Mundo ficciónIniciar sesiónEn lo profundo de un bosque donde los árboles recuerdan y las raíces susurran, una joven llamada Elia despierta a un llamado ancestral. No es una voz. Es una vibración. Una urgencia grabada en los huesos de su linaje y en la médula de una tierra que ha esperado siglos para ser escuchada. En un mundo donde los pactos se sellan con savia, canto y silencio compartido, Elia inicia un camino que no tiene mapa, solo memoria. Guiada por ancianos que callan más de lo que explican, lobos que arden sin quemar y clanes que han olvidado su propio origen, se convierte en mucho más que una testigo. Se vuelve canal, espiral viva, cuerpo sembrado por la historia. El Canto de la Espiral es el primer libro de una saga en cuatro movimientos. Aquí no se narran batallas, sino ceremonias. No se buscan tronos, sino raíces. La épica no es del dominio, sino del reencuentro. Este es un viaje de cuerpo y territorio, de cantos sin lengua y huellas que no desaparecen. Un relato donde la historia no se cuenta: se encarna.
Leer másElia no recordaba la última vez que una noche había sido realmente silenciosa. En la ciudad, incluso con las ventanas cerradas, el murmullo constante de motores, voces y alarmas era como una música de fondo inevitable. Pero aquí, en este pueblo hundido entre colinas y rodeado por bosques espesos, el silencio no era ausencia de ruido: era una presencia que se sentía viva. Como si algo esperara agazapado tras cada árbol, sosteniendo la respiración.
El autobús la dejó sola frente a un sendero de grava que serpenteaba entre troncos altos y oscuros. Ni un alma alrededor. El conductor solo asintió y cerró la puerta con un suspiro, como si sintiera lástima. Elia apretó la correa de su mochila y avanzó. Cada paso sobre la grava parecía amplificado por la humedad de la noche.
La esperaba su tía Lena, una mujer que apenas recordaba y con la que solo había intercambiado un par de cartas en los últimos años. En su memoria, Lena era una figura lejana, casi mítica. Ahora, su presencia parecía tan real como inquietante. No sabía casi nada del pueblo, excepto que tenía menos de cien habitantes y estaba tan alejado de la civilización que no aparecía en los mapas convencionales.
—Llegaste justo a tiempo —dijo una voz áspera y baja.
Lena estaba allí, de pie junto a una farola apagada. Vestía una capa larga y llevaba el cabello gris trenzado con ramas pequeñas. Sus ojos eran de un gris pálido, casi blanco, como si contuvieran niebla en vez de luz.
—¿Justo a tiempo para qué? —preguntó Elia, frunciendo el ceño. La pregunta nació más por inercia que por valentía.
Lena la miró sin expresión, pero sus ojos parecían pesar sobre ella.
—La luna roja se levanta mañana.
No explicó nada más. Solo se giró y echó a andar, como si no fuera necesario decirlo.
La casa era de madera envejecida, grande, y crujía con cada brisa. No tenía electricidad. Solo lámparas de aceite y velas. Elia no sabía si era por falta de conexión o una decisión personal. El lugar olía a humo, tierra seca y hierbas colgadas del techo. Mientras subía a su habitación, no pudo evitar mirar de reojo cada sombra como si esperara que algo se moviera allí. Lena, desde abajo, le dijo sin volverse:
—Mañana entenderás más.
Pero esa noche no durmió.
Despertó con la certeza de que algo la observaba. El corazón le latía con fuerza, como un tambor en la garganta. Se levantó, temblando, y se acercó a la ventana. Afuera, la luna creciente colgaba baja entre los árboles. Y allí, justo en el límite donde el bosque se volvía oscuridad absoluta, lo vio: dos ojos dorados.
No se movían. No parpadeaban. La miraban con una intensidad tan pura que le heló la sangre… pero también sintió un estremecimiento extraño, como si algo en su interior se expandiera, respondiera. Un eco primitivo. Familiar.
No supo cuánto tiempo pasó hasta que los ojos desaparecieron. Quizá un segundo. Quizá una eternidad. Pero cuando cerró las cortinas con manos temblorosas, la marca en su brazo —una cicatriz delgada que siempre había tenido y que nunca dolía— comenzó a arder como si la quemara por dentro. Elia se abrazó el brazo, intentando calmar el fuego que no era del todo físico.
Por la mañana, Lena la esperaba con una taza de infusión oscura. Tenía la mirada fija en la mesa, como si esperara una señal.
—Hoy conocerás el claro —dijo sin más, sin saludar siquiera.
Durante el camino, Elia quiso preguntar tantas cosas, pero las palabras se le quedaban atrapadas entre los labios. Había algo en el aire que no permitía romper el silencio.
El claro resultó ser una extensión circular entre los árboles, donde la hierba crecía más alta y las piedras formaban un semicírculo. Elia sintió que el aire allí era diferente: más espeso, más antiguo. Como si el tiempo se doblara en ese espacio, como si el mundo respirara por una boca que ella aún no podía ver.
—Todo empieza y termina aquí —dijo Lena.
—¿El qué? —preguntó Elia, en voz baja.
—Lo que tú eres. Lo que él es.
Elia no entendía nada. Pero cuando volvió a mirar al bosque, lo sintió. Algo la llamaba. Algo dentro de ella respondía con hambre, con un eco que venía desde lo más profundo de su alma. No era miedo. Era una forma de necesidad.
Y entonces, una figura emergió entre los árboles. Un joven de cabello oscuro, mirada salvaje y presencia imponente. Alto, de movimientos suaves como un lobo que se acerca a su presa. Los mismos ojos dorados de la noche anterior.
—No deberías estar aquí —dijo con una voz ronca, cargada de luna.
Elia dio un paso atrás, pero su cuerpo no quería moverse. Había algo en él que la sujetaba, invisible.
—¿Quién eres? —logró decir.
—Riven —respondió—. Y tú eres una marca viviente.
Elia sintió que el suelo se movía bajo sus pies. ¿Una marca viviente? ¿Qué significaba eso? Antes de que pudiera responder, él desapareció entre los árboles como si fuera parte de ellos.
Pero Elia ya no era la misma. Algo había despertado. Una fuerza que no comprendía aún, pero que se aferraba a su piel, a su sangre.
Y el bosque lo sabía.
El claro aún contenía el eco del último canto. No era un sonido audible, sino un temblor en el aire, en la corteza, en la piel misma. Elia permanecía en el centro, no como figura central, sino como punto de transición. No era el ojo visible de la espiral, sino su latido. Frente a ella, la flor blanca seguía suspendida en su lógica imposible, leve, viva, sin peso. No flotaba por magia: flotaba por pertenencia.Riven avanzó lentamente, con los brazos colgando, las palmas abiertas. No hablaba, pero todo en su gesto decía: Estoy aquí, no para liderar, sino para recordar. Al llegar junto a Elia, se arrodilló. No como acto de sumisión, sino como quien se inclina ante una puerta sagrada que se abre desde dentro. Ambos permanecieron en silencio. Pero era un silencio fértil, lleno de raíces cruzadas.Del borde del claro, surgieron nuevas figuras. No eran rostros conocidos, ni del todo desconocidos. Traían en la piel las huellas del mismo eco: el que había salido del bosque siglos atrás y, al f
El sendero se revelaba claro, pero no recto. Como si lo caminara no la vista, sino la memoria de la planta del pie. Serpenteaba como si siguiera el recuerdo de un río seco, de un animal antiguo, de un lenguaje no hablado. Elia no lideraba el paso: era conducida por la memoria del suelo. Cada curva parecía obedecer a una lógica profunda, escrita con raíces. A su alrededor, nadie hablaba. No por solemnidad, sino porque el cuerpo ya no necesitaba palabras para entender. El canto de días pasados se había hecho sustancia.Al llegar a un claro amplio, abierto como una palma extendida hacia el cielo, Elia se detuvo. Allí no había altar. No había piedra, símbolo ni figura. Solo tierra limpia, suave, recién agitada, como si alguien la hubiera arado con suspiros. La brisa no movía las ramas. Era el silencio más puro que se podía recibir: no el de la ausencia, sino el de la escucha.Inari fue la primera en entrar al centro. Llevaba una pequeña vasija de barro oscuro, y en su interior, tres semil
El aire olía a corteza caliente y viento antiguo. No era una mañana común: el claro respiraba distinto, como si cada partícula de humedad estuviera cargada con una vibración que no venía del bosque, sino desde dentro de la tierra. Elia caminaba descalza, sintiendo cada piedra, cada hilo de musgo, como si fueran palabras que apenas ahora comenzaba a entender. Ya no llevaba manto. No porque lo hubiera olvidado, sino porque el bosque ya no la cubría desde fuera. La envolvía desde dentro. En su espalda, la savia del día anterior había dejado una línea tibia, como una escritura orgánica que la tierra misma hubiera trazado.A su alrededor, el Consejo caminaba sin formación, disperso, pero atento. Ya no eran guías. Eran testigos. No había instrucciones. Solo un ritmo interior que cada uno seguía a su manera. Riven iba unos pasos detrás, con una mirada quieta, y Fael dibujaba con una rama extrañas figuras sobre la tierra. Inari no se veía, pero su canto flotaba en el viento, como si viniera d
El amanecer no rompió el silencio. Lo afinó. Una bruma espesa cubría el claro, no como obstáculo, sino como velo ceremonial. Elia se despertó antes de que cualquier sonido humano interrumpiera esa quietud. Sentía una presión en el esternón, no dolorosa, pero persistente. Como si algo dentro de su pecho insistiera en girar. Era como si una espiral sellada bajo su esternón pidiera alinearse con otra más antigua, bajo tierra. Una cerradura viva, buscando su eco. No era ansiedad. Era preparación.Riven ya estaba de pie, como si hubiera sabido que ese día no se iniciaba con palabras. La miró, asintió sin hablar y caminó junto a ella hacia el sendero que llevaba a la zona más profunda del bosque. Donde ni siquiera los ancianos habían entrado desde los rituales más antiguos.La humedad tenía un sabor mineral. El aire se espesaba al nivel del ombligo, como si sólo el vientre pudiera entenderlo. Y en cada rama, una pausa. Como si todo esperara sin respirar. La tierra allí olía distinto. Más hú
El canto no comenzó con voces. Comenzó con una vibración en el suelo. Elia, sentada sobre una piedra cubierta de líquenes, sintió el primer pulso como un tambor contenido en la médula. Bajo su cuerpo, la piedra latía. No como un corazón, sino como un tambor olvidado. Y la piel de Elia —ya sin miedo, ya sin velo— escuchaba. No fue sorpresa: era reconocimiento. El bosque no traía algo nuevo. Traía algo que siempre estuvo, esperando garganta.Alrededor del claro se habían reunido no solo los del linaje, sino otros. No clanes, no tribus, no consejos. Individuos con marcas que hablaban en voz baja. Piel cubierta de ceniza ritual, brazaletes tejidos con cables antiguos, aromas de madera quemada o hierro húmedo. No eran clanes. Eran sobrevivencias. Algunos traían lenguas muertas tatuadas en los brazos. Otros, cicatrices en forma de rayo. Todos, una historia. Nadie había sido llamado, pero todos sabían que ése era el día. Y ese lugar.Fael fue el primero en levantarse. Sin decir palabra, come
El bosque no hablaba. Escuchaba con todo su cuerpo extendido. Aquel amanecer no trajo palabras: trajo un umbral. Una vibración contenida, como si incluso las raíces se detuvieran a oír.Elia caminaba sin manto, sin ceniza, sin adorno. Como si el cuerpo fuera suficiente. No llevaba signos sobre la piel, pero cada poro parecía escribir. Era cuerpo convertido en altar. Y eso bastaba. Como si el gesto de estar ya implicara todo lo que podía decirse. Cada pisada era medida, no por precaución, sino por presencia. Sentía cómo la tierra se adaptaba a su paso, como si sus huellas no marcaran, sino recordaran. Atrás, Riven y Fael la seguían, sin romper el silencio que se había sellado al alba.El claro al que llegaron no era uno conocido. No era altar, ni lugar de canto, ni sitio de pacto. Era un espacio intermedio, como si el bosque hubiera retraído su piel solo por un instante para ofrecerles un pliegue secreto. Allí, al centro, se alzaba una presencia: no piedra, no tronco, sino materia anti
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