Moscú.
POV: Gaspar Venturini
El aire helado de Moscú cortaba, pero apenas lo notaba. Mis dedos se cerraron alrededor de la muñeca de Irina Petrov; su piel estaba fría bajo la tela de su hábito.
Era una pieza delicada y frágil, pero su espíritu era el de una fiera. Lo había visto en su mirada desafiante. Me gustaba, no era una de esas mujeres sumisas que se desmoronan con una mirada. Ella tenía fuego.
El coche nos esperaba en la entrada con el motor en marcha. Arrancó de inmediato y se deslizó por las oscuras calles de Moscú.
—¿Adónde me llevas? —preguntó Irina. Se notaba el miedo en ella, pero en su mirada aún quedaba una chispa de desafío.
No la miré de inmediato. Tenía la mirada fija en la carretera, era una pregunta estúpida. Ya se lo había dicho.
—A un lugar donde estarás a salvo —respondí con voz neutra. —A Italia, a mi casa.
«Italia». La palabra sonó extraña, como si no fuera su lugar.
—¿Y qué pasará conmigo allí? —preguntó, presa del pánico.
Finalmente, giré la cabeza para mirarla. Sus ojos azules y penetrantes me analizaron con una frialdad intensa. Había visto esa mirada en muchos hombres y mujeres. Era la mirada de la desesperación.
—Te casarás conmigo —declaré, y la simplicidad de mis palabras fue un golpe más duro que cualquier puñetazo.
Era la única forma de que Serguei Ivanov no la encontrara, la única manera de que el mundo supiera que era mía.
Ella se quedó sin aliento. El matrimonio era lo último que esperaba, lo último que quería. Su vida, su libertad, su fe... Todo se había desvanecido en un instante.
Y ahora se veía obligada a casarse con el hombre que la había secuestrado, la encarnación del mundo que había jurado dejar atrás.
—No me casaré contigo —dijo, con una determinación que desconocía de dónde provenía.
—Ya veremos, Irina. Ya veremos.
El resto del viaje en coche transcurrió en silencio. Ella miraba por la ventana con el rostro sereno.
Yo, por mi parte, pensaba en el camino que tenía por delante. Dimitri me había dejado una pesada carga, pero también una oportunidad. Su imperio ruso era mío, pero el tesoro más valioso era Irina.
Llegamos al aeropuerto. Mi jet privado esperaba en la pista, un símbolo de mi poder. Mis hombres abrieron la puerta del coche. La empujé suavemente hacia la rampa. Subió y cada paso fue para ella una tortura.
El interior del jet era puro lujo. Asientos de cuero, luces suaves... Ella se sentó en un sillón, con la espalda recta y la mirada fija en el vacío. Me senté frente a ella, abrí una botella de vino y me serví una copa. El silencio era denso, cargado de la tensión que había entre nosotros.
—¿No vas a decir nada? —rompió el silencio con voz temblorosa.
—¿Qué quieres oír? —dije, tomando un sorbo de vino. —No me has dejado claro si quieres consuelo, explicaciones o una disculpa. No te daré ninguna de las tres.
—¡Me has secuestrado! ¡Me has arrancado de mi vida! —gritó, y la furia que creía haber perdido regresó con más fuerza. —¿Por qué? ¿Qué te debía mi padre para que tuvieras que robarme a mí?
—Tu padre no me debía ningún favor, niña. —respondí, y en su mirada vi una dureza que no pude ignorar. —En su lecho de muerte, tu padre me entregó su imperio y me hizo jurar que te protegería. Serguei es una rata. No te quiere a ti, quiere lo que te queda de tu padre.
Su estómago se contrajo. El nombre de Serguei Ivanov era conocido en Moscú. Es un hombre sin escrúpulos.
—Tu padre sabía que no tenía otra opción. No podía dejarte morir —continué, como si leyera sus pensamientos. —No te estoy haciendo un favor. Esto es un juramento.
—¡No quiero formar parte de ese juramento! ¡Odio este mundo! ¡Odio a mi padre por arrastrarme a él! —Sus palabras eran como dagas en la quietud de la cabina. —Me escondí para no ser como él. Elegí la paz, elegí la luz.
—La paz es un lujo que solo los débiles pueden permitirse y tú no eres débil. La luz... No sabes lo que es la oscuridad, Irina. No la conoces de verdad, no hasta ahora.
El avión se estremeció, anunciando el inicio del descenso. Dirigí la mirada hacia la ventana. El cielo nocturno se estaba desvaneciendo y era reemplazado por un amanecer de tonos anaranjados y púrpuras. No era el sol de Moscú.
—Estamos llegando a Nápoles —anuncié, dando por concluida la primera parte de su visita. —Bienvenida a tu nuevo hogar.
Y allí estaba, Nápoles. La vista desde la ventana era de ensueño: el mar Tirreno se extendía ante nosotros, un vasto manto azul que besaba la costa.
El aire que se coló en la cabina al abrirse la puerta era cálido y salado, con el aroma dulce del jazmín. Era la antítesis de todo lo que ella había conocido. Dejaba atrás el gris de Moscú por el sol de Italia. Pero para ella, sabía que sería un infierno más brillante.
Me levanté de mi asiento. Con cada movimiento, me resultaba más evidente que ese era mi mundo.
La elegancia de mi traje, la autoridad con la que miraba a los hombres que nos esperaban en la pista... Eran tres hombres vestidos de negro, de aspecto duro y silencioso.
—Benvenuto, signore —dijo uno de ellos haciendo una leve reverencia.
—Gracias, Marco. ¿Has hecho la guardia como te he ordenado? —respondí en un italiano perfecto y lo miré de reojo.
—¿Entiendes lo que decimos? —pregunté, y en mi voz se notaba la curiosidad que no pude disimular.
—Un poco. Estudié latín y griego en el convento. El italiano es similar —respondió, y una sonrisa casi imperceptible se dibujó en mis labios. La niña era más inteligente de lo que parecía.
—Entonces sabrás que te estoy diciendo que tu vida, tus movimientos, serán vigilados en todo momento.
Ella se apretó el camafeo con tanta fuerza que se le pusieron blancos los nudillos.
—Tu nombre ahora será Irina Venturini —dije sin darle oportunidad de reaccionar. —Para el mundo exterior, serás mi esposa y no hay discusión. Es la única forma de que Serguei no te encuentre. Y, si te encuentra, no sabrá que eres la hija de Dimitri Petrov.
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Aún no había tenido tiempo de llorar la muerte de su padre ni la vida que le habían arrebatado. Y ahora le había quitado hasta su nombre.
Sentía que se estaba ahogando. Yo iba en el asiento trasero del coche, con la mirada perdida en las vistas, que para ella eran un tormento. La mansión era mi hogar y ella era una intrusa.
Cuando llegamos, la casa se presentó ante nosotros en todo su esplendor. Un edificio de piedra blanca con enormes ventanales y vistas al mar.
Un oasis de lujo y belleza. Jardines exuberantes, estatuas de mármol... El contraste con el lúgubre convento debía de resultar un golpe para ella.
El coche se detuvo. La miré, y mi mirada era la de un dueño que se dispone a soltar a su mascota en una jaula que la mantendrá a salvo.
—Tu vida anterior ha terminado, Irina. Ahora comienza la nueva.
Abrió la puerta del coche y salió. El aroma de las flores la inundó, pero su corazón solo sentía frío.
Y ahora iba a quitarle lo único que le quedaba: la esperanza.
—Te odio —susurró, con el pecho oprimido por el dolor.
—El odio es lo único que puedes permitirte —respondí, tan cerca que sentí mi aliento en su cuello—. Ahora eres mi responsabilidad y, para sellarla, te casarás conmigo. Es una orden.