Unos kilitos de más hicieron que su matrimonio se hiciera pedazo. ¿O quizás el amor nunca existió en esas cuatro paredes a las que solía llamar “hogar”? Adeline no lo sabía. Lo cierto era que su marido un día le había dicho que no la soportaba más. “Fea” “Gorda”, fueron palabras que no olvidaría jamás. Ella, que había dedicado diez años de su vida a aquel ingrato, que le había dado tres hijos hermosos, ahora sufría el desprecio de quien había jurado amarla y protegerla. Pero la vida no se acababa con un divorcio y ella lo descubriría en los brazos de otro…
Leer más—Por favor, un arreglo floral para la oficina del señor Carson—pidió una voz dulce a través de una llamada telefónica.
—Por supuesto, señora Adeline—contestó la persona en la otra línea, muy acostumbrada a recibir ese tipo de órdenes—. ¿Algún mensaje que desee agregar? —Sí—sonrió Adeline—. Me gustaría adjuntar lo siguiente: “Ya hace diez años que me concediste el mejor regalo del mundo: el honor de compartir mi vida contigo. ¡Feliz aniversario!” —Perfecto, señora. Su pedido estará listo para dentro de una hora. —Gracias. Adeline colgó la llamada y pegó el teléfono en su pecho, abrazándolo, mientras no dejaba de sonreír como una jovencita enamorada. Su esposo había partido muy temprano esa mañana y, conociendo sus ocupaciones, al parecer se le había olvidado su aniversario. Pero eso a ella no le importaba, seguramente regresaría más tarde con algún regalo o con una invitación a una elegante cena. Humberto en ocasiones podía ser muy despistado. —Vamos, niños, se les hará tarde para el colegio—dijo de regreso al comedor, dónde sus tres varones compartían el desayuno. En otro lugar, un hombre de unos cuarenta y dos años, ingresaba en una espaciosa oficina, seguido de cerca por su secretaria, una rubia exuberante de mirada ambarina. —Buenos días, señor. ¿Desea ponerse al día con su agenda?—preguntó la mujer en un tono coqueto, mientras cerraba la puerta tras de sí. —Pongámonos al día con otro asunto—contestó el hombre, rodeándola por la cintura y atrayéndola a su pecho. —Oh, señor—gimió ella—. Es muy temprano para eso, ¿no le parece? —Es la hora adecuada para darle un buen inicio a nuestro día. Luego de eso, la recostó sobre el escritorio, sin tener el más mínimo cuidado de los objetos que lanzaba a su paso. Su objetivo era claro: meterse entre las piernas de aquella fémina. Sin embargo, unos toques en la puerta interrumpieron su acalorada faena. —Maldición—dijo Humberto, alejándose a regañadientes de su secretaria y acomodándose los pantalones—. ¿Quién es?—preguntó. Su voz, una clara muestra de molestia. —Señor, han traído algo para usted—anunció una secretaría de otro departamento. —Muy bien, adelante—concedió Humberto, una vez que ambos se habían encargado de dejar intacta la escena. Ni siquiera parecía que habían estado a punto de tener sexo. A los ojos del hombre, llegó la imagen de un enorme arreglo floral, adornado con globos en forma de corazones. —Gracias, Marta—le dijo Humberto a la mujer encargada de dejar aquello sobre el escritorio. Una vez ella se fue y cerró la puerta, el hombre suspiró y se dejó caer en una silla. Eloísa, su secretaria, se acercó al arreglo floral y acarició algunos pétalos del mismo. —Tu mujer se vuelve más adorable con cada año que pasa—dijo sin poder ocultar una sonrisa maliciosa. —Es un tormento—respondió él, con un gesto de cansancio, mientras se pasaba las manos por el rostro evidentemente exasperado. —Oh, no. Claro que no—tomó entre sus manos la tarjeta—. Deberías leer esto, Humberto. Es realmente tierno—dijo extendiéndole el papel. —Déjame ver. A los pocos segundos, el hombre rodó los ojos y dejó caer el escrito. —No veo la hora de divorciarme. —No digas eso, Humberto. Ella es muy agradable—el sarcasmo palpable en su voz. —Es peor que un dolor en el trasero—soltó de malhumor—. Cada día me siento más asfixiado. “¿Cómo te fue hoy, amor?” “¿Pensaste en mí?” “Yo te extrañé todo el día”. Ni siquiera sé cómo resisto las ganas de estrangularla. Si me volviera viudo todo sería más fácil ahora que lo pienso, no tendría que estar soportando este insípido matrimonio y podría seguir manejando la empresa a mi antojo. Después de todo me la heredaría. Soy su esposo. —Pero no serías capaz de hacer eso, ¿cierto?—se asustó Eloísa por un momento. —Pues si lo hago bien, no tendría por qué representar un problema, pero… está su maldito hermano. Seguramente investigaría hasta el cansancio las causas de su muerte. ¡Joder, estoy condenado!—exclamó lo último en un tono dramático. —Vamos, Humberto. No es tan malo. —Realmente lo es. Pero olvidémonos de ella, en dónde nos quedamos—dijo jalando a la mujer para que se sentara en sus piernas, mientras volvía a acariciarla. […] Era de noche, cuando Adeline se miró en el espejo y contempló el vestido rojo que acababa de ponerse. Era un vestido ajustado al cuerpo que le causaba un poco de inseguridad, pero su marido en una ocasión le había dicho que le quedaba muy bonito. —Seguramente mintió—murmuró Adeline, a medida que más se detallaba. No podía ignorar los rollitos que se formaban en su abdomen y que era una clara muestra de lo gorda que estaba. Pero antes de que Adeline pudiese hacer otra elección de vestimenta, Humberto irrumpió en la habitación. —Querida—dijo el hombre viéndola de arriba a abajo con una mueca. «¿Eso que veía en la mirada de su esposo era repugnancia?», fue el primer pensamiento que le llegó, pero rápidamente lo desechó. —Amor, estaba esperándote—contestó ella con una amplia sonrisa. —No me digas que irás con eso—sus palabras eran secas. —Ah, no—negó, sintiendo un rubor extendiéndose por sus mejillas—. Justamente estaba por cambiármelo. —Elige otra cosa, mujer—el fastidio era evidente—. O al menos que quieras ir a hacer el ridículo en el restaurante. Adeline se quedó boquiabierta ante sus palabras, ¿acaso acababa de insultarla? —Amor, pero una vez me dijiste que… —¡Por el amor de Dios, debí estar borracho si te dije que eso se te veía bien!—la cortó ásperamente—. ¡Pareces un cerdo, Adeline! —¡Humberto! Instantáneamente, Adeline sintió que algo ardía en su corazón, era justo como un fuego que consumía y calcinaba sus más puros sentimientos. —¿Qué?—se defendió él—. Solo estoy siendo realista. —¿Te parece realista llamarle “cerdo” a tu esposa?—las lágrimas presentes en sus ojos—. ¿No te parece que fue una elección de palabras muy cruel? —¡Por favor, mujer, no hagas un drama de esto!—le quitó importancia a su arrebato de hace un momento—. Cámbiate de ropa, no tengo toda la noche. —No, Humberto, la verdad es que ya no tengo ganas de salir. —Bien, como quieras—se dio la vuelta—. No me esperes despierta. —¿Qué quieres decir?—alzó la voz ante su descaro. —Que no me esperes despierta, Adeline—repitió lentamente, como si fuese una persona con alguna discapacidad mental—. ¿O es que ahora eres sorda también? —¡Humberto!—gritó ella, antes de que cerrará la puerta por completo. —¿Qué?—contestó él, indiferente. —Si te marchas, entonces daré por sentado que no quieres seguir con este matrimonio—amenazó, apretando los puños a su costado. No podía soportar semejante humillación. Un bufido fue lo único que recibió como respuesta, acompañado del sonido de la puerta al cerrarse y del crujido de su corazón al romperse.Bueno, esta hermosa novela ha terminado, pero no con ello ha terminado mi deseo de seguir regalándole historias fascinantes. Por ello les invito a lo que sería mi próximo proyecto, disponible ya en mi perfil. La historia se llama: Cuñado cruel, creo que mis hijas son tuyas Sipnosis: “POSITIVO”, leyó en la pantalla de la prueba de embarazo. La vida de Amaya Reyes acababa de desmoronarse con esa simple palabra. Un niño venía en camino y no tenía ni la menor idea de quién era el padre de dicha criatura. Había entregado su virginidad a un desconocido y ahora no tenía más opción que casarse con su rico y apuesto compañero de clases. Ben Greiner solamente sabía que iba a ser padre, sin sospechar que, en realidad, esas niñas no eran sus hijas y que, por el contrario, habían resultado ser hijas de su hermano adoptivo. Las mentiras tienen patas cortas y las mentiras de Amaya, estaban a punto de explotarle de lleno en la cara. ¿Qué haría cuando se descubriera todo? …. Si el te
Cuatro años después… El césped verde y bien cuidado se extendía como alfombra bajo sus pies descalzos. Carol, con una gran sonrisa, no dejaba de perseguir a sus hijos, mientras estos corrían entre risas, cada vez más rápido. Sus cabellos ondeaban al viento, mientras las carcajadas eran el único sonido que imperaba muchos kilómetros a la redonda. En la puerta corrediza que daba al jardín, se encontraba Gustavo, viendo a su mujer y sus hijos extender sus piernas libremente, sin ningún tipo de ataduras. Sería tonto si dijera que no sentía el deseo de también pararse y perseguirlos, porque la verdad era que sí lo sentía. Quería correr al igual que ellos, alcanzarlos, jugar como lo haría cualquier padre con sus hijos. Quería ser más que un espectador en momentos como estos. —¡Carol! —llamó a la mujer, haciendo que su rostro se girará con una gran sonrisa. —¡Oh, amor, estás ahí!—corrió hacia él. Gustavo le regaló una mirada dura y entonces Carol detuvo sus movimientos, transformán
Gustavo quiso alejarse por la fuerza, pero nuevamente el hecho de estar atado a una silla de ruedas lo dejó en clara desventaja y eso lo hizo sentir muy enojado. Carol notando esto lo soltó rápidamente, suplicando: —Por favor, solo escúchame. El hombre no dijo nada, pero Carol supo que esta era su oportunidad de oro. No le daría ninguna otra. —Yo sé que es difícil para ti entenderlo, realmente no pretendía que las cosas entre nosotros se tornarán tan complicadas. Pero más allá del contrato y de todo lo que pasó entre los dos, yo me enamore de ti, Gustavo —confesó con la mano en el corazón y los ojos rebosantes de lágrimas. —No digas esas palabras, Carol —contestó él apartando la mirada. —¿Por qué no?—se acercó un poco más—. Es lo que siento, Gustavo. No estoy esperando que me correspondas si es lo que te preocupa —dijo lo último, sintiendo un poco de tristeza ante la posibilidad de no ser correspondida nunca—. Pero el amor es así, irracional. No puedo mandar en mi corazón ni en
Carol abrió la puerta de la habitación sintiendo una mezcla de emoción y curiosidad. Sus ojos inmediatamente se llenaron de lágrimas al ver el hermoso lugar que había sido preparado para su bebé. Sophie se adelantó y entró corriendo, mientras señalaba todo a su alrededor, abriendo sus bracitos preguntó: —¿Te gusta?—sus ojitos se iluminaron. —Me encanta —reconoció Carol. Se había mostrado escéptica ante la idea de mudarse por unos meses a la mansión Cooper, pero luego de la insistencia de la pequeña Sophie de querer tener cerca a su hermanito, no pudo hacer otra cosa que rendirse. Gustavo, aunque no se lo había pedido directamente, era evidente que estaba detrás de todo esto; pensó, al detallar mejor el lugar. La habitación estaba pintada de un suave color azul, creando un ambiente cálido y acogedor. En el centro, se encontraba una cunita de madera blanca con delicados detalles tallados. La cuna estaba vestida con sábanas de algodón suave y una manta tejida a mano por su madre.A
Carol había querido comunicarse con Gustavo luego de la conversación con Adeline, pero no sabía cómo tocar ese duro corazón. Amaba a Gustavo, pero había momentos en los que su frialdad la dejaban desarmada, y no quería volver a ser víctima de sus crueles palabras. Estaba segura de que, en su estado, su rechazo le dolería demasiado. Así que decidió darle tiempo al tiempo. Pero el tiempo era implacable en ocasiones. —Gustavo —gimió Carol, a través del teléfono. —¿Qué pasa, Carol? ¿Qué ocurre?—la voz preocupada del hombre no se hizo esperar. —E-es hora —anunció la joven, apoyándose de la pared, mientras sentía un dolor intenso que la atravesaba desde la parte baja de su abdomen. —Bien, no te preocupes. Mis hombres te llevarán al hospital —habló con confianza, transmitiéndole la seguridad que tanto necesitaba. Sin embargo, Carol no entendió su último señalamiento. «¿Sus hombres la llevarían? ¿Cuáles hombres?», pensó confundida. Y mientras ella reflexionaba sobre esto,
La comunicación entre Gustavo y Carol comenzó a restablecerse poco a poco. El intercambio de palabras seguía siendo frío y cortante entre ambos, únicamente se decían las cosas más importantes, como por ejemplo: cómo marchaba el embarazo, la fecha prevista para el parto y otros temas relacionados con los gastos.Todos estos asuntos eran tratados por vía telefónica, así que básicamente las semanas siguieron transcurriendo sin que llegarán a verse. Pero había algo que Carol desconocía, y eso era que desde el mismo instante en que Gustavo confirmó su embarazo había decidido contratar a varios hombres para que la siguieran a todas partes, esto con la finalidad de protegerla. —¿Y qué es lo se supone que debe hablar conmigo? —preguntó Mattia, mostrándose reacio ante la inesperada invitación de ese sujeto. —Sé que es usted quien paga la clínica y todos los gastos relacionados con el embarazo de Carol —Gustavo fue directo al punto.Mattia puso su expresión más escéptica y luego Gustavo exte
Último capítulo