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La Esposa Forzada del Mafioso
La Esposa Forzada del Mafioso
Por: Emily Rose
Capítulo 1. Gaspar Venturini.

Moscú.

POV: Irina

El frío era un viejo conocido, un murmullo atónito que se colaba bajo mi túnica de lana y me recorría la piel. No se trataba del frío invernal de Moscú, que entumecía los huesos, sino de un escalofrío que nacía en el alma.

Era el eco de mi apellido, Petrov; el peso de quién era, de lo que había perdido y de la celda en la que yo misma me había encerrado.

Han pasado tres años desde que el cuerpo de mi madre se enfrió en mis brazos. Todavía podía sentir la ausencia de su calor y el silencio de su último aliento.

Todavía podía oír la voz de mi padre, dura y sin remordimientos, justificando su muerte: «Un daño colateral».

Como si la vida de mi madre, todo mi mundo, no fuera más que un daño colateral en su ambición desmedida.

Las puertas del convento de San Nicolás eran mi refugio. Un lugar de paz al que me había refugiado para castigar a mi padre con mi ausencia y escapar del hedor a sangre y traición que impregnaba cada rincón de nuestra mansión.

Aquí solo había oraciones y el suave crujido de la madera vieja. Pero incluso en este santuario, el recuerdo me perseguía. El eco de los disparos, el brillo frío de las balas... La cara sin vida de mi madre.

—Irina... ¿Otra vez perdida en tus pensamientos? —La voz suave de Anya me sacó de mi tormento. Era mi compañera de cuarto, la única que parecía entenderme un poco.

Levanté la vista y la encontré observándome con una mezcla de lástima y preocupación en sus ojos azules.

—Este no es tu lugar —susurró mientras se sentaba a mi lado, en el borde de la cama de madera.

—Sí que lo es, Anya. He encontrado la paz aquí.

Ella sonrió con tristeza y negó con la cabeza.

—Tu destino no es la resignación. Hay un fuego en tus ojos, Irina. Puedes esconderte de tu padre, pero no de quién eres. Y ese fuego no pertenece a un convento.

Sus palabras me dolieron más de lo que quise admitir. Era la voz de una verdad que llevaba años intentando silenciar. Me quedé en silencio, observando por la ventana el cielo gris de Moscú y preguntándome si el destino tenía otros planes para mí.

El suave murmullo de la radio era el único sonido que rompía el silencio de la cocina. Anya pelaba patatas a mi lado y tarareaba una vieja canción rusa. Sin embargo, mi mente estaba lejos, perdida en el eco de sus palabras: «Tu destino no es un convento».

—¿Estás bien, Irina? —preguntó Anya sin levantar la vista. Su voz era un susurro cálido.

Asentí sin poder hablar. Una extraña opresión me invadió el pecho. La misma sensación que precede a una tormenta. Fue entonces cuando la voz de la locutora de radio cambió, pasando de una melodía a un tono grave y urgente.

«Última hora en la capital. Fuentes no confirmadas informan de un brutal ataque en las afueras de Moscú. Se cree que el convoy de Dimitri Petrov, conocido como el líder de la Bratva rusa, ha sido emboscado. No hay supervivientes confirmados, pero se presume que Petrov ha sido abatido. Las autoridades investigan el paradero de sus socios...».

El mundo se detuvo. El cuchillo que Anya sostenía en la mano cayó al suelo. La canción que tarareaba se desvaneció.

El murmullo de la radio se convirtió en un zumbido lejano, como si lo escuchara desde debajo del agua. Las palabras de la locutora se repitieron una y otra vez en su cabeza: «Dimitri Petrov... abatido...».

Mi rostro palideció y se volvió frío como el mármol. No sentía alivio alguno. No sentí la alegría que esperaba sentir al recibir la noticia de que el hombre que había arruinado mi vida ya no estaba.

Solo sentía un vacío frío, como un agujero negro en el centro del pecho. A pesar de todo, era mi padre. Anya se acercó a mí y tenía los ojos muy abiertos por el miedo.

—Irina... —susurró.

La voz de la locutora continuó, pero las palabras ya no tenían sentido. Solo importaba ese vacío.

—¿Qué... qué significa esto? —logré decir con la voz quebrada y ajena.

Anya me tomó de la mano y noté que temblaba.

—Significa que el mundo exterior ya no es seguro y que tu padre posiblemente ha muerto.

Se me acumularon las lágrimas en los ojos, no por el dolor de la pérdida, sino por el miedo que de repente me invadió. El mundo que creí haber dejado atrás, el mundo que me había quitado a mi madre, ahora regresaba por mí.

El silencio del convento se rompió con un sonido brusco. No fue un grito, sino el crujido de la madera, como si algo pesado hubiera cedido. Mi corazón se disparó. Anya y yo nos miramos y vimos reflejado el terror en los ojos de la otra.

Entonces, una figura apareció en el umbral de la cocina. Era alta e imponente, y llevaba un abrigo oscuro que absorbía la poca luz.

Sus ojos oscuros y penetrantes barrieron el lugar, deteniéndose primero en Anya y después en mí. Se movía con una gracia depredadora, un brutal contraste con la paz sagrada del convento.

Se detuvo a pocos metros de nosotras. Su voz era profunda y resonante, con un acento italiano que cortaba el aire cargado de terror.

—Irina Petrov —declaró, con la mirada fija en la mía. No era una pregunta, sino una afirmación.

Anya soltó un pequeño gemido de pánico y se aferró a mi brazo.

—¿Quién es usted? —logré balbucear, mi voz era apenas un susurro. La rabia, el miedo y la confusión se mezclaban en mi interior.

El hombre dio un paso más, acortando la distancia entre nosotros. No apartó la mirada de la mía y, en sus ojos, vi una fría determinación que me erizó la piel.

—Me llamo Gaspar Venturini —dijo con voz grave y sin emoción. —Y he venido por ti.

Un escalofrío me recorrió de la cabeza a los pies. No solo era su nombre, sino la autoridad que se desprendía de su voz, la forma en que había pronunciado cada sílaba, como si yo fuera un objeto que había venido a recoger.

El mundo que había jurado dejar atrás no solo me había encontrado, sino que había enviado a uno de sus representantes más temibles para arrastrarme de vuelta.

—No voy a ir a ninguna parte contigo —dije, tratando de encontrar una fuerza que no sentía. Mi voz tembló, traicionándome.

Gaspar no respondió con palabras. En su lugar, hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta. Detrás de él aparecieron dos figuras más, igual de imponentes y vestidas de oscuro. Eran sus hombres. Los vi con una claridad aterradora. No había negociación posible, ni había escapatoria.

—No tienes elección, muchacha —dijo, y la palabra, pronunciada con su acento italiano, sonó a burla cruel. —Tu padre me encomendó que te cuidara.

Mi corazón se hundió. La jaula de la que había huido se había hecho más grande y el guardián resultaba más formidable de lo que jamás hubiera imaginado. Anya me soltó el brazo, se llevó las manos a la boca y se le llenaron los ojos de lágrimas.

Gaspar se acercó a mí y me tendió la mano. No hubo delicadeza, solo una firmeza inquebrantable.

Sus dedos se cerraron alrededor de mi muñeca y sentí el frío de su piel a través de la tela de mi hábito. Me levantó del suelo con una facilidad alarmante, como si no pesara nada.

—Vamos —ordenó, y me arrastró fuera de la cocina sin darme tiempo a reaccionar ni a despedirme de Anya, la única persona a la que había conocido en tres años.

El convento, se desvanecía detrás de mí. El silencio de sus muros fue reemplazado por el sonido de mis pasos arrastrándose por el pasillo y el eco de la voz de Gaspar.

Sus hombres nos seguían de cerca, proyectando sus siluetas oscuras en las paredes. La madre superiora apareció en el pasillo con el rostro descompuesto por el horror y la resignación. Intentó decir algo, pero la mirada de Gaspar la detuvo.

Era una mirada que no admitía objeciones, una autoridad tan absoluta que se imponía incluso en un lugar sagrado.

Me arrastró fuera del convento hacia la fría noche moscovita. Un coche oscuro nos esperaba en la entrada, con el motor encendido y las luces apagadas.

La puerta trasera se abrió antes de que llegáramos. Gaspar me empujó sin piedad dentro del coche y caí sobre el asiento de cuero. Él entró detrás de mí, ocupando todo el espacio, y cerró la puerta con un solo golpe que resonó como una sentencia.

El coche arrancó de inmediato, deslizándose por las oscuras calles. Miré por la ventana trasera y vi cómo el convento se hacía cada vez más pequeño hasta desaparecer por completo.

Con él se fue la última pizca de la vida que había elegido. Ahora estaba en manos de un hombre al que no conocía.

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