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Capítulo 3. No lo haré y punto.

Nápoles.

POV: Irina

Los días siguientes se fundieron en una neblina de angustia. La mansión era mi cárcel: lujosa y silenciosa, pero no había rincón donde pudiera encontrar paz.

Me negaba a salir de mi habitación, a enfrentarme a la realidad de mi nueva vida. María me traía las comidas; sus ojos siempre reflejaban una compasión silenciosa.

En la tarde, mientras estaba absorta en un viejo tomo de filosofía, escuché pasos en el pasillo.

Pasos que no eran los de María. Mi corazón se aceleró. La puerta de la biblioteca se abrió sin hacer ruido. Gaspar entró y su mirada se posó primero en mí y luego en el libro que tenía en las manos.

—Estás aquí —dijo con voz sin emoción. —Pensé que estarías lamentándote en tu habitación.

—No me lamento —respondí, cerrando el libro de un tirón. —Solo busco un lugar donde no tener que verte.

Gaspar se acercó a la mesa y me analizó con la mirada.

—La boda será este fin de semana. Aquí, en la mansión. Solo por lo civil. Cuando haya acabado con Serguei Ivanov, te dejaré ir para siempre a donde tú quieras. Además, te daré la herencia que Dimitri te entregó a cambio de salvarte. Es tuya.

Me quedé con la boca abierta, incapaz de articular palabra.

¿Mi herencia? ¿Mi libertad? ¿Un trato y no una condena? Había pasado los últimos días creyendo que Gaspar Venturini era el mismísimo diablo, un ser sin alma que me había robado la vida.

Y ahora me estaba dando la oportunidad de recuperarla. El diablo no era como lo pintaban. No, él era un hombre que, a pesar de sus métodos, estaba cumpliendo una promesa. .

—Lee el contrato, Irina, y fírmalo.

—No pienso casarme contigo, así que no pienso leer nada.

Se levantó de su asiento y se dirigió a la puerta.

—Nos veremos en el desayuno —dijo sin volverse. —Y te sugiero que te prepares. Este fin de semana te convertirás en mi esposa.

Al día siguiente, la luz del sol de Nápoles se colaba por las cortinas, pero no me traía alegría. Me puse uno de los vestidos que María había dejado: un sencillo vestido de algodón de color neutro. Bajé al comedor. Gaspar ya estaba allí, desayunando. El silencio era tenso, solo roto por el tintineo de los cubiertos.

—¿Por qué no te has casado antes? —pregunté por pura curiosidad. —Eres un hombre que casi ha cumplido los cuarenta. En tu mundo, los capos tienen familias, esposas e hijos.

Gaspar levantó la vista de su plato y me miró fijamente con sus ojos oscuros.

—Treinta y nueve —me corrigió, limpiándose la comisura de los labios con una servilleta. Y la monja... ¿Salió curiosa?

Sentí cómo me sonrojaba. Me arrepentí al instante de haber preguntado.

—No me he casado, Irina —dijo volviéndose más serio. —Porque no me ha dado la gana.

El silencio volvió a reinar. Su respuesta fue tan simple y brutalmente honesta que me dejó muda. No había excusas ni historias. Solo una afirmación de poder y voluntad.

Con eso, Gaspar se levantó de la mesa, dejando a medio comer su desayuno.

—Termina de comer, Irina —ordenó. —No quiero una esposa débil.

Y, con un par de zancadas, desapareció. Me quedé allí, con la boca abierta, mirando la comida que no me atrevía a tocar. Había salido con curiosidad y esa curiosidad me había llevado a descubrir una verdad tan inquietante como la mentira en la que había vivido.

Más tarde ese mismo día, mientras intentaba concentrarme en un libro en la biblioteca, el sonido de la puerta principal al abrirse me sobresaltó.

No eran el paso firme de Gaspar ni el suave de María. Eran pasos ligeros, acompañados de una risa femenina que resonó en el mármol del recibidor. Mi corazón se aceleró. ¿Quién podía ser?

Me acerqué con cautela al umbral de la biblioteca para ver sin ser vista. En el vestíbulo, una mujer alta y esbelta, con un vestido de seda rojo intenso que marcaba sus formas, estaba junto a Gaspar.

Tenía el cabello oscuro y suelto, que le caía sobre los hombros. Sus labios, pintados del mismo color, se curvaban en una sonrisa coqueta mientras hablaba con él.

Gaspar, por su parte, no mostraba su habitual frialdad. Su postura era más relajada y una verdadera sonrisa se dibujó en sus labios mientras la escuchaba.

Era una sonrisa que nunca antes me había dedicado. Una sonrisa que me produjo una punzada extraña en el pecho.

—¡Gaspar, cariño! Sabía que te encontraría aquí —dijo la mujer, cuya voz era melodiosa y segura. Se acercó a él y le dio un beso en la mejilla, un gesto íntimo que me resultó extraño.

—Chiara —dijo con una voz más suave de lo que nunca le había oído. —¿Qué haces aquí?

—¿Acaso no puedo visitar a mi viejo amigo? —Chiara se rió y sus ojos, de un verde brillante, se deslizaron por el salón, deteniéndose primero en la biblioteca y después en mí.

Ya me había visto. No había tiempo para esconderme. Chiara sonrió, pero su sonrisa no presagiaba nada bueno. Había algo en ella, una astucia, una inteligencia, que me hizo sentir pequeña.

Gaspar no mostró ninguna sorpresa al darse cuenta de que nos habíamos visto. Su rostro volvió a mostrar esa impasibilidad que le caracterizaba.

—Chiara, te presento a Irina —dijo con un tono de voz plano. —Mi... —prometida.

La palabra «prometida» sonó extraña en sus labios, casi como una disculpa. Chiara me miró de arriba abajo con sus ojos verdes, analizando cada detalle de mi persona: mi sencillo vestido, mi cabello recogido... Su sonrisa se amplió, pero no transmitía calidez.

—Así que esta es la famosa Irina —dijo, y su voz, me hizo sentir como si fuera un insecto bajo un microscopio. —He oído hablar mucho de ti. La monja rusa.

Sentí cómo me ardían las mejillas. La humillación me quemaba por dentro.

—Es un placer —dije con determinación—, y ya no soy monja.

Chiara se acercó a mí y su perfume dulce y embriagador me dio asco. Me tendió la mano, con las uñas largas y rojas.

—El placer es mío, querida. Gaspar no me había dicho que tenía tan buen gusto.

Su tono era condescendiente y burlón. Miré a Gaspar buscando ayuda, una señal de que la detuviera. Pero él solo me miraba con el rostro impasible, como si estuviera disfrutando del espectáculo.

—Chiara es una vieja amiga de la familia —dijo Gaspar. —Y una socia de negocios.

—Y mucho más, Gaspar. Mucho más —dijo Chiara sonriendo, y sus ojos verdes se posaron en él con una intimidad que me revolvió el estómago. —Siempre hemos sido muy cercanos.

La conversación continuó, pero mi mente estaba en otro lugar. Observé a Chiara: su confianza, su belleza, la forma en que interactuaba con Gaspar...

Había algo entre ellos, una historia, una conexión que iba más allá de los negocios. Una conexión que me hizo sentir como una intrusa en la mansión.

Chiara se despidió poco después, con una sonrisa en los labios y una mirada de victoria en los ojos. Gaspar la acompañó a la puerta. Me quedé en el salón, agotada. La farsa me había agotado.

Gaspar regresó al salón y su mirada se posó en mí.

—Chiara es una mujer influyente —dijo con voz neutra. —Es importante mantenerla contenta.

—¿Es tu socia o algo más? —pregunté, y la pregunta salió de mi boca antes de que pudiera detenerla.

—Eso, Irina, no es de tu incumbencia. Tu única preocupación es prepararte para la boda y para ser mi esposa.

Me miró a los ojos y en su mirada vi una verdad brutal, era un hombre que vivía en un mundo de sombras y yo, sin saber cómo, me había convertido en parte de él. Y, en ese instante, en esa oscuridad, supe que mi vida no era solo una farsa para el mundo de la mafia. También lo era para la sociedad.

Y, por primera vez, me sentí atrapada entre dos fuegos, obligada a bailar al son de una melodía que no había elegido.

—Como estás tan desesperado por tener una esposa, Gaspar —le dije con voz temblorosa por la ira—, ¿por qué no se lo pides a Chiara? Parece más que dispuesta a complacerte. Te mira como si fueras el sol, mientras que yo solo veo oscuridad.

Gaspar se quedó en silencio. Su rostro, por primera vez, no era una máscara de impasibilidad. Sus ojos oscuros me miraron con tal intensidad que me hicieron temblar.

—Porque Chiara no es hija de Dimitri Petrov —dijo, y su voz era un susurro peligroso. —Y no es la mujer a la que juré proteger. Tú eres mi responsabilidad, Irina. Ya te lo he dicho hasta la saciedad.

Se acercó a mí y su sombra me cubrió por completo.

—Te casarás conmigo y punto.

—Eso está por verse —respondí con desdén.

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