Capítulo 5. La boda.

POV: Irina

Era el día de mi boda, el día en que mi nombre, Irina Petrov, moriría para dar paso a Irina Venturini. Me levanté de la cama; el mármol frío bajo mis pies era un presagio de mi nueva prisión.

María entró poco después con un vestido blanco colgado de un gancho. Era de seda, impecable, y me pareció una burla.

—Signorina, es la hora —murmuró María con voz suave y compasiva.

—No puedo —dije. —No puedo ponerme eso. No puedo casarme con él.

María se acercó a mí y posó sus manos arrugadas sobre mis hombros.

—El signore es un hombre de palabra, signorina. Él la protegerá.

—¿Proteger? —Me reí con amargura. . —¿De qué me protege? ¿De mi propia vida?

María no respondió. Solo me miró con tristeza. Sabía que no había nada que decir y me ayudó a vestirme.

Cada botón que abrochaba, cada pliegue de la tela que se ajustaba a mi cuerpo, era como un clavo en el ataúd de mi libertad. El vestido era hermoso, pero yo lo sentía como un sudario.

Mi cabello, que María había recogido en un elegante moño, pesaba. Me miré en el espejo. La mujer que me miraba desde el espejo era una desconocida. Una novia sin alma, con los ojos llenos de una rabia silenciosa.

De repente, se escucharon pasos en el pasillo. Pasos firmes y familiares. Mi corazón se aceleró. La puerta se abrió sin que nadie llamara. Era Iván.

Entró en la habitación con el rostro serio y los ojos escudriñándome. Era el único rostro conocido, la única conexión con mi pasado. Sentí una punzada de alivio, una extraña sensación de seguridad.

—Irina —dijo Iván con voz grave. —Estás lista.

Asentí, incapaz de hablar. Iván me miró y en sus ojos vi una mezcla de dolor y resignación.

—Sé que no es lo que quieres —dijo con una voz más suave de lo habitual. —Pero es lo único que te mantendrá a salvo. Tu padre... él quería esto.

—¿Mi padre quería esto? —pregunté, sintiendo cómo la rabia me invadía. —¡Mi padre me entregó a otro mafioso! ¡Me robó mi vida!

Iván se acercó a mí y me miró fijamente a los ojos.

—Tu padre te entregó a un hombre que puede protegerte. Serguei Ivanov no descansará hasta que te encuentre. Y él no tiene honor, Irina. No como Gaspar.

—¿Honor? —Me reí, un sonido seco. —Me ha secuestrado y me ha obligado a casarme. ¿Eso es honor?

—En nuestro mundo, sí —respondió Iván con un tono plano. —Gaspar prometió protegerte. Y un hombre como él cumple sus promesas. Te protegerá. Y yo también siempre estaré a tu lado.

Sus palabras me dieron una extraña sensación de consuelo. Iván. Era mi único aliado en ese infierno; había sido la mano derecha de mi padre.

—¿Y tú? —pregunté, con la mirada fija en la suya. —¿Por qué estás aquí? ¿Acaso le sirves a él?

Iván suspiró y su mirada se perdió en el vacío.

—Tu padre me pidió que te protegiera. Y la única forma de hacerlo es seguir a Gaspar; él es el único que puede enfrentarse a Serguei. Y mi lealtad es para ti, Irina. Siempre.

Asentí con un nudo en la garganta. Su lealtad, era lo único que me quedaba.

—Vamos —dijo Iván, tendiéndome la mano. —Es hora.

Acepté su mano, sintiendo el calor de su piel. Me guió fuera de la habitación por el pasillo hacia el salón principal. El corazón me palpitaba con fuerza, como un tambor de guerra, en el pecho.

El salón estaba decorado con flores blancas y había un altar improvisado bajo un arco de rosas. Un juez de paz nos esperaba con el rostro sereno.

Gaspar estaba allí, de pie junto al altar, con un traje impecable. Cuando su mirada se posó en mí, no vi emoción en sus ojos, solo una fría determinación.

Me acerqué a él y cada paso fue una tortura. Nuestros ojos se encontraron. Eran oscuros y vacíos, pero en ellos vi una verdad brutal: él era mi destino.

La ceremonia fue breve, fría e impersonal. El juez de paz recitó las palabras y nosotros repetimos las nuestras sin emoción y sin alma. Cuando llegó el momento del «sí», mi voz se quedó atrapada en la garganta. Miré a Gaspar. Su mirada era una orden silenciosa.

—Sí —dije, apenas balbuceando.

Gaspar repitió la palabra con su voz grave y firme. El juez de paz nos declaró marido y mujer. No hubo besos ni abrazos. Solo un silencio pesado se cernió sobre nosotros.

Gaspar tomó mi mano con firmeza, casi de forma posesiva.

—Ahora eres Irina Venturini —dijo sin emoción. —Y el mundo lo sabrá.

Me miró a los ojos y en su mirada vi una verdad brutal: él no era un demonio, pero tampoco un salvador. Era un hombre que vivía en un mundo de sombras y yo, sin saber cómo, me había convertido en parte de él.

Y, en ese instante, en esa oscuridad, supe que mi vida no era solo una farsa para el mundo de la mafia. Era una farsa para el mundo entero. Y, por primera vez, me sentí atrapada entre dos fuegos, obligada a bailar al son de una melodía que no había elegido.

La boda no solo era una obligación, sino el inicio de algo mucho más peligroso. Algo en lo que las reglas acababan de cambiar y en lo que, sin querer, me había convertido en la pieza más importante.

POV: Gaspar Venturini

La ceremonia había terminado. Un mero trámite, un papel más firmado, una deuda más saldada. Tomé la mano de Irina, cuya piel estaba fría en contacto con la mía, y sentí la fragilidad de su muñeca.

Sin embargo, al mirarla, algo se removió en mi interior. Sin el hábito oscuro que la cubría, con ese vestido de seda blanca que se ceñía a sus curvas, era... deslumbrante.

Su cabello recogido acentuaba la delicadeza de su cuello, y sus ojos, aunque llenos de una rabia silenciosa, brillaban con una intensidad que no había visto antes. No era la monja asustada que había sacado de Moscú. Era una mujer, una mujer muy hermosa.

Un hormigueo sutil y perturbador me recorrió el cuerpo. Una sensación que no había experimentado en años. Mi mirada se detuvo en sus labios, finos y tensos. Me pregunté qué se sentirían bajo los míos.

La idea me golpeó con la fuerza de un yunque y, rápidamente, me sacudí la cabeza. Los pensamientos sucios eran inapropiados. Ella era una responsabilidad, no una mujer para el placer.

Irina seguía allí, con la mirada perdida en el espacio, ajena a la tormenta que acababa de desatarse en mi interior. Su distancia emocional era un escudo, una barrera que me recordaba la naturaleza de nuestro matrimonio.

Me solté de su mano. La dejé allí, en el centro del salón, con las flores blancas y el silencio pesado. Me di la vuelta y caminé hacia mi habitación; mis pasos resonaban en el mármol. Necesitaba estar solo. Necesitaba sacudirme la imagen de ella, de su belleza de mi mente.

Al entrar en mi habitación, me quité la chaqueta y la lancé sobre una silla. Me desabroché la camisa, sintiendo el calor en la piel. No podía dejar de pensar en Irina con ese vestido blanco, con el cuello al descubierto y los ojos desafiantes.

—Maldita sea —murmuré, golpeando la pared con la mano.

Esos pensamientos no tenían cabida. No ahora, no con ella. Mi misión era protegerla, no desearla.

Era la hija de Dimitri Petrov, la mujer bajo mi juramento. Y un juramento en el mundo de la mafia era sagrado. Tenía que cambiar esos pensamientos impuros.

Tenía que volver a ser el hombre frío y calculador de siempre. No podía permitir que una mujer, por muy hermosa que fuera, desviara mi atención de la guerra que se avecinaba.

Ella era mía por honor, por un contrato. No por deseo ni por amor.

Esa noche, la primera como casados, supe que la batalla más difícil no sería contra Serguei Ivanov, sino contra mí mismo.

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