fuera más que un daño colateral en su ambición desmedida.
Las puertas del convento de San Nicolás eran mi refugio. Un lugar de paz al que me había refugiado para castigar a mi padre con mi ausencia y escapar del hedor a sangre y traición que impregnaba cada rincón de nuestra mansión.
Aquí solo había oraciones y el suave crujido de la madera vieja. Pero incluso en este santuario, el recuerdo me perseguía. El eco de los disparos, el brillo frío de las balas... La cara sin vida de mi madre.
—Irina... ¿Otra vez perdida en tus pensamientos? —La voz suave de Anya me sacó de mi tormento. Era mi compañera de cuarto, la única que parecía entenderme un poco.
Levanté la vista y la encontré observándome con una mezcla de lástima y preocupación en sus ojos azules.
—Este no es tu lugar —susurró mientras se sentaba a mi lado, en el borde de la cama de madera.
—Sí que lo es, Anya. He encontrado la paz aquí.
Ella sonrió con tristeza y negó con la cabeza.
—Tu destino no es la resignación. Hay un fuego en tus ojos, Irina. Puedes esconderte de tu padre, pero no de quién eres. Y ese fuego no pertenece a un convento.
Sus palabras me dolieron más de lo que quise admitir. Era la voz de una verdad que llevaba años intentando silenciar. Me quedé en silencio, observando por la ventana el cielo gris de Moscú y preguntándome si el destino tenía otros planes para mí.
El suave murmullo de la radio era el único sonido que rompía el silencio de la cocina. Anya pelaba patatas a mi lado y tarareaba una vieja canción rusa. Sin embargo, mi mente estaba lejos, perdida en el eco de sus palabras: «Tu destino no es un convento».
—¿Estás bien, Irina? —preguntó Anya sin levantar la vista. Su voz era un susurro cálido.
Asentí sin poder hablar. Una extraña opresión me invadió el pecho. La misma sensación que precede a una tormenta. Fue entonces cuando la voz de la locutora de radio cambió, pasando de una melodía a un tono grave y urgente.
«Última hora en la capital. Fuentes no confirmadas informan de un brutal ataque en las afueras de Moscú. Se cree que el convoy de Dimitri Petrov, conocido como el líder de la Bratva rusa, ha sido emboscado. No hay supervivientes confirmados, pero se presume que Petrov ha sido abatido. Las autoridades investigan el paradero de sus socios...».
El mundo se detuvo. El cuchillo que Anya sostenía en la mano cayó al suelo. La canción que tarareaba se desvaneció.
El murmullo de la radio se convirtió en un zumbido lejano, como si lo escuchara desde debajo del agua. Las palabras de la locutora se repitieron una y otra vez en su cabeza: «Dimitri Petrov... abatido...».
Mi rostro palideció y se volvió frío como el mármol. No sentía alivio alguno. No sentí la alegría que esperaba sentir al recibir la noticia de que el hombre que había arruinado mi vida ya no estaba.
Solo sentía un vacío frío, como un agujero negro en el centro del pecho. A pesar de todo, era mi padre. Anya se acercó a mí y tenía los ojos muy abiertos por el miedo.
—Irina... —susurró.
La voz de la locutora continuó, pero las palabras ya no tenían sentido. Solo importaba ese vacío.
—¿Qué... qué significa esto? —logré decir con la voz quebrada y ajena.
Anya me tomó de la mano y noté que temblaba.
—Significa que el mundo exterior ya no es seguro y que tu padre posiblemente ha muerto.
Se me acumularon las lágrimas en los ojos, no por el dolor de la pérdida, sino por el miedo que de repente me invadió. El mundo que creí haber dejado atrás, el mundo que me había quitado a mi madre, ahora regresaba por mí.
El silencio del convento se rompió con un sonido brusco. No fue un grito, sino el crujido de la madera, como si algo pesado hubiera cedido. Mi corazón se disparó. Anya y yo nos miramos y vimos reflejado el terror en los ojos de la otra.
Entonces, una figura apareció en el umbral de la cocina. Era alta e imponente, y llevaba un abrigo oscuro que absorbía la poca luz.
Sus ojos oscuros y penetrantes barrieron el lugar, deteniéndose primero en Anya y después en mí. Se movía con una gracia depredadora, un brutal contraste con la paz sagrada del convento.
Se detuvo a pocos metros de nosotras. Su voz era profunda y resonante, con un acento italiano que cortaba el aire cargado de terror.
—Irina Petrov —declaró, con la mirada fija en la mía. No era una pregunta, sino una afirmación.
Anya soltó un pequeño gemido de pánico y se aferró a mi brazo.
—¿Quién es usted? —logré balbucear, mi voz era apenas un susurro. La rabia, el miedo y la confusión se mezclaban en mi interior.
El hombre dio un paso más, acortando la distancia entre nosotros. No apartó la mirada de la mía y, en sus ojos, vi una fría determinación que me erizó la piel.
—Me llamo Gaspar Venturini —dijo con voz grave y sin emoción. —Y he venido por ti.
Un escalofrío me recorrió de la cabeza a los pies. No solo era su nombre, sino la autoridad que se desprendía de su voz, la forma en que había pronunciado cada sílaba, como si yo fuera un objeto que había venido a recoger.
El mundo que había jurado dejar atrás no solo me había encontrado, sino que había enviado a uno de sus representantes más temibles para arrastrarme de vuelta.
—No voy a ir a ninguna parte contigo —dije, tratando de encontrar una fuerza que no sentía. Mi voz tembló, traicionándome.
Gaspar no respondió con palabras. En su lugar, hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta. Detrás de él aparecieron dos figuras más, igual de imponentes y vestidas de oscuro. Eran sus hombres. Los vi con una claridad aterradora. No había negociación posible, ni había escapatoria.
—No tienes elección, muchacha —dijo, y la palabra, pronunciada con su acento italiano, sonó a burla cruel. —Tu padre me encomendó que te cuidara.
Mi corazón se hundió. La jaula de la que había huido se había hecho más grande y el guardián resultaba más formidable de lo que jamás hubiera imaginado. Anya me soltó el brazo, se llevó las manos a la boca y se le llenaron los ojos de lágrimas.
Gaspar se acercó a mí y me tendió la mano. No hubo delicadeza, solo una firmeza inquebrantable.
Sus dedos se cerraron alrededor de mi muñeca y sentí el frío de su piel a través de la tela de mi hábito. Me levantó del suelo con una facilidad alarmante, como si no pesara nada.
—Vamos —ordenó, y me arrastró fuera de la cocina sin darme tiempo a reaccionar ni a despedirme de Anya, la única persona a la que había conocido en tres años.
El convento, se desvanecía detrás de mí. El silencio de sus muros fue reemplazado por el sonido de mis pasos arrastrándose por el pasillo y el eco de la voz de Gaspar.
Sus hombres nos seguían de cerca, proyectando sus siluetas oscuras en las paredes. La madre superiora apareció en el pasillo con el rostro descompuesto por el horror y la resignación. Intentó decir algo, pero la mirada de Gaspar la detuvo.
Era una mirada que no admitía objeciones, una autoridad tan absoluta que se imponía incluso en un lugar sagrado.
Me arrastró fuera del convento hacia la fría noche moscovita. Un coche oscuro nos esperaba en la entrada, con el motor encendido y las luces apagadas.
La puerta trasera se abrió antes de que llegáramos. Gaspar me empujó sin piedad dentro del coche y caí sobre el asiento de cuero. Él entró detrás de mí, ocupando todo el espacio, y cerró la puerta con un solo golpe que resonó como una sentencia.
El coche arrancó de inmediato, deslizándose por las oscuras calles. Miré por la ventana trasera y vi cómo el convento se hacía cada vez más pequeño hasta desaparecer por completo.
Con él se fue la última pizca de la vida que había elegido. Ahora estaba en manos de un hombre al que no conocía.
POV: GasparEse día empezó con un silencio diferente. No se parecía al silencio de una casa en calma ni al de las horas posteriores a una tormenta. Era un silencio tenso, como una cuerda a punto de sonar. La visita al médico estaba planeada, aunque no lo parecía.Lupo había organizado la salida como siempre: dos coches, rutas alternativas, teléfonos en modo avión y la agenda marcada con un nombre que no decía nada.—El coche uno sale vacío por la puerta principal —dijo Lupo en voz baja—. El dos sale por el garaje. Tiempo entre salidas: tres minutos. Gira a la derecha, no a la izquierda. Si ves el semáforo en rojo, sigue.Asentí. Dante revisó el arma corta. Iván no vino; su gente cubría el segundo anillo desde temprano. A nadie le dije dónde estaríamos exactamente. Ni siquiera a María. Solo le dije: «Volvemos antes de comer». Ella entendió que no debía preguntar nada.Irina bajó las escaleras con un vestido sencillo y un abrigo ligero. Tenía las mejillas un poco más rosadas.Desde que
POV: IrinaLa mansión en Florencia tenía un aire diferente, distinto al de la casa en la que había crecido y muy diferente al silencio del convento.Aquí los pasillos parecían hablar entre sí, las cortinas dejaban entrar la luz como si quisieran espiar, y las paredes, aunque fuertes, guardaban ecos de lo que se decía en voz baja.Aquella mañana me habían dejado sola en el salón principal, con un libro abierto sobre las rodillas que no había leído más allá de la primera página.El embarazo me traía un cansancio extraño: no un agotamiento pesado, sino una calma forzada, como si el cuerpo me obligara a detenerme para escuchar lo que sucedía dentro de mí.María entraba y salía con su andar ligero, dejando tazas de té o pequeños platos con pan tostado. Yo apenas probaba bocado, más por distracción que por falta de hambre.Afuera, los guardias hacían su ronda; dentro, el reloj del vestíbulo marcaba cada segundo con el golpeteo de un martillo invisible.Entonces la escuché.El sonido de un c
POV: GasparEl salón estaba cargado de humo y de voces bajas. Habíamos improvisado la reunión en la biblioteca de la casa porque allí no llegaban miradas curiosas ni ecos que distorsionaban las palabras. La mesa larga estaba despejada, salvo por un par de ceniceros y un mapa plegado en tres.Dante fue el primero en entrar, con la camisa medio abierta y su gesto de siempre, como si cada minuto fuera el último. Detrás de él vino Lupo, impecable, con una carpeta bajo el brazo y la mirada clavada en el suelo, pensando en algún detalle que todavía se le escapaba.Detrás de ellos, Iván ocupó un asiento, con esa autoridad tranquila que no necesita levantar la voz.Yo me senté en el centro de la mesa. A mi lado, una taza de café ya fría.—Vamos a hablar claro —dije—. Serguei Ivanov ya sabe lo que no debía saber. Lo de mi hijo.Dante golpeó la mesa con la palma de la mano.—Entonces alguien cantó —gruñó—. Nadie se entera de algo así por casualidad.—Puede ser boca, puede ser oído, puede ser un
POV: GasparEl día había comenzado con mi rutina habitual. Los hombres cambiaban de turno en la entrada de la casa, María se encargaba de que Irina comiera a sus horas y Lupo no dejaba de hablar de los micrófonos que había encontrado en el marco del espejo.Era el mismo vaivén de siempre, pero, desde que Irina me dijo «Estoy embarazada», todo sonaba distinto: todas las sombras parecían más cercanas y todas las miradas, más peligrosas.El mundo no había cambiado, pero yo sí. Desde que me enteré de que iba a ser padre, sentía que cargaba con algo más pesado que todas las deudas y guerras juntas.Era una certeza que me acompañaba incluso en el silencio: Irina ya no estaba sola en su cuerpo y yo ya no podía pensar solo como un hombre, sino como un padre.Salí aquella tarde a un encuentro rutinario, sin sospechar lo que se avecinaba. No se trataba de una reunión de negocios importante ni de una cita con sangre de por medio.Era solo un gesto para mantener la red de contactos, que siempre ha
POV: GasparNunca imaginé que «dos líneas» pudieran ser una frase que me encendiera la sangre con tanta precisión.No me refiero al deseo, sino a ese impulso más profundo que te pone el mundo en su sitio. La cajita blanca, la voz de Irina, la forma en que dijo «estoy...» y no pudo continuar: todo eso me agarró la vida con las manos y me la ordenó de un golpe.Al mismo tiempo, el oficio empujó: alguien dentro creyó que podía escuchar lo que solo nos incumbe a nosotros.Subí a la planta alta con Irina a mi lado.Lupo nos esperaba en el pasillo, de rodillas junto al zócalo de mármol que corre por debajo del espejo. Tenía el maletín abierto y en él había dos pinzas y un pequeño receptor que vibraba como un insecto atrapado.—Aquí —dijo, señalando—. No en la lámpara. En el marco, en la esquina inferior. El instalador era alguien con pulso y tiempo.—¿Cuándo? —Quise saber.—Anoche o esta madrugada —dijo—. El pegamento no ha curado del todo. No lo colocó un improvisado.No miré a Irina cuand
POV: IrinaLa mañana parecía perfecta: limpia, pulida, con un sol que se colaba entre las cortinas como si todo estuviera en orden.Me quedé mirando esas franjas un buen rato, respirando hondo para ahuyentar el malestar que me visitaba de vez en cuando. No era dolor, sino una nueva conciencia del cuerpo, como si cada músculo hubiera aprendido un alfabeto distinto durante la noche.María dejó la bandeja sobre la mesita del cuarto sin preguntar nada. Té de hierbas, pan tostado y mermelada ligera. La seguí con la mirada hasta que cerró la puerta.Debajo de la servilleta, junto a la cucharita, había algo que no esperaba: una cajita blanca y discreta, sin letras a la vista. La levanté con dos dedos. «Farmacia del Ponte Vecchio», decía el adhesivo.La cajita pesaba menos que mi respiración. La llevé al baño y, antes de encender la luz, me detuve frente al espejo en penumbra. Mi rostro reflejado parecía el de otra persona: menos asustada que ayer y más decidida que hace un minuto.—Esto es e
Último capítulo