Elia no recordaba la última vez que una noche había sido realmente silenciosa. En la ciudad, incluso con las ventanas cerradas, el murmullo constante de motores, voces y alarmas era como una música de fondo inevitable. Pero aquí, en este pueblo hundido entre colinas y rodeado por bosques espesos, el silencio no era ausencia de ruido: era una presencia que se sentía viva. Como si algo esperara agazapado tras cada árbol, sosteniendo la respiración.
El autobús la dejó sola frente a un sendero de grava que serpenteaba entre troncos altos y oscuros. Ni un alma alrededor. El conductor solo asintió y cerró la puerta con un suspiro, como si sintiera lástima. Elia apretó la correa de su mochila y avanzó. Cada paso sobre la grava parecía amplificado por la humedad de la noche.
La esperaba su tía Lena, una mujer que apenas recordaba y con la que solo había intercambiado un par de cartas en los últimos años. En su memoria, Lena era una figura lejana, casi mítica. Ahora, su presencia parecía tan real como inquietante. No sabía casi nada del pueblo, excepto que tenía menos de cien habitantes y estaba tan alejado de la civilización que no aparecía en los mapas convencionales.
—Llegaste justo a tiempo —dijo una voz áspera y baja.
Lena estaba allí, de pie junto a una farola apagada. Vestía una capa larga y llevaba el cabello gris trenzado con ramas pequeñas. Sus ojos eran de un gris pálido, casi blanco, como si contuvieran niebla en vez de luz.
—¿Justo a tiempo para qué? —preguntó Elia, frunciendo el ceño. La pregunta nació más por inercia que por valentía.
Lena la miró sin expresión, pero sus ojos parecían pesar sobre ella.
—La luna roja se levanta mañana.
No explicó nada más. Solo se giró y echó a andar, como si no fuera necesario decirlo.
La casa era de madera envejecida, grande, y crujía con cada brisa. No tenía electricidad. Solo lámparas de aceite y velas. Elia no sabía si era por falta de conexión o una decisión personal. El lugar olía a humo, tierra seca y hierbas colgadas del techo. Mientras subía a su habitación, no pudo evitar mirar de reojo cada sombra como si esperara que algo se moviera allí. Lena, desde abajo, le dijo sin volverse:
—Mañana entenderás más.
Pero esa noche no durmió.
Despertó con la certeza de que algo la observaba. El corazón le latía con fuerza, como un tambor en la garganta. Se levantó, temblando, y se acercó a la ventana. Afuera, la luna creciente colgaba baja entre los árboles. Y allí, justo en el límite donde el bosque se volvía oscuridad absoluta, lo vio: dos ojos dorados.
No se movían. No parpadeaban. La miraban con una intensidad tan pura que le heló la sangre… pero también sintió un estremecimiento extraño, como si algo en su interior se expandiera, respondiera. Un eco primitivo. Familiar.
No supo cuánto tiempo pasó hasta que los ojos desaparecieron. Quizá un segundo. Quizá una eternidad. Pero cuando cerró las cortinas con manos temblorosas, la marca en su brazo —una cicatriz delgada que siempre había tenido y que nunca dolía— comenzó a arder como si la quemara por dentro. Elia se abrazó el brazo, intentando calmar el fuego que no era del todo físico.
Por la mañana, Lena la esperaba con una taza de infusión oscura. Tenía la mirada fija en la mesa, como si esperara una señal.
—Hoy conocerás el claro —dijo sin más, sin saludar siquiera.
Durante el camino, Elia quiso preguntar tantas cosas, pero las palabras se le quedaban atrapadas entre los labios. Había algo en el aire que no permitía romper el silencio.
El claro resultó ser una extensión circular entre los árboles, donde la hierba crecía más alta y las piedras formaban un semicírculo. Elia sintió que el aire allí era diferente: más espeso, más antiguo. Como si el tiempo se doblara en ese espacio, como si el mundo respirara por una boca que ella aún no podía ver.
—Todo empieza y termina aquí —dijo Lena.
—¿El qué? —preguntó Elia, en voz baja.
—Lo que tú eres. Lo que él es.
Elia no entendía nada. Pero cuando volvió a mirar al bosque, lo sintió. Algo la llamaba. Algo dentro de ella respondía con hambre, con un eco que venía desde lo más profundo de su alma. No era miedo. Era una forma de necesidad.
Y entonces, una figura emergió entre los árboles. Un joven de cabello oscuro, mirada salvaje y presencia imponente. Alto, de movimientos suaves como un lobo que se acerca a su presa. Los mismos ojos dorados de la noche anterior.
—No deberías estar aquí —dijo con una voz ronca, cargada de luna.
Elia dio un paso atrás, pero su cuerpo no quería moverse. Había algo en él que la sujetaba, invisible.
—¿Quién eres? —logró decir.
—Riven —respondió—. Y tú eres una marca viviente.
Elia sintió que el suelo se movía bajo sus pies. ¿Una marca viviente? ¿Qué significaba eso? Antes de que pudiera responder, él desapareció entre los árboles como si fuera parte de ellos.
Pero Elia ya no era la misma. Algo había despertado. Una fuerza que no comprendía aún, pero que se aferraba a su piel, a su sangre.
Y el bosque lo sabía.