Cuando Elia Navarro es enviada a vivir con una tía desconocida en un pueblo perdido entre los bosques, cree que está huyendo de un pasado roto. Pero lo que encuentra allí es un destino imposible de evitar: un linaje oculto, un mundo donde la luna no es solo testigo, sino juez... y fuego. Las sombras del bosque la observan. Una marca antigua comienza a arder en su piel. Y entre la niebla aparece Riven Thorne, un joven alfa con ojos dorados y un secreto tan profundo como la sangre que corre por sus venas. Mientras clanes de licántropos se preparan para una guerra que lleva siglos gestándose, Elia se ve atrapada entre el amor y la traición, entre lo que fue y lo que está destinada a ser. Porque hay algo dentro de ella que no solo despierta el deseo... también puede destruir el equilibrio de dos mundos. En la noche de la Luna Roja, la verdad se revelará. Y nada volverá a ser como antes.
Ler maisElia no recordaba la última vez que una noche había sido realmente silenciosa. En la ciudad, incluso con las ventanas cerradas, el murmullo constante de motores, voces y alarmas era como una música de fondo inevitable. Pero aquí, en este pueblo hundido entre colinas y rodeado por bosques espesos, el silencio no era ausencia de ruido: era una presencia que se sentía viva. Como si algo esperara agazapado tras cada árbol, sosteniendo la respiración.
El autobús la dejó sola frente a un sendero de grava que serpenteaba entre troncos altos y oscuros. Ni un alma alrededor. El conductor solo asintió y cerró la puerta con un suspiro, como si sintiera lástima. Elia apretó la correa de su mochila y avanzó. Cada paso sobre la grava parecía amplificado por la humedad de la noche.
La esperaba su tía Lena, una mujer que apenas recordaba y con la que solo había intercambiado un par de cartas en los últimos años. En su memoria, Lena era una figura lejana, casi mítica. Ahora, su presencia parecía tan real como inquietante. No sabía casi nada del pueblo, excepto que tenía menos de cien habitantes y estaba tan alejado de la civilización que no aparecía en los mapas convencionales.
—Llegaste justo a tiempo —dijo una voz áspera y baja.
Lena estaba allí, de pie junto a una farola apagada. Vestía una capa larga y llevaba el cabello gris trenzado con ramas pequeñas. Sus ojos eran de un gris pálido, casi blanco, como si contuvieran niebla en vez de luz.
—¿Justo a tiempo para qué? —preguntó Elia, frunciendo el ceño. La pregunta nació más por inercia que por valentía.
Lena la miró sin expresión, pero sus ojos parecían pesar sobre ella.
—La luna roja se levanta mañana.
No explicó nada más. Solo se giró y echó a andar, como si no fuera necesario decirlo.
La casa era de madera envejecida, grande, y crujía con cada brisa. No tenía electricidad. Solo lámparas de aceite y velas. Elia no sabía si era por falta de conexión o una decisión personal. El lugar olía a humo, tierra seca y hierbas colgadas del techo. Mientras subía a su habitación, no pudo evitar mirar de reojo cada sombra como si esperara que algo se moviera allí. Lena, desde abajo, le dijo sin volverse:
—Mañana entenderás más.
Pero esa noche no durmió.
Despertó con la certeza de que algo la observaba. El corazón le latía con fuerza, como un tambor en la garganta. Se levantó, temblando, y se acercó a la ventana. Afuera, la luna creciente colgaba baja entre los árboles. Y allí, justo en el límite donde el bosque se volvía oscuridad absoluta, lo vio: dos ojos dorados.
No se movían. No parpadeaban. La miraban con una intensidad tan pura que le heló la sangre… pero también sintió un estremecimiento extraño, como si algo en su interior se expandiera, respondiera. Un eco primitivo. Familiar.
No supo cuánto tiempo pasó hasta que los ojos desaparecieron. Quizá un segundo. Quizá una eternidad. Pero cuando cerró las cortinas con manos temblorosas, la marca en su brazo —una cicatriz delgada que siempre había tenido y que nunca dolía— comenzó a arder como si la quemara por dentro. Elia se abrazó el brazo, intentando calmar el fuego que no era del todo físico.
Por la mañana, Lena la esperaba con una taza de infusión oscura. Tenía la mirada fija en la mesa, como si esperara una señal.
—Hoy conocerás el claro —dijo sin más, sin saludar siquiera.
Durante el camino, Elia quiso preguntar tantas cosas, pero las palabras se le quedaban atrapadas entre los labios. Había algo en el aire que no permitía romper el silencio.
El claro resultó ser una extensión circular entre los árboles, donde la hierba crecía más alta y las piedras formaban un semicírculo. Elia sintió que el aire allí era diferente: más espeso, más antiguo. Como si el tiempo se doblara en ese espacio, como si el mundo respirara por una boca que ella aún no podía ver.
—Todo empieza y termina aquí —dijo Lena.
—¿El qué? —preguntó Elia, en voz baja.
—Lo que tú eres. Lo que él es.
Elia no entendía nada. Pero cuando volvió a mirar al bosque, lo sintió. Algo la llamaba. Algo dentro de ella respondía con hambre, con un eco que venía desde lo más profundo de su alma. No era miedo. Era una forma de necesidad.
Y entonces, una figura emergió entre los árboles. Un joven de cabello oscuro, mirada salvaje y presencia imponente. Alto, de movimientos suaves como un lobo que se acerca a su presa. Los mismos ojos dorados de la noche anterior.
—No deberías estar aquí —dijo con una voz ronca, cargada de luna.
Elia dio un paso atrás, pero su cuerpo no quería moverse. Había algo en él que la sujetaba, invisible.
—¿Quién eres? —logró decir.
—Riven —respondió—. Y tú eres una marca viviente.
Elia sintió que el suelo se movía bajo sus pies. ¿Una marca viviente? ¿Qué significaba eso? Antes de que pudiera responder, él desapareció entre los árboles como si fuera parte de ellos.
Pero Elia ya no era la misma. Algo había despertado. Una fuerza que no comprendía aún, pero que se aferraba a su piel, a su sangre.
Y el bosque lo sabía.
El regreso a la cabaña fue silencioso, pero no pesado. Elia sentía que sus pasos eran acompasados por un ritmo antiguo, como si el bosque ya conociera su andar. En su pecho, la espiral de hilos que le habían entregado las hilanderas seguía latiendo, apenas perceptible, como un murmullo que la tierra no dejaba de pronunciar. Algo en ella se había soltado, como si el silencio finalmente supiera hacia dónde ir.Al entrar, Lena ya los esperaba. No en la cocina, ni sentada junto al fuego, sino de pie frente a la puerta, como si supiera que ese día no se recibía con palabras, sino con presencia. En sus manos, sostenía un cuenco lleno de agua donde flotaban hojas secas de salvia y un pétalo marchito de flor de luna. El cuenco tenía un borde irregular, desgastado por años de uso, y despedía un aroma denso: humo apagado, laurel seco y una nota metálica, como de piedra húmeda.—Hoy escribirás desde otro lugar —dijo Lena, sin alzar la voz—. No desde ti, ni desde el recuerdo. Sino desde lo que ya
La mañana se alzó sin urgencia, como si el tiempo hubiera decidido observar antes de avanzar. La luz filtrada entre los árboles era tenue, como si temiera interrumpir algo sagrado. Elia despertó sin sobresalto, con el cuerpo en calma y la piel tibia. Su marca seguía visible en el pecho, no como una herida, sino como un remanso. Lentamente, se incorporó y buscó con la mirada a Riven, que ya estaba de pie, mirando hacia el este como si esperara una señal que solo él podía entender.Lena no estaba en la cabaña. Había dejado, en su lugar en la mesa, un pequeño ovillo de hilo rojo. Ninguna nota, ningún objeto adicional. Solo eso. Elia lo tomó entre los dedos. Era cálido, como si acabara de ser tejido. Olía apenas a madera quemada y tierra mojada, como si hubiese sido tejido en medio de un incendio contenido. Un estremecimiento leve le recorrió la columna.—¿Sabes qué significa? —preguntó Riven desde la puerta.—Aún no —respondió Elia—. Pero creo que vamos a averiguarlo.Caminaron hacia el
El día amaneció con una bruma suave que se enredaba entre los árboles como si el bosque respirara más lento. Las hojas no crujían. El viento no cantaba. Todo estaba en una pausa viva. La bruma olía a piedra mojada y savia fresca, y parecía absorber los sonidos, volviendo cada paso un susurro contenido. Elia salió de la cabaña con el cuaderno en la mano y la raíz tallada envuelta en su tela. Su piel vibraba con una electricidad leve, como si la atmósfera le rozara el alma. Riven la siguió sin decir palabra, como si los dos supieran adónde debían ir, aunque nadie lo hubiera marcado.Volvieron al fresno.No porque alguien lo pidiera. No porque el ritual así lo exigiera. Sino porque algo los llamaba. No con voz, sino con pulso. Y la bruma parecía cederles el paso.El fresno estaba igual, pero distinto. Más denso. Más atento. La grieta que Elia había tocado semanas atrás ahora tenía una veta de savia endurecida, como una cicatriz que no había cerrado del todo. Elia extendió los dedos y los
La lluvia había comenzado sin aviso. No era tormenta ni llovizna: era una caída serena, rítmica, como si el cielo lavara con cuidado lo que había sido revelado. Al tocar las piedras cálidas del umbral, el agua generaba un tenue vapor, como si los susurros antiguos del bosque se soltaran por fin.Elia extendió la mano fuera de la ventana de la cabaña y sintió las gotas frías como dedos antiguos tocando su palma. No eran ajenas. Tampoco nuevas. Cada una parecía cargar un fragmento de historia. Como si la memoria también pudiera caer del cielo.A su lado, el cuaderno yacía abierto, y sobre la página más reciente, la tinta no se corría. Era tierra mezclada con savia, lo sabía. Lo había sentido esa mañana cuando, al despertar, la marca en su pecho había latido una vez más, no como una herida, sino como un eco. La marca ardía suavemente, como si recordara por ella.Riven se acercó en silencio. Llevaba una capa que olía a resina, humo y helecho mojado. Sus ojos, oscuros como corteza bajo la
El primer rayo del amanecer no rompía el silencio: lo acompañaba. En el claro donde la noche había sellado un pacto sin palabras, Elia y Riven despertaban sin haberse dormido del todo. La tierra conservaba el calor de sus cuerpos, y la espiral en el centro seguía marcada como una herida que no sangra pero sigue hablando.El entorno parecía distinto. Las hojas tenían un brillo húmedo, casi plateado, y un aroma nuevo flotaba en el aire: mezcla de resina, tierra mojada y algo indefinible, como un recuerdo recién exhalado. La piel de Elia ardía levemente, no por fiebre, sino por algo más hondo. Su marca también. Como si hubiese absorbido parte de la noche.Elia se incorporó primero. No sintió frialdad ni vergüenza, sino una especie de firmeza serena. La noche había sido un umbral. Su cuerpo lo sabía, y no pedía explicaciones. Al mirar a Riven, encontró en sus ojos un eco del suyo: no asombro, sino reconocimiento. Como si ambos entendieran que lo que habían compartido no era intimidad, sin
La noche descendía sin prisa, como si quisiera testificar lo que estaba por ocurrir. Las nubes se abrían paso dejando que la luna menguante, pálida y firme, derramara su luz como un velo de plata sobre el claro. Elia sintió el aire distinto: denso, lleno de presagios, pero también de algo más antiguo que el miedo. Algo que la llamaba desde dentro de la piel.Habían caminado juntos hasta el límite del bosque, más allá del fresno. Riven guiaba sin hablar, pero cada paso que daba era como una afirmación silenciosa de confianza. Aquel claro no era como los otros. No tenía rastros de rituales ni marcas en la tierra. Era virgen. Como si el tiempo no lo hubiese tocado. Como si esperara desde siempre por este instante.El olor del lugar era terroso, pero con un fondo dulce, como resina caliente bajo la corteza. Había un silencio demasiado perfecto, casi antinatural. Las hojas no crujían, los insectos no cantaban. El suelo, cubierto por musgo color ceniza, se sentía húmedo y esponjoso bajo los
Último capítulo