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Capítulo 4. Mi única salida.

Gaspar dio un paso más, acortando la distancia entre nosotros. Sus ojos se clavaron en los míos y en ellos vi una determinación inquebrantable.

—No tienes elección, Irina. El contrato te espera. Lo firmarás.

—¡No lo haré! —grité, y mi voz resonó en el salón. —¡No firmaré nada! ¡No me casaré contigo! ¡No soy tuya! ¡No soy de nadie!

Su mano se extendió, no para tocarme, sino para señalar una mesa auxiliar. Sobre ella yacía abierto un documento de cuero oscuro. El contrato. El mismo que me había enseñado en la biblioteca.

—Ese contrato —dijo con un tono de voz plano— es tu salvación. Es la única prueba de que eres intocable. Sin él, Serguei no tendrá reparos en ir a por ti. Y te aseguro que su método de protección es mucho menos... civilizado que el mío.

Me quedé en silencio, con la mirada fija en el documento. La tinta negra sobre el papel blanco parecía gritar mi condena. Mi mente se resistía, mi alma se negaba. Sin embargo, la imagen de la mafia, la violencia en el convento y la desesperación en los ojos de Anya me golpearon con fuerza.

—No puedo —susurré, y se me llenaron los ojos de lágrimas. —No puedo firmar mi vida a un hombre al que no amo.

Gaspar se acercó a la mesa, tomó el contrato y lo sostuvo frente a mí. Sus ojos no me daban tregua.

—No te pido que me ames, Irina. Te pido que sobrevivas y para sobrevivir, debes firmar. Es una formalidad necesaria.

—¡Es una mentira! —grité, mientras se me cerraban los puños.

—Es la verdad de tu nueva vida —respondió con voz firme. —Una verdad que te mantendrá con vida. Y recuerda que el contrato también estipula tu libertad cuando Serguei haya sido neutralizado. Es tu única salida.

Mis ojos se posaron en la pluma de plata que yacía junto al contrato. Un arma silenciosa, más poderosa que cualquier fusil.

—¿Y si no lo hago? —pregunté.

Gaspar se inclinó y su aliento cálido rozó mi oído.

—Entonces, principessa, te dejaré a tu suerte y no podré protegerte.

Sentí un escalofrío. Sabía que no estaba mintiendo. Su amenaza era real. La elección era sencilla: la farsa o la muerte. La vida que había conocido, la fe en la que me había apoyado, todo se desvanecía. Solo quedaba la supervivencia.

Gaspar dejó el contrato sobre la mesa, junto a la pluma. Me miró una última vez, pero no me obligó a coger la pluma.

—Piénsalo bien, Irina —dijo con voz grave. —Pronto es la boda. Y sin esa firma, no hay protección.

Se dio la vuelta y salió del salón, dejándome sola con mis pensamientos. El silencio se hizo pesado, casi asfixiante. El contrato brillaba bajo la luz de los candelabros, era la advertencia de mi condena. Mi corazón latía con fuerza, en una mezcla de rabia y desesperación. No podía respirar, la incertidumbre me ahogaba.

Necesitaba aire, necesitaba escapar, aunque solo fuera por un momento. La mansión se sentía como una tumba. Sin pensar en las consecuencias, me dirigí a la puerta principal.

María me vio, sus ojos se abrieron de par en par, pero no dijo nada. Salí al jardín y el aire fresco de la noche napolitana me dio de lleno en la cara. Respiré hondo, intentando calmar la angustia que llevaba dentro.

Caminé sin rumbo fijo por los senderos de grava bajo la luz de la luna. El jardín era precioso, pero no me transmitía paz. Solo me recordaba mi encierro.

Llegué a la reja de hierro forjado que separaba la mansión de la calle. Era alta e imponente, pero no parecía tan segura como el interior. No obstante, la desesperación me empujaba.

Mis dedos se aferraron a los fríos barrotes. Miré hacia la calle, oscura y solitaria. Un rayo de esperanza, por muy ingenuo que fuera, se encendió en mi pecho. Podría intentarlo.

De repente, una sombra se movió en la oscuridad. Dos figuras emergieron de entre los árboles y se acercaron a la reja. Eran hombres grandes y fuertes. Sus rostros estaban ocultos por la penumbra, pero adiviné sus intenciones. No eran guardias, sino depredadores.

Mi corazón se paralizó. El miedo, un miedo primario y visceral, me paralizó. Intenté gritar, pero no pude. Los hombres se acercaron a la reja y sus ojos brillaban en la oscuridad.

Uno de ellos extendió una mano intentando alcanzarme a través de los barrotes. Un escalofrío me recorrió de la cabeza a los pies; sentía que estaba perdida.

Pero, antes de que sus dedos pudieran tocarme, se interpuso la figura de Gaspar.

Apareció de la nada y se movió tan rápido que apenas lo vi. Agarró la mano del hombre que intentaba alcanzarme y, con un giro, lo inmovilizó. El hombre soltó un gemido ahogado.

El otro intentó reaccionar, pero Gaspar fue más rápido. Gaspar soltó al primer hombre, que se desplomó contra la reja gimiendo de dolor. Sus ojos oscuros se posaron en mí y no había rabia ni burla en ellos.

—Ya te dije que no tenías elección, Irina —dijo, y su voz era un susurro peligroso. —Este mundo es más cruel de lo que imaginas y yo soy tu única salvación.

Me arrastró de regreso a la mansión sin darme tiempo a reaccionar. Mis piernas temblaban y mi corazón latía con fuerza. La huida había sido una locura, una prueba de mi ingenuidad. La aparición de aquellos hombres y la rapidez de Gaspar me habían recordado la brutal realidad.

Entramos en la mansión. El silencio volvió a envolvernos. Gaspar me soltó el brazo y me miró a los ojos.

—María —ordenó Gaspar y la ama de llaves apareció de inmediato, con el rostro preocupado. —Prepara un té para los nervios para la señorita.

María asintió y se retiró rápidamente. Gaspar me condujo hasta el sofá más cercano y me empujó suavemente para que me sentara. Se sentó frente a mí, con la mirada fija en mi rostro pálido.

—¿Quiénes eran esos hombres? —pregunté con la voz aún temblorosa. El miedo aún me tenía agarrada.

Gaspar se recostó en el sofá con una postura relajada, casi indolente, que contrastaba con mi tensión.

—Podrían ser muchos —dijo con un tono plano. —Serguei Ivanov tiene ojos y oídos en todas partes, incluso aquí. Pero también tengo otros enemigos. La lista es larga, Irina.

Sus palabras me congelaron la garganta. Tantos enemigos, tanta gente queriendo derribarlo y yo, ahora, en el centro de todo.

—O... o Chiara —murmuré, sin darme cuenta de que lo estaba diciendo en voz alta. Entonces, me vino a la mente la imagen de ella riéndose con Gaspar, con la mano en su brazo.

Escuché una risa apenas perceptible que escapaba de los labios de Gaspar. No era una risa de diversión, sino de picardía. Se inclinó hacia mí y sus ojos oscuros me escudriñaron.

—¿Chiara? —preguntó, murmurando. —¿Qué tienes contra Chiara?

Sentí cómo me subía el calor a las mejillas. La pregunta me tomó por sorpresa. Intenté disimular mientras mi mente buscaba una excusa.

—Nada —respondí con más firmeza de la esperada. —Solo... solo me pareció que ella...

—¿Que ella qué? —insistió, con la mirada fija en la mía, como si intentara leer mis pensamientos.

—Nada —repetí, apartando la mirada. No le daría la satisfacción de saber que su «amiga» me había afectado.

Gaspar se recostó de nuevo, con una sonrisa apenas perceptible en los labios. No insistió. El silencio se hizo denso, cargado de la tensión creada entre nosotros.

Él lo sabía y yo, por primera vez, me sentí expuesta ante él, no por mi miedo, sino por algo más. Algo que no quería admitir.

María regresó con una bandeja con un té humeante con aroma a hierbas. Me lo ofreció. Lo tomé; pero mis manos aún temblaban ligeramente.

—El fin de semana te casas conmigo —dijo Gaspar, y su voz recuperó su tono habitual de autoridad. —Y no habrá más intentos de huida, ¿entendido?

Asentí, incapaz de hablar. La farsa, el contrato, el matrimonio... Todo era real. Y, por primera vez, me sentí completamente atrapada y Gaspar parecía mi única salida.

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