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Capítulo 4: Advertencias y susurros

La mañana llegó, pero trajo con ella un silencio aún más denso que la noche anterior. Elia caminaba por el pueblo con paso lento, como si el aire pesara más de lo que sus pulmones podían soportar. La conversación con Riven no dejaba de repetirse en su mente.

“Tú eres el principio... o el final.”

¿Cómo se suponía que debía vivir con algo así?

Los habitantes del pueblo, pocos y reservados, la observaban con una mezcla de temor y recelo. Nadie la saludaba. Algunos se apartaban del camino. Una mujer incluso cerró las contraventanas con un golpe seco cuando Elia pasó frente a su casa. El pueblo la conocía. O al menos, conocía lo que representaba. Ella era el recuerdo de una historia que todos querían olvidar.

Lena la esperaba en el umbral de la casa, con una hoja de corteza en la mano.

—¿Qué es eso? —preguntó Elia.

—Un mensaje. De ellos.

Elia lo leyó en voz alta. No tenía firma, pero el contenido era claro:

“Retírala del claro o habrá consecuencias. La Marca no debe volver a sangrar.”

Un escalofrío le recorrió la espalda.

—¿Quién lo escribió?

—El Consejo. O alguno de sus emisarios. Tienen miedo. Tú eres la grieta en sus muros.

—¿Y qué vamos a hacer?

—Vas a quedarte conmigo. Y vas a aprender a protegerte.

Durante los días que siguieron, Lena le enseñó cosas que desafiaban la lógica de todo lo que Elia creía real. Aprendió a leer los símbolos del bosque, a invocar la energía de la luna con respiraciones rítmicas, a percibir las presencias invisibles que rondaban los bordes del Velo. Pero más allá de las prácticas exteriores, Elia comenzó a descubrir lo que siempre había llevado dentro.

Su primer don en despertar fue la Voz de Sangre: una forma de conexión con criaturas sensibles al Velo. No era solo hablar, era sentir la frecuencia emocional del otro y resonar con ella. Lena la entrenó primero con aves del bosque, luego con lobos jóvenes que se acercaban curiosos al claro. Elia practicaba en silencio, tocando el corazón de cada criatura con la mente, hasta lograr que estas respondieran no con miedo, sino con calma.

El segundo fue la percepción lunar: una sensibilidad aguda que se intensificaba durante las fases de la luna. Lena le enseñó a usar la cera de los árboles para trazar círculos de amplificación, a dormir rodeada de piedras lunares para fortalecer sus visiones. Algunas noches, Elia soñaba con eventos que luego sucedían. Otras, podía intuir emociones ocultas. Una vez, sintió miedo proveniente de alguien que la sonreía.

El tercer don fue el más inestable: el fuego lunar, una energía azulada que surgía desde la marca. Al principio era solo un destello cuando se alteraba. Pero con respiración profunda y visualización frente al pozo, logró invocarlo. Pronto, una llama viva danzaba sobre su palma, luminosa pero sin quemar.

Cada habilidad venía acompañada de una sacudida emocional. A veces lloraba sin razón. Otras, reía hasta dolerle el pecho. Lena decía que era normal, que cada Sangre Lunar pasaba por un proceso de desbordamiento antes de encontrar su centro.

Pero cada vez que Elia preguntaba por Riven, Lena callaba. Bajaba la mirada. Cambiaba de tema. Había algo entre ellos. Algo que aún no podía nombrar.

Una tarde, mientras recogían raíces cerca del río, un susurro atravesó el viento. No eran palabras claras, pero el tono era urgente, casi suplicante. Elia alzó la mirada. Y por un segundo, entre los árboles, lo vio.

Riven.

O creyó verlo. La silueta era fugaz, la presencia demasiado intensa para ser un error.

—¿Lo viste? —preguntó a Lena.

—No. Pero tú sí.

—¿Qué significa?

—Que él también siente el vínculo.

Esa noche, Elia soñó con fuego.

El claro ardía, pero no se consumía. Las llamas giraban a su alrededor como un círculo de protección o condena. Ella estaba en el centro, desnuda, con la marca brillando en su piel como una estrella viva. Riven la miraba desde la oscuridad, pero no se acercaba.

Entonces apareció una figura entre ellos: una mujer de cabello blanco y ojos sin pupilas. Caminaba descalza sobre el fuego. Su rostro era sereno, pero sus manos temblaban. Extendió una hacia Elia.

Y cuando Elia la tomó, un grito desgarrador rompió el sueño.

Despertó jadeando, empapada en sudor. La marca ardía como si acabara de ser grabada a fuego.

Se levantó de golpe. Fue hacia la ventana.

Y allí, escrita con barro seco sobre el cristal, una sola palabra:

“Corre.”

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